Homilía en la Misa «Pro Eligendo Romano Pontifice» - S.S. Benedicto XVI (1927-2022)
Ha muerto S.S. Benedicto XVI, nuestro Papa emérito. Reproducimos aquí aquella inolvidable homilía, hoy de gran vigencia, pronunciada por él como Decano del Colegio Cardenalicio, en la misa previa a su elección como Sumo Pontífice. Que su lectura nos ayude a mantenernos firmes en la fe, como fue su deseo.
En esta hora de gran
responsabilidad, escuchemos con particular atención cuanto nos dice el Señor
con sus mismas palabras. De las tres lecturas quisiera elegir sólo algún
pasaje, que nos concierne directamente en un momento como éste.
La primera lectura presenta un
retrato profético de la figura del Mesías, un retrato que recibe todo su
significado desde el momento en que Jesús lee este texto en la sinagoga de
Nazaret, cuando dice: «Esta Escritura se ha cumplido hoy» (Lc 4,
21). En el centro del texto profético encontramos una palabra que, al menos a
primera vista, parece contradictoria. El Mesías, hablando de sí mismo, dice que
ha sido enviado «a proclamar el año de misericordia del Señor, día de venganza
de nuestro Dios» (Is 61, 2). Escuchamos, con alegría, el anuncio
del año de misericordia: la misericordia divina pone un límite al mal, nos dijo
el Santo Padre. Jesucristo es la misericordia divina en
persona: encontrar a Cristo significa encontrar la misericordia de Dios. El
mandato de Cristo se ha convertido en mandato nuestro a través de la unción
sacerdotal; estamos llamados a proclamar, no sólo con palabras sino también con
la vida, y con los signos eficaces de los sacramentos, «el año de misericordia
del Señor». Pero ¿qué quiere decir Isaías cuando anuncia el «día de venganza
del Señor»? Jesús, en Nazaret, en su lectura del texto profético, no pronunció
estas palabras; concluyó anunciando el año de misericordia. ¿Fue este, quizás,
el motivo del escándalo que se produjo después de su predicación? No lo sabemos.
En todo caso, el Señor hizo su comentario auténtico a estas palabras con la
muerte en la cruz. «Sobre el madero, llevó nuestros pecados en su cuerpo...»,
dice san Pedro (1 P 2, 24). Y san Pablo escribe a los Gálatas:
«Cristo nos rescató de la maldición de la ley, haciéndose él mismo maldición
por nosotros, pues dice la Escritura: "Maldito todo el que está colgado de
un madero", a fin de que llegara a los gentiles, en Cristo Jesús, la
bendición de Abraham, y por la fe recibiéramos el Espíritu de la Promesa» (Ga 3,
13-14).
La misericordia de Cristo no es
una gracia barata; no implica trivializar el mal. Cristo lleva en su cuerpo y
en su alma todo el peso del mal, toda su fuerza destructora. Quema y transforma
el mal en el sufrimiento, en el fuego de su amor doliente. El día de venganza y
el año de misericordia coinciden en el misterio pascual, en Cristo muerto y
resucitado. Esta es la venganza de Dios: Él mismo, en la persona de su Hijo,
sufre por nosotros. Cuanto más nos toca la misericordia del Señor, tanto más
somos solidarios con su sufrimiento, tanto más estamos dispuestos a completar
en nuestra carne «lo que falta a las tribulaciones de Cristo» (Col 1,
24).
Pasemos a la segunda lectura, a
la carta a los Efesios. Aquí se trata, en sustancia, de tres cosas: en primer
lugar, de los ministerios y de los carismas en la Iglesia, como dones del Señor
resucitado y elevado al cielo; luego, de la maduración de la fe y del
conocimiento del Hijo de Dios, como condición y contenido de la unidad del
cuerpo de Cristo; y, por último, de la participación común en el crecimiento
del cuerpo de Cristo, es decir, de la transformación del mundo en la comunión
con el Señor.
Detengámonos sólo en dos puntos.
El primero es el camino hacia «la madurez de Cristo»; así dice, simplificando
un poco, el texto italiano. Según el texto griego, deberíamos hablar más
precisamente de la «medida de la plenitud de Cristo», a la que estamos llamados
a llegar para ser realmente adultos en la fe. No deberíamos seguir siendo niños
en la fe, menores de edad. ¿En qué consiste ser niños en la fe? San Pablo
responde: significa ser «llevados a la deriva y zarandeados por cualquier
viento de doctrina...» (Ef 4, 14). ¡Una descripción muy actual!
¡Cuántos vientos de doctrina
hemos conocido durante estos últimos decenios!, ¡cuántas corrientes
ideológicas!, ¡cuántas modas de pensamiento!... La pequeña barca del
pensamiento de muchos cristianos ha sido zarandeada a menudo por estas olas,
llevada de un extremo al otro: del marxismo al liberalismo, hasta el
libertinaje; del colectivismo al individualismo radical; del ateísmo a un vago
misticismo religioso; del agnosticismo al sincretismo, etc. Cada día nacen
nuevas sectas y se realiza lo que dice san Pablo sobre el engaño de los
hombres, sobre la astucia que tiende a inducir a error (cf. Ef 4,
14). A quien tiene una fe clara, según el Credo de la Iglesia, a menudo se le
aplica la etiqueta de fundamentalismo. Mientras que el relativismo, es decir,
dejarse «llevar a la deriva por cualquier viento de doctrina», parece ser la
única actitud adecuada en los tiempos actuales. Se va constituyendo una
dictadura del relativismo que no reconoce nada como definitivo y que deja como
última medida sólo el propio yo y sus antojos.
