«Verba Christi» - Dietrich von Hildebrand (1889-1997)
Algunos expertos en moderna
exégesis bíblica pretenden que las palabras de Cristo, tal como se hallan
relatadas en los Evangelios, deben tomarse como auténticas únicamente en cuanto
a su sentido, pero no en cuanto a su expresión literal[1].
Mientras que prescindimos aquí
de la cuestión de si esta teoría es verdadera o falsa, no puede menos de surgir
la pregunta: ¿Por qué la expresión literal –el texto mismo que leemos en los
Evangelios– debería sustituirse por otra expresión literal, por otro texto?
Los que patrocinan este cambio
parten del supuesto de que Cristo habló a los hombres de su época en un
lenguaje que ellos entendían y que estaba acomodado a ellos, y que, por tanto,
la Iglesia debería traducir el mensaje de Cristo a cada época actual. Esta
hipótesis se basa en un equívoco. Mientras se refiere a la predicación, es una
hipótesis correcta. Está bien claro que una predicación tiene que estar
relacionada con el tiempo presente, aunque esa proximidad al tiempo debe ir
asociada también con sencillez e intemporalidad, con una atmósfera sagrada.
Pero cuando esta suposición se refiere a las parábolas (y comparaciones) y a
las palabras de Cristo, entonces es completamente incorrecta. Toda alteración
de las palabras de Cristo, tal como nos han sido transmitidas, sería una
catástrofe. Porque las palabras de Cristo tienen una irradiación singularísima.
No sólo suscitan un mundo sagrado, sino que en ellas hay también una fecundidad
y vigor misterioso e inagotable. La sencillez y realismo de las palabras de
Jesús están inmersos en una atmósfera intemporal y divina. Han conmovido a
innumerables almas durante dos milenios: desde la persona más sencilla e
ingenua hasta los mayores genios. Han cambiado sus vidas y les han mostrado el
camino de la salvación. El sonido de las palabras de Cristo –ese sonido que
tienen en el texto que poseemos– es insustituible.
¿Será casualidad que Jesús haya
nacido en Belén, en Palestina, en un momento determinado de la historia? La
elección del tiempo y del lugar, ¿no pertenecen también al plan salvífico y a
la revelación de Dios? ¿Y no habrá que recibir y acoger con el máximo respeto
el texto evangélico del mensaje de Cristo, tal como ha sido trazado por los
evangelistas, quienes lo tomaron de la tradición viva y santa de la naciente
Iglesia? ¿No fueron esas palabras la sal de toda la liturgia y la energía que
fecundó la vida y el pensamiento de los Padres y Maestros de la Iglesia? ¿Qué
habría sido de la Iglesia si en cada generación un nuevo texto evangélico se
hubiera acomodado al correspondiente estilo de la época? ¿Qué habría ocurrido,
si en el siglo XVIII se hubiera hecho una redacción racionalista de las
palabras de Jesús, y a principios del siglo XIX una redacción romántica, y así
sucesivamente?
¿No pertenece a la esencia misma
de la revelación divina el que el texto del mensaje de Cristo, en su hermosura
sin igual, siga resonando a través de todos los siglos, con su atmósfera
intemporal (y, al mismo tiempo, tan cercana a todos los tiempos) y sagrada y su
poder jamás disminuido? ¿No pertenece a la naturaleza de la revelación divina
el que esas palabras sean independientes de todos los estilos y modas y de
todas las formas especiales de expresión que son características de una época determinada,
de todo dialecto y de todo lenguaje familiar? ¿Acaso una historia de dos
milenios no ha demostrado esa plenitud inagotable no sólo del contenido sino
también de la singularísima expresión de la Sagrada Escritura? ¿Acaso su
expresión no ha sido conservada respetuosamente por todos los protestantes, por
no hablar de la Iglesia Ortodoxa? ¿No pertenece a la esencia del mensaje de
Cristo el que, tanto por su contenido como por su expresión literal, transporte
a los hombres desde la cambiante atmósfera de este mundo hasta el mundo santo,
el mundo de Dios?
Es un error fundamental creer
que el mensaje divino hay que presentarlo en vasos profanos y seculares a fin
de que se convierta en parte orgánica de la vida de los creyentes. Antes, al
contrario, toda la liturgia se basa en el principio de que los misterios del
culto divino deben presentarse en vasos que, en cuanto sea posible, irradien
una atmósfera que corresponda a la sacralidad de su contenido.
En vez de eso, hallamos hoy una
tendencia ¡a traducir el Nuevo Testamento en un lenguaje familiar descuidado,
por no decir vulgar! Pero esto es –¡repitámoslo!– un gran error. Se olvida que
Cristo es plenamente hombre y plenamente Dios, que su humanidad es santa, que
Cristo es Dios y hombre en la unidad de una sola persona. Por tanto, su
humanidad irradia una indescriptible santidad. En efecto, esa santidad de la
humanidad de Cristo es precisamente el fundamento de nuestra fe. Esa epifanía
de Dios en Jesús es la que subyugó a los Apóstoles y les impulsó a seguir a
Cristo relictis ómnibus («dejadas todas las cosas»). Se trata de la
santa humanidad de Cristo, la cual está más allá de todos los posibles ideales
forjables por hombres, y que nos mueve, por tanto, a adorarle como Dios-Hombre.
Presentar las palabras de Cristo de una manera vulgar y cotidiana, es una
manera de destruir en las almas de los fieles la imagen de Cristo y de poner en
peligro su fe. Si todos los profetas nos hablan en tono solemne, si las cartas
de San Pablo, de San Pedro y de San Juan expresan de manera excelsa y solemne
la revelación de Cristo, sólo una audacia aventurera ha podido mover a unos
hombres a traducir las palabras: Amen, amen, dico vobis («En verdad, en
verdad, os digo») por expresiones tan vulgares como Let me tell you («Os
diré»). Tales personas no se han fijado en que hay un texto de suprema
importancia profética: «El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no
pasarán».
Se arrebata al estilo toda su solemnidad y grandeza. Se le quita eso que es siempre inherente a los textos religiosos, principalmente a las palabras de los profetas del Antiguo Testamento, y, sobre todo, al mensaje del Dios-Hombre Cristo. Y todo eso se hace con la pretensión de acercar más a los hombres el mensaje de Cristo. Ahora bien, ese esfuerzo psicológicamente torpe y primitivo conduce en realidad a velar la imagen de Cristo y a socavar la fe en su mensaje.
* En «El Caballo de Troya en la Ciudad de Dios», Ediciones Fax, Madrid – 1969, págs. 229-232.
[1]
Al respecto enseña Santo Tomás: que «El primer sentido, según el cual
las palabras expresan las cosas, es el histórico o literal. El sentido
según el cual las cosas expresadas por las palabras significan a su vez otras
cosas, se llama espiritual, que tiene por base el sentido literal,
y lo supone». Y agrega que, a su vez, este sentido espiritual se divide en
tres, el sentido alegórico, el moral, y el anagónico,
según claramente lo expone. Y agrega que «...esta multiplicidad de sentidos
no produce ni ambigüedad ni complicación alguna, porque, como ya lo hemos
dicho, los sentidos no se multiplican, porque las misma palabra signifique muchas
cosas, sino porque las cosas expresadas por las palabras puedan a su vez ser signos
de otras cosas. De este modo no hay confusión en la Sagrada Escritura, puesto
que todos los sentidos están fundados en el literal, único que puede servir de
base a la argumentació...» (Suma Teológica, I. 1, 10 ad 1). (Nota de
«Decíamos ayer...»).
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