«La Esperanza virtud heroica» - Abelardo Pithod (1932-2019)
Escrita hace más de cincuenta años, pero de una actualidad permanente, he aquí una excelente y segura guía, a la vez que un valioso estímulo, para transitar rectamente el camino de la militancia patriótica y católica sin desesperar en el intento; por el contrario, para «esperar contra toda esperanza».
Una tensión desgarradora
caracteriza al militante: debe trabajar «como si» hubiera alguna esperanza.
Pero como trabajar así es casi imposible (psicológicamente), aquel que no tenga
motivos para «esperar contra toda esperanza», o sea heroicamente, es de
inmediato presa del conflicto. Por otra parte, «esperar contra toda esperanza»
sólo puede tener sentido en el ámbito sobrenatural, en el que la heroicidad de
la espera consiste en que, aunque todo tenga un final catastrófico (el aparente
abandono de Dios a sus elegidos, la persecución o la muerte), aunque todo parezca
perdido, sabemos ciertamente que todo está salvado. Al contrario, en el terreno
de la acción temporal no hay garantía absoluta de que realmente todo no esté
perdido. Es evidente que no existen motivos de optimismo. Más aún: no es
impensable un final apocalíptico para nuestro tiempo presente y con él para
todos nuestros esfuerzos temporales. En tal circunstancia, que es la de hoy ¿en
qué se fundará la acción del militante?
Porque toda acción no puede
fundarse sino en la esperanza.
A la inversa, es evidente la
proliferación de esperanzas ilusorias o míticas a las que se entregan los que
no resisten el desgarramiento del conflicto. Es imposible aceptar que todo esté
perdido y seguir viviendo. La existencia sin sentido es impensable aún
biológicamente. Médicos y psiquiatras lo atestiguan. Gente que se deja morir,
gente que no quiere sanar porque su vida no tiene sentido. También entre los
animales se lo comprueba. Frente a la pérdida de sentido, quedan tres opciones:
la desesperación (y la muerte); la búsqueda de sucedáneos a la verdadera
esperanza, que es la esperanza cierta, (sucedáneos, ersatz o evasivos como
la fe en el progreso, la conversión del mal objetivo en bien probable, tal como
cuando se dice «después de todo a lo mejor es para bien el derrumbe actual de
los valores porque quién sabe qué surgirá de allí (!), o la confianza en «el
cambio» –sin saber su rumbo–; y por último, la tercera opción, la única para el
militante: Esperar contra toda esperanza, cuya validez, repitámoslo,
sólo se da a nivel sobrenatural.
La conclusión es clara: si la
acción del patriota o militante no puede hoy fundarse de algún modo en esa
tercera opción y por lo tanto vincularse a la esperanza sobrenatural, no hay
modo de fundar su acción temporal. Este es el problema teológico del
patriotismo –de siempre, pero particularmente de hoy.
Pero lo más grave es que dicha
esperanza sobrenatural se está tornando heroica.
Los tiempos modernos fueron
haciéndose cada vez más difíciles para el cristiano, pero hoy el derrumbe
interior de la Iglesia (su autodemolición en palabras de Pablo VI) vuelven
apocalíptica la coyuntura –cuyo signo es la apostasía generalizada–. Esto no
significa necesariamente la proximidad temporal del fin de los tiempos, pero sí
su proximidad estructural. Dicho de otro modo, que la historia comienza a
estructurarse apocalípticamente. ¿Es el principio del fin o retrocederemos a
tiempo frente al abismo? Es el secreto de Dios. Basta percatarnos de que la
estructura es apocalíptica y de que en tal situación la salvación se hace
dificilísima. Hasta los elegidos –si fuera posible– se perderían, dice el
Señor.
En tal circunstancia la tensión
será máxima y la respuesta a ella exigirá una fortaleza suprema y una esperanza
heroica.
Es obvio. Es ley psicológica que
cuanto la esperanza (motivación) es segura, el esfuerzo (tensión) es mínimo.