Nosotros, en cambio, tenemos
otra medida: el Hijo de Dios, el hombre verdadero. Él es la medida del
verdadero humanismo. No es «adulta» una fe que sigue las olas de la moda y la
última novedad; adulta y madura es una fe profundamente arraigada en la amistad
con Cristo. Esta amistad nos abre a todo lo que es bueno y nos da el criterio
para discernir entre lo verdadero y lo falso, entre el engaño y la verdad.
Debemos madurar esta fe adulta; debemos guiar la grey de Cristo a esta fe. Esta
fe –sólo la fe– crea unidad y se realiza en la caridad. A este propósito, san
Pablo, en contraste con las continuas peripecias de quienes son como niños
zarandeados por las olas, nos ofrece estas hermosas palabras: «hacer la verdad
en la caridad», como fórmula fundamental de la existencia cristiana. En Cristo
coinciden la verdad y la caridad. En la medida en que nos acercamos a Cristo,
también en nuestra vida, la verdad y la caridad se funden. La caridad sin la
verdad sería ciega; la verdad sin la caridad sería como «címbalo que retiñe» (1
Co 13, 1).
Vayamos ahora al Evangelio, de
cuya riqueza quisiera extraer sólo dos pequeñas observaciones. El Señor nos
dirige estas admirables palabras: «No os llamo ya siervos..., sino que os he
llamado amigos» (Jn 15, 15). Muchas veces nos sentimos –y es la
verdad– sólo siervos inútiles (cf. Lc 17, 10). Y, sin embargo,
el Señor nos llama amigos, nos hace amigos suyos, nos da su amistad. El Señor
define la amistad de dos modos. No existen secretos entre amigos: Cristo nos
dice todo lo que escucha del Padre; nos da toda su confianza y, con la
confianza, también el conocimiento. Nos revela su rostro, su corazón. Nos
muestra su ternura por nosotros, su amor apasionado, que llega hasta la locura
de la cruz. Confía en nosotros, nos da el poder de hablar con su yo: «Este es
mi cuerpo...», «yo te absuelvo...». Nos encomienda su cuerpo, la Iglesia.
Encomienda a nuestras mentes débiles, a nuestras manos débiles, su verdad, el
misterio de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo; el misterio de Dios que «tanto
amó al mundo que le dio a su Hijo único» (cf. Jn 3, 16). Nos ha
hecho amigos suyos, y nosotros, ¿cómo respondemos?
El segundo modo como Jesús
define la amistad es la comunión de las voluntades. «Idem velle, idem
nolle», era también para los romanos la definición de amistad. «Vosotros
sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando» (Jn 15, 14). La
amistad con Cristo coincide con lo que expresa la tercera petición del
padrenuestro: «Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo». En la hora de
Getsemaní Jesús transformó nuestra voluntad humana rebelde en voluntad conforme
y unida a la voluntad divina. Sufrió todo el drama de nuestra autonomía y,
precisamente poniendo nuestra voluntad en las manos de Dios, nos da la
verdadera libertad: «No como quiero yo, sino como quieres tú» (Mt 21,
39). En esta comunión de voluntades se realiza nuestra redención: ser amigos de
Jesús, convertirse en amigos de Jesús. Cuanto más amamos a Jesús, cuanto más lo
conocemos, tanto más crece nuestra verdadera libertad, crece la alegría de ser
redimidos. ¡Gracias, Jesús, por tu amistad!
El otro aspecto del Evangelio al
que quería aludir es el discurso de Jesús sobre dar fruto: «Os he destinado
para que vayáis y deis fruto y vuestro fruto permanezca» (Jn 15,
16). Aparece aquí el dinamismo de la existencia del cristiano, del apóstol: os
he destinado para que vayáis... Debemos estar impulsados por una santa
inquietud: la inquietud de llevar a todos el don de la fe, de la amistad con
Cristo. En verdad, el amor, la amistad de Dios se nos ha dado para que llegue
también a los demás. Hemos recibido la fe para transmitirla a los demás; somos
sacerdotes para servir a los demás. Y debemos dar un fruto que permanezca.
Todos los hombres quieren dejar una huella que permanezca. Pero ¿qué permanece?
El dinero, no. Tampoco los edificios; los libros, tampoco. Después de cierto
tiempo, más o menos largo, todas estas cosas desaparecen. Lo único que
permanece eternamente es el alma humana, el hombre creado por Dios para la
eternidad. Por tanto, el fruto que permanece es todo lo que hemos sembrado en
las almas humanas: el amor, el conocimiento; el gesto capaz de tocar el
corazón; la palabra que abre el alma a la alegría del Señor. Así pues, vayamos
y pidamos al Señor que nos ayude a dar fruto, un fruto que permanezca. Sólo así
la tierra se transforma de valle de lágrimas en jardín de Dios.
Por último, volvamos, una vez
más, a la carta a los Efesios. La carta dice, con las palabras del salmo 68,
que Cristo, al subir al cielo, «dio dones a los hombres» (Ef 4,8).
El vencedor da dones. Estos dones son: apóstoles, profetas, evangelizadores,
pastores y maestros. Nuestro ministerio es un don de Cristo a los hombres, para
construir su cuerpo, el mundo nuevo. ¡Vivamos nuestro ministerio así, como don
de Cristo a los hombres! Pero en esta hora, sobre todo, roguemos con
insistencia al Señor para que, después del gran don del Papa Juan Pablo II, nos
dé de nuevo un pastor según su corazón, un pastor que nos guíe al conocimiento
de Cristo, a su amor, a la verdadera alegría. Amén.
Lunes 18 de abril de 2005.-
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