«Levantad vuestras cabezas porque vuestra redención se acerca» - San Rafael Arnáiz Barón (1911-1938)
Con la presente publicación,
«Decíamos ayer...», desea a todos sus lectores una muy feliz y santa Navidad.
Navidades de
1936...
¡Navidad!...,
¡fiesta del Cielo, fiesta en el alma..., fiesta en el hogar!...
De muchas
maneras se puede celebrar la fiesta de las fiestas... De muchas maneras se
puede esperar al Dios que va a nacer entre los hombres. De muchas maneras
celebra el mundo el acontecimiento de la llegada de Dios.
Es la primera
vez en mis 25 años, que no estoy en casa de mis padres durante la Navidad.
Voy a
celebrarla este año en una Trapa, de muy diferente manera que otras veces. No
sé si mejor o peor, sólo sé que con más austeridad y mayor recogimiento.
¡Navidad!...
¡Cuántas
cosas me recuerda!... ¡Cuántas cosas me dice esta palabra!... En estos días
luchará mi alma de monje que sólo busca el amor de Jesús en el silencio y la
soledad, y mi alma de hombre sensible, aun no muerta a los quereres humanos, y
que en su flaqueza añora el calor de la Navidad entre los suyos, en su casa,
con sus padres, sus hermanos...
Ahora es
distinto; ahora, Dios no me admite ni el turrón ni el mazapán, ni músicas ni
cantares...; ahora Dios me pide más. Me pide algo que ya le he dado... pues se
lo he dado todo, y cuando Jesús Niño me llame a adorarle en el Portal, no sabré
que ofrecerle..., le ofreceré eso, nada.
No sé por
qué, pero todo lo pasado lo veo lejos..., muy lejos, algo así como un sueño...
Recuerdo mis
épocas de niño, de niño feliz, como algo que pasó como un relámpago en mi
vida... Navidades infantiles, días de ilusiones, golosinas, Reyes Magos...,
días que recuerdan el calor de la casa, el amor de los padres, la sopa de
almendra..., días de estampa con nieve..., días en que los hombres se hacen
niños, y se enternecen con el repetido cuento del huerfanito pobre que tirita
de frío y mira entristecido a los hijos de los poderosos a los cuales no puede
llegar.
¿Quién no ha
leído este cuento del niño pobre y del niño rico?
Misa de
Gallo..., villancicos en los conventos de monjas..., frío y copas de Jerez...,
regalos, cartas y abrazos..., fiestas de Navidad en el mundo..., no las
recuerdo con pena, ni tampoco me entristecen..., ¿por qué había de volver?...,
esto siempre se dice cuando se ha sido feliz.
En cambio,
los días grises de la vida, los días en los cuales Dios nos prueba..., ¡qué
pronto los olvidamos!
Bien está,
pues Dios lo hace, que nada en la vida se repita...; bien está que tanto las
penas como los dolores, las alegrías y los días felices se sucedan variados...;
aprenda en la vida, el alma entregada a Dios, a no añorar lo pasado ni a temer
el provenir..., Dios es presente, y sólo Dios basta.
¡Navidades en
la Trapa!: gozo en la Liturgia, esperanza en los cantos de la Iglesia, himnos
que hablan de amor, y suavidad del corazón recordando en el silencio del templo
la humildad de María, la castidad de José..., el amor de Dios. Mezcla armoniosa
de melodías de ángeles y baladas de pastores...
¡Navidades en
la Trapa!..., incienso y mirra ofrecidos por almas que deslizan su vida en el
servicio divino..., oro de sacrificios.
Ni algazara,
ni expansiones externas, ni músicas, ni zambombas, ni tambores... ¡Navidades en
la Trapa...!, adoración en silencio, un corazón desprendido de la tierra y
puesto a los pies de Jesús en el portal.
Días dulces y
serenos, días de amores divinos..., días de calma y de paz; días en que el
alma vuela por los campos de Judea, sueña en glorias infinitas y se abisma
contemplando la bondad inconmensurable... el amor de Dios al hombre, su
Encarnación en María, su desnudez y su frío que esconden humildemente la
Majestad que no cabe en los Cielos.
