«A buen Juez, mejor testigo» (fragmento) - José Zorrilla (1817-1893)

Publicamos hoy un fragmento de esta bellísima poesía, que ha sido inspirada en la antigua leyenda toledana de «El Cristo de la Vega»; y ofrecemos también, para su íntegra lectura, el texto completo que puede descargarse al pie de la página.


[...]
             V
   Era entonces de Toledo
por el rey gobernador
el justiciero y valiente
don Pedro Ruiz de Alarcón.
Muchos años por su patria
el buen viejo peleó;
cercenado tiene un brazo,
mas entero el corazón.
La mesa tiene delante,
los jueces en derredor,
los corchetes a la puerta
y en la derecha el bastón.
Está, como presidente
del tribunal superior,
entre un dosel y una alfombra,
reclinado en un sillón,
escuchando con paciencia
la casi asmática voz
con que un tétrico escribano
solfea una apelación.
Los asistentes bostezan
al murmullo arrullador;
los jueces, medio dormidos,
hacen pliegues al ropón;
los escribanos repasan
sus pergaminos al sol;
los corchetes a una moza
guiñan en un corredor,
y abajo, en Zocodover,
gritan en discorde son
los que en el mercado venden
lo vendido y el valor.

   Una mujer en tal punto,
en faz de gran aflicción,
rojos de llorar los ojos,
ronca de gemir la voz,
suelto el cabello y el manto,
tomó plaza en el salón
diciendo a gritos: -¡Justicia,
jueces; justicia, señor!
Y a los pies se arroja, humilde,
de don Pedro de Alarcón,
en tanto que los curiosos
se agitan al derredor.
Alzóla cortés don Pedro
calmando la confusión
y el tumultuoso murmullo
que esta escena ocasionó,
diciendo:
-Mujer, ¿qué quieres?
-Quiero justicia, señor.
-¿De qué?
-De una prenda hurtada.
-¿Qué prenda?
-Mi corazón.
-¿Tú le diste?
-Le presté.
-¿Y no te le han vuelto?
-No.
-Tienes testigos?
-Ninguno.
-¿Y promesa?
-¡Sí, por Dios!
Que al partirse de Toledo
un juramento empeñó.
-¿Quién es él?
-Diego Martínez.
-¿Noble?
-Y capitán, señor.
-Presentadme al capitán,
que cumplirá si juró.
Quedó en silencio la sala,
y a poco en el corredor
se oyó de botas y espuelas
el acompasado son.
Un portero, levantando
el tapiz, en alta voz
dijo: -El capitán don Diego;
y entró luego en el salón
Diego Martínez, los ojos
llenos de orgullo y furor.
-¿Sois el capitán don Diego
-díjole don Pedro- vos?
Contestó, altivo y sereno,
Diego Martínez:
-Yo soy.
-¿Conocéis a esa muchacha?
-Ha tres años, salvo error.
-¿Hicisteisla juramento
de ser su marido?
-No.
-¿Juráis no haberlo jurado?
-Sí juro.
-Pues id con Dios.
-¡Miente! -clamó Inés, llorando
de despecho y de rubor.
-Mujer, ¡piensa lo que dices!
-Digo que miente: juró.
-¿Tienes testigos?
-Ninguno.
-Capitán, idos con Dios,
y dispensad que, acusado,
dudara de vuestro honor.

   Tornó Martínez la espalda
con brusca satisfacción,
e Inés, que le vio partirse,
resuelta y firme gritó:
-Llamadle, tengo un testigo.
Llamadle otra vez, señor.
Volvió el capitán don Diego,
sentóse Ruiz de Alarcón,
la multitud aquietóse
y la de Vargas siguió:
-Tengo un testigo a quien nunca
faltó verdad ni razón.
-¿Quién?
-Un hombre que de lejos
nuestras palabras oyó,
mirándonos desde arriba.
-¿Estaba en algún balcón?
-No, que estaba en un suplicio
donde ha tiempo que expiró.
-¿Luego es muerto?
-No, que vive.
-Estáis loca, ¡vive Dios!
¿Quién fue?
-El Cristo de la Vega
a cuya faz perjuró.