Cuando aquélla es nula, el esfuerzo se aproxima al límite. Tal la situación a
la que nos introducimos. En esto son definitivos los análisis de Pieper (El fin
de los tiempos) y Guardini (El Ocaso de la Edad Moderna), y nuestro Castellani
(Cristo ¿vuelve o no vuelve?, El apocalipsis, etc.).
Por ello hoy el militante va
entrando en el anonadamiento de la soledad y la incomprensión total, porque son
pocos lo que no adoptan las otras opciones (desesperación o ilusión), círculo
vicioso que se estrecha, pues mientras menos son los que resisten más irresistible
se hace el mal. La situación del militante fiel es peor que la del
revolucionario (también inicialmente incomprendido por la mayoría), pues éste
tiene la compensación de sentirse dueño del futuro. La Revolución consiste
precisamente en eso: en la ilusión de poseer el futuro.
El fenómeno típico del
apocalipsis es la apostasía general, lo que, justamente, torna la situación
«desesperante», como calificamos arriba al tiempo actual. Este carácter
desesperante reside tanto en que «objetivamente» las cosas estén muy mal
cuanto en que la defección general hace casi imposible una adecuada reacción
y así se estrecha el círculo. Esta soledad es tan terrible como el propio mal
que se sufre.
La característica de la
apostasía general como propia del apocalipsis podría, pues, haberse profetizado
«naturalmente».
Sin embargo, como todo este
análisis reposa sobre el supuesto del diagnóstico pesimista de la situación
actual, calificada como desesperante, y como es imposible convencer a nadie que
no lo vea así, de que realmente lo es, debemos partir de la aceptación de ese
supuesto. No se puede convencer a quien no lo vea, sencillamente porque se
trata de una «visión». La visión hace presente al espíritu un conjunto simultáneo
y estructurado, que cobra sentido inserto en un marco de referencia. La
argumentación no puede lograr este carácter, sino que construye penosamente
paso a paso, ninguno de los cuales es decisivo por sí. Como cuando se discute
sobre el progreso o decadencia del mundo actual. Los datos son tan complejos y
fluidos que se estructuran de modo diverso, guiados más bien por factores
subjetivos que objetivos. Incluso por factores afectivos como la inclinación
pesimista y optimista. Los marcos de referencia –por otra parte– son decisivos
para que la percepción cobre sentido. Pues bien, nuestro tiempo nos impone
tales marcos que es muy difícil escapar a una configuración que no sea
optimista. En efecto, el mito del progreso que está en el trasfondo de nuestras
conciencias, hace que hasta los mayores males del siglo resulte muy difícil
percibirlos como tales y que conmuevan nuestra irrebatible confianza «en el
futuro». Esta fe irracional es esquizofrénica y esquizofrénica es nuestra época.
Absurdo sería pretender convencer a un loco argumentando. Partimos, pues, de
que se admita, al menos en principio, como posible la configuración
apocalíptica de estos tiempos y como posible el que todo termine
catastróficamente.
Aunque todo, por cierto, en otro
sentido –el sobrenatural– esté garantido: «las puertas del infierno no prevalecerán...»
«¡Yo estaré con vosotros hasta el final...!».
Así pues, convenido este punto
de radicalidad de nuestro marco referencial, podemos pasar, en concreto, a ver
qué sucede con nuestro pobre militante.
Sí; el lema de «esperar contra
toda esperanza es el que cuadra a nuestro militante. El cristiano confía de ese
modo a nivel sobrenatural, pero necesita como militante otra esperanza,
necesita confiar en su obra temporal; nosotros que como racionalistas hemos asumido
en primer lugar el «compromiso temporal» como compromiso con la Patria, debemos
poder confiar en ella.
Los militantes nacionalistas
cristianos confiamos en la Patria porque nos la ha dado Dios. Él la quiso y la
amó primero. Su Providencia la hizo posible para nosotros. Él la predestinó. Quiso
su existencia. Y Dios quiere sólo por Amor. La quiso y la amó. Por eso los
militantes nacionalistas cristianos confiamos en la Patria porque esperamos en
la Providencia.
