«In memoriam – Ignacio B. Anzoátegui» - Juan Carlos Goyeneche (1913-1982)

El pasado 25 de julio, fiesta de Santiago Apóstol, se cumplieron 115 años del nacimiento de Ignacio Braulio Anzoátegui. En su memoria, pues, transcribimos hoy este magnífico recordatorio, escrito con ocasión de su muerte por quien fuera uno de sus mayores amigos, y publicado en la Revista Mikael.

El reciente fallecimiento del Dr. Ignacio B. Anzoátegui pone de luto a la cultura católica argentina. MIKAEL, que se ha visto honrada repetidas veces con la colaboración de tan insigne escritor y poeta, adhiere a ese luto pidiendo a Nuestro Señor Jesucristo y a su Santísima Madre –«Nuestra Señora», como caballerescamente gustaba llamarla Anzoátegui– por el amigo que nos ha precedido con el signo de la fe y duerme el sueño de la paz. (N. de la R.)

Ante la desaparición de Anzoátegui –grande y entrañable amigo– no atinamos a decir otra cosa que: ha muerto un poeta.
Un poeta, un verdadero poeta –pocos lo son de veras– quiere decir creador en el origen griego del vocablo, y en su origen latino «vate», es decir, adivino, el que vaticina. Por eso se ha dicho que el poeta es quien, creando belleza, vaticina a los demás hombres el tiempo que llega o explica el que actualmente se vive. De ahí que a Anzoátegui le convenga en alto grado la condición de poeta: poeta y poeta exquisito. Entre los nuestros fue, sin duda alguna, el que vivió y penetró más hondamente el siglo de oro español. A través de él llegó al alma de España, de tal manera, que se convirtió en su paladín, cuando los altos valores religiosos y morales de la madre patria estuvieron en peligro por el ataque subversivo del marxismo internacional.
La voluntad resuelta de no abdicar del honor de sus antepasados ni de la fe de sus mayores lo llevó a dar batallas, en los más diversos planos de la literatura y de la crítica. Así, desde la brillante poesía inicial «Romances y Jitanjáforas», pasando por la crítica cinematográfica, penetrante y jocosa, en la primera época de la revista «Criterio», siempre la exaltación de los valores católicos e hispánicos se pusieron brillantemente de relieve. Pero fue, sobre todo, en los difundidos «Tres ensayos españoles», conferencias polémicas dadas en Los Amigos del Arte y publicadas luego, en volumen, aquí, más tarde en España, donde la pluma de Anzoátegui adquiere más relieve.
Refiriéndose a España y respondiendo a ataques, escribió: «la nuestra no es una hispanofilia, sino una hispanofiliación». La frase llegó a España; y allí quedó como la expresión más gallarda de la fidelidad de América a sus orígenes. Debido a su temperamento jocoso y juguetón, Anzoátegui fue, desde los comienzos, enemigo declarado de lo que, en su momento, era considerado chatamente cuerdo o razonable, convirtiéndose, así, en un empeñoso disconforme de los ídolos del convencionalismo oficial, siempre rodeados de pompa y solemnidad gesticulante, sólo mantenidos por los repetidos homenajes y los discursos huecos y sonoros del liberalismo decadente, el cual había bajado a los santos de los altares, para reemplazarlos por muchos santos laicos, a los que rendían culto las maestras de la nueva escuela de Sarmiento.
«El que puede, hace; el que no puede, enseña», ha escrito la pluma cáustica de Bernard Shaw. Contra la prédica de esos maestros, Anzoátegui dirigió sus dardos juveniles. Así nacieron las «Vidas de muertos», primero en la revista «Número», enseguida recogidas en libro, donde la picardía iconoclasta del autor hace muecas de burla a los héroes intocables del oficialismo, pintándoles bigotes ridículos o irreverentes ojeras a las estatuas de mármol de la mitología democrática.
También las lecciones de buena doctrina, que en libros y tratados mostraban una faz grave y adusta, adquirían en su prosa, juguetona y paradojal, una vivacidad maravillosa y una portentosa sugestión de poesía.
La alegría que recorre toda su obra y que era característica de su trato emanaba de su profunda religiosidad, de la certeza de que la existencia terrena tiene un fin y que al hombre le corresponde encontrarlo como detective de lo absoluto, provisto de una lupa que lo ayude a descubrir las huellas digitales de Dios, como si la vida fuera una portentosa novela policial. Como en su maestro Chesterton, ese gordo admirable, campeón de la ortodoxia, por el que Anzoátegui sentía un cariño casi filial, en su prosa flotaba siempre, de manera juguetona y zumbona, algo de aventura y de prodigio que, tanto lo llevaba a la exclamación clamorosa al señalar el paso del Señor en detalle insignificante, –como por ejemplo en la columna humeante de un cigarrillo– cuanto a sorprender con su linterna debajo de una cortina a las pezuñas del diablo, para entregarlo despojado de su antifaz y de su ganzúa a las fuerzas del orden y de la ortodoxia.
Ahora, el recuerdo de su persona aparece, mientras esto escribo, velada tras unos cristales húmedos por las lágrimas que hoy acuden a nuestros ojos, al evocar a ese amigo prodigioso y leal, que, con una broma o una sonrisa o con el chisporroteo de su ingenio, lograba más para la causa del Bien, que algún teólogo con un largo y tedioso discurso moral.
Anzoátegui era joven, nunca dejó de ser joven. Y se fue de la vida, así, joven, casi adolescente y se llevó con él el mundo mágico de la picaresca espiritual que rodeaba a su personalidad. A nosotros, su partida nos ha dejado más pobres, más heridos, porque con él se ha ido algo muy profundo de nosotros mismos: años de militancia, de amistad, de descubrimientos esenciales, de juicios joviales sobre las cosas de la Patria y de la esperanza incansable de su grandeza.
Sin embargo a este hombre jovial y burlón, cuando le llegó la muerte, lo encontró en toda su entereza, cristianamente preparado, de tal forma que podría aplicársele el verso de Quevedo:
«Hallome agradecido, no asustado».
Ante su vida de exquisito poeta, fervoroso patriota y amigo sin doblez, puede decirse lo que lacónicamente exclama Hamlet luego de hacer el retrato de su padre:
«Este era un hombre».
Con todo nadie lo pinta mejor que si acudimos a sus propias palabras. Anzoátegui en ocasión de la muerte de Gilbert K. Chesterton en 1936 publicó en «La Nación» los siguientes pareados que lo retratan exactamente a él al par que a su admirable maestro, el escritor inglés que entonces fallecía:

