«La estirpe de un instinto» - Ernesto Giménez Caballero (1899-1988)
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Hasta hace seis años, yo no conocí Roma. No sólo no la conocí, sino que no me había importado conocerla. Yo era liberal y socialista. Y escribía en la prensa más siniestra de España. Y mis ídolos espirituales eran aquellos que me llegaban por filtración, y a través de los maestros que entonces regentaban mi cultura. Ídolos que podían resumirse en unos cuantos nombres de ciudades o civilizaciones: París, Londres, Berlín (un poco, Moscú). O bien, en este imperativo categórico: «europeizarse». Yo había sido uno de tantos muchachos españoles que se habían visto obligados a obedecer ese imperativo categórico, pendiente entonces –antes– sobre las almas españolas, como una especie de espada de Damocles. Había que «europeizarse», que «civilizarse», que «humanitarizarse». España era «bárbara», «rural», «antieuropea» y «atrasada». España padecía una gravísima enfermedad, que sólo tenía remedio en las clínicas de Centro-Europa, donde unos mágicos especialistas de enfermedades recónd