El trapense
en estos días no quiere ruido, no necesita fiesta mundana para glorificar al
Recién Nacido. La fiesta, la alegría, las músicas y los golpes de zambombas los
lleva en su corazón enamorado de Jesús, en su silencio gozoso..., en un cantar
interior..., en un amor callado y mudo.
Medita en
estos días el gran Misterio de su Religión..., y allá muy adentro de su alma,
se recrea en los consuelos que Jesús Niño le ofrece por medio de las Santas
Escrituras. Medita con serenidad y con paz en los Salmos, en los Himnos, en
todo el arsenal litúrgico de que la Iglesia en estos días dispone.
Contempla
asombrado cómo «una Virgen concebirá un hijo y su nombres será Emmanuel» y «los
caminos torcidos serán enderezados, y los escabrosos allanados».
No se
necesita ruido para amar a Dios; no importa la soledad, ni el silencio, ni la
austeridad, ni la penitencia, ni el sufrir mucho o poco a quien sabe que «lo
desierto e intransitable se alegrará y saltará de gozo la soledad, y florecerá
como lirio».
Claro está
que habrá momentos en que el corazón recuerde sus cariños en el mundo, sus
pasados días felices, el calor de los hogares..., entre risas infantiles...
Momentos en que recuerde la alegría de los hombres, tan distinta de la alegría
tranquila, pura y santa de los humildes trapenses.
Todo está
compensado en este mundo, todo es necesario y todo está bien dispuesto;
necesaria la fiesta en el siglo, con mazapanes y turrones, y con estampas de
nieve; y necesario también el silencio de los monjes mezclados a los coros de
ángeles y baladas pastoriles.
En la armonía
perfecta de la Creación, cada hombre, cada cosa, sigue el curso trazado por
Dios.
¡Cuánta
alegría nos causa el sabernos apoyados
en su Voluntad!..., aquí..., allí..., ¿qué más da? Allá donde vayamos, estemos
donde estemos, si el corazón no lo separamos del de Jesús ¿qué podemos
temer?...
¿Qué nos
importa el mundo?..., el mundo es muy chico y Dios es tan grande, que no cabe
en él..., pero no importa; Dios se hace pequeño por salvar al hombre... Dios ve
el mundo entero como un templo inmenso..., y el Hijo desciende, y en el mundo
cumple la Voluntad de su Padre.
Dios, a quien
se lo debo todo, muchas veces me hace pensar en esto que digo cuanto la
tentación trata de quitarme el sosiego hurgando en mi memoria..., haciéndome
recordar esto o aquello, mezclando mi presente vida con la pasada o venidera.
Dios, cuya
bondad es inmensa, me hace pensar y a veces..., me imagino como que se ríe de
mí.
Y,
efectivamente, ahora que llegan los días de Navidad, y quizás las luchas sean
más fuertes, Dios me llama al orden, y sin que nadie se entere, me dice muy
quedamente: «¿Y qué más da?...».
Y entonces
veo lo pobre del mundo, la vida muy corta..., hay que aprovecharla, hay que
darse prisa..., no importa la forma, no importa el lugar..., no perdamos tiempo
hablando a los hombres, buscando consuelos..., pensando en las dichas pasadas
que no volverán...
¡Y el alma
comprende y contempla la única verdad..., y la verdad es Cristo!
¡Cristo que
transforma al mundo en un inmenso portal!...
¡Cristo con
José y María!...
¡Cristo hecho
hombre por amor al hombre!...
¡Cristo que
nace entre bestias y paja; sin casa ni abrigo, y en enorme soledad!...
Y ante el
pensamiento de un Dios humanado, ante la grandeza de la inmensidad, el alma se
ensancha, se olvida el penar, deseos de muerte, ansias de gozar..., y la voz de
Cristo que, dulce, me invita, me habla de amores y me hace olvidar.
Hoy, en la
oración, un frailecillo, pensando sobre esto y mirando a su alrededor, no pudo
por menos de cerrar los ojos al ver que en el mundo nada permanece..., todo es
vanidad..., y olvidando sus propios sentires y propios pesares, elevó la vista
al Cielo y oyó claramente a su alma...
¡Hermano...,
hermano... ama a Cristo!
Lo demás..., ¿qué más te da?
* En «Vida y escritos de Fray María Rafael Arnáiz Barón – Monje Trapense», PS Editorial – Madrid – 1984.
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