«Tenía el alma alegre, sonora y desbordante
como un enorme jarro de cerveza picante.
En su Corte de artista se sentaba el bufón
a los pies de Ricardo Corazón de León.
Y el monarca seguro y el bufón imprevisto
tenían en sus ojos la locura de Cristo.
Junto al fuego que alzaba su proclama jocunda
reía la argentina risa de Rosamunda.
Y ardía en la callada mirada de Ricardo
el lirio del martirio de la Casa de Estuardo.
En su lengua moraban la flecha y la paloma:
el hierro y el arrullo de la Iglesia de Roma.
Sobre el cielo rosado su figura tenía
la resuelta opulencia de la sabiduría.
Creía en el milagro del pan y del tocino
y en la luz clamorosa que se oculta en el vino.
Y en el hada Morgana y el guerrero cruzado
y en la Virgen María y en el Verbo encarnado.
Y llegaba a las cosas y les daba su nombre
y las cosas estaban al servicio del hombre.
– Envío –
Para Gilbert Keith Chesterton, en la paz del Señor,
esta guardia triunfante de pareados de honor.

Ahora yo los pienso –siguiendo estos pareados–
a los dos escritores en el cielo encontrados.
Y reirán hablando sobre el pésimo rumbo
que los hombres tomamos aquí abajo en el mundo,
y charlarán de todo con igual regocijo
porque ya están seguros a la vera del Hijo.
Y así con alegría comprobarán los dos
que el humor y la risa también llevan a Dios.

* En «Mikael, Revista del Seminario de Paraná”, Año 6, n°17. Segundo cuatrimestre de 1978.

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