   Pusiéronse en pie los jueces
al nombre del Redentor,
escuchando con asombro
tan excelsa apelación.
Reinó un profundo silencio
de sorpresa y de pavor,
y Diego bajó los ojos
de vergüenza y confusión.
Un instante con los jueces
don Pedro en secreto habló,
y levantóse diciendo
con respetuosa voz:

   -La ley es ley para todos;
tu testigo es el mejor;
mas para tales testigos
no hay más tribunal que Dios.
Haremos... lo que sepamos;
escribano: al caer el sol,
al Cristo que está en la Vega
tomaréis declaración.

                VI
   Es una tarde serena,            
cuya luz tornasolada               
del purpurino horizonte          
blandamente se derrama.        
Plácido aroma las flores,         
sus hojas plegando exhalan,             
y el céfiro entre perfumes                 
mece las trémulas alas.            
Brillan abajo en el valle 
con suave rumor las aguas,              
y las aves, en la orilla,             
despidiendo al día cantan.
          
   Allá por el Miradero,          
por el Cambrón y Visagra,     
confuso tropel de gente  
del Tajo a la Vega baja.  
Vienen delante don Pedro
de Alarcón, lván de Vargas,
su hija Inés, los escribanos,     
los corchetes y los guardias;
y detrás monjes, hidalgos,
mozas, chicos y canalla.
Otra turba de curiosos
en la Vega les aguarda,
cada cual comentariando
el caso según le cuadra.           
Entre ellos está Martínez
en apostura bizarra,
calzadas espuelas de oro,
valona de encaje blanca,
bigote a la borgoñesa,
melena desmelenada,
el sombrero guarnecido
con cuatro lazos de plata,
un pie delante del otro,
y el puño en el de la espada.
Los plebeyos de reojo
le miran de entre las capas:
los chicos, al uniforme,
y las mozas, a la cara.
Llegado el gobernador
y gente que le acompaña,
entraron todos al claustro
que iglesia y patio separa.
Encendieron ante el Cristo
cuatro cirios y una lámpara,             
y de hinojos un momento
le rezaron en voz baja.

   Está el Cristo de la Vega
la cruz en tierra posada,
los pies alzados del suelo
poco menos de una vara;
hacia la severa imagen
un notario se adelanta,
de modo que con el rostro
al pecho santo llegaba.
A un lado tiene a Martínez;
a otro lado, a Inés de Vargas;
detrás, el gobernador
con sus jueces y sus guardias.
Después de leer dos veces
la acusación entablada,
el notario a Jesucristo
así demandó en voz alta:
-Jesús, Hijo de María,
ante nos esta mañana
citado como testigo
por boca de Inés de Vargas,
¿juráis ser cierto que un día
a vuestras divinas plantas
juró a Inés Diego Martínez
por su mujer desposarla?

   Asida a un brazo desnudo
una mano atarazada
vino a posar en los autos
la seca y hendida palma,
y allá en los aires «¡Sí juro!»,
clamó una voz más que humana.      
Alzó la turba medrosa
la vista a la imagen santa...
Los labios tenía abiertos
y una mano desclavada.

           Conclusión
   Las vanidades del mundo
renunció allí mismo Inés,
y espantado de sí propio,
Diego Martínez también.
Los escribanos, temblando,
dieron de esta escena fe,
firmando como testigos
cuantos hubieron poder.
Fundóse un aniversario
y una capilla con él,       
y don Pedro de Alarcón
el altar ordenó hacer,
donde hasta el tiempo que corre,      
y en cada año una vez,
con la mano desclavada
el crucifijo se ve.













* En «Las cien mejores poesías (líricas) de la lengua castellana» de Menéndez y Pelayo. Editorial Sopena Argentina – Buenos Aires, 1945.

Descargar aquí el texto completo

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