Es verdad que la virtud de la
esperanza es virtud teologal, es decir que su objeto es Dios. Es verdad que en
sentido propio no hay «esperanza terrenal» (ella es el constitutivo formal
propio de la herejía progresista). Pero hay una parte de la virtud de la
esperanza que es la confianza en Dios. A ella se remite alegremente el
militante, aún en el desastre. Por ella estamos ciertos que nada sucede sino
para nuestro bien –que si Dios permite el mal es capaza de sacar de él mayor
bien– y sobre todo que Dios nos oye y que nuestra oración es infalible. Dios no
falta a sus hijos, y si nosotros los hombres, que somos malos, no damos piedras
a nuestros hijos cuando nos piden pan, ni culebras cuando quieren un pez, ¿qué
no hará Él por los suyos –nosotros– siendo como es Bueno?
Dios no nos faltará; Él es
nuestra confianza absoluta y la alegría de nuestra milicia. Él está de nuestra
parte en la lucha por el bien auténtico de la Patria –la Patria que es el
cuerpo de la Ciudad de Dios– seguros de que nuestro mismo fracaso es prenda de
mayores bienes.
–¡Vosotros, los que tenéis miedo
de la bravura de nuestros enemigos, sabed que ellos pelean por mucho menos!
Por cierto, nadie se llame a
engaño. Nuestra esperanza es oscura, como oscura es la luz de la fe en que se
funda. Por eso es virtud. Hay que alimentarla, sostenerla dejarse guiar por
ella aún en la noche oscura, cuando sólo quede esperar contra toda esperanza.
sino la que en el corazón ardía.
Aquesta me guiaba
más cierto que la luz del mediodía»
Para resistir deberá armarse con
la coraza de la fortaleza. Es fuerte el que tiene el fuego interior que lo
alimenta y el que vigoriza sus fuerzas con la lucha. Por eso el militante es un
místico y un asceta. Esta es la gran lección espiritual que nos dan hoy los
materialistas, mal que les pese. Un guerrillero viet-cong que da su vida por
algo que no entiende y que le han dicho que se llama el materialismo dialéctico,
es un atleta del espíritu. Es un místico y un asceta (con lo que demuestra de
paso que, desviadas de la verdad, hasta la fe, la mística y la ascética pueden
ser perversas, y no a la inversa como se cree a veces, que el que haya una
mística y una ascética prueba la bondad de la que las sostiene).
Si nosotros no tenemos otra cosa
que ofrecer contra tal embate que balas o dólares, los resultados están a la vista.
No se da la vida –en la paz día por día o en la guerra con la muerte– por el confort
o el nivel de vida, ni siquiera por miedo. La vida se da por amor o por odio
(que es el amor pervertido); en fin, no se da la vida por el cuerpo sino por el
espíritu que es capaz de someter el cuerpo hasta hacerlo instrumento contra sí
mismo. Los hombres carnales quieren salvar su vida; por eso mismo la pierden.
Pero el que da su vida, la salva. Nosotros la estamos perdiendo porque no la
damos. Otros la están ganando porque la pierden...
que no hay quien mejor la gane
que el que la da por perdida»
Esperanza virtud heroica.
Repitámoslo. Dos son hoy las virtudes por las que nos salvaremos: la esperanza
y la fortaleza. Esta se funda en aquélla; aquélla necesita de ésta. Son las
virtudes «apocalípticas», para cuando ya no se pueda esperar y cuando hasta los
elegidos parezcan perderse.
El militante que ignora estas
cosas está perdido. Será sólo un desesperado o un traidor. A la Patria no la
rescataremos sino a fuerza de esperar y de ser fieles. Evidentemente es un
programa superior a nuestras fuerzas. Pero para eso está Dios.
* En Revista «En Marcha», Año 1, n°4 –
Abril 1972 – Mendoza, Argentina.
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