«Nuestra Madre Dolorosa» - Santiago de Estrada (1908-1985)
En la conmemoración de Nuestra Señora de los
Dolores…
María en el Calvario: su Hijo,
nuestro Dios y nuestro Rey, ha sido clavado en la Cruz por los pecados de su
pueblo. ¿Qué hombre no lloraría al verla en tan grande suplicio? Si juntásemos
todos los sufrimientos padecidos por los mortales desde la Caída y les
añadiésemos los quebrantos que han de sobrevenir hasta el Juicio, serían nada
en comparación con una sola lágrima salida de los ojos de la Santísima Madre de
Dios. Porque, por santo e inocente que fuese el hombre, el Dolor siempre
encontraría en él carne pecadora donde gastar su fuerza devorante; pero en
María, limpia de la Culpa original, el Dolor se revuelve en sí mismo y, multiplicada
su virulencia, se ensaña en el Corazón Inmaculado… Sea nuestra, pues, la
lamentación del Profeta: «¿A quién te compararé? ¿o a quién te asemejaré, Hija
de Jerusalén? ¿a quién te igualaré, y te consolaré, oh Virgen Hija de Sion? Porque
grande es como el mar tu quebranto».
Habitualmente nos representamos
la escena del Calvario como algo definitivamente pasado: una terrible pesadilla
cuyo recuerdo querríamos borrar con el alborozo de la Resurrección. La imagen
de María Santísima llorando al pie de la Cruz diríase eclipsada por el brillo
de las doce estrellas que la coronan en su gloriosa Asunción. Todo el cuadro de
humillaciones y de oprobio implicado en la Pasión del Señor parecería precio ya
pagado de la Redención; y, por más que día a día nos repitamos con el Apóstol la
necesidad de morir con Cristo y de seguir su vía dolorosa, nos cuesta
sobremanera pensar que sus padecimientos sean actualmente efectivos. Sin
embargo, oprobio y exaltación, dolor y gozo, son aspectos de una misma y sola
realidad. Es nuestra propia limitación temporal la que nos fuerza a ver
apariencias parciales de las cosas; pero, cuando abramos los ojos a la
Eternidad, podremos contemplar, si es que Dios nos ha dado su Gracia, la
sorprendente actualidad de los Misterios y la correspondencia de los unos con
los otros.
Nuestra Señora sumida en la
Desolación y el Llanto es, vista desde este Valle de Lágrimas, la Reina y
Señora de todo lo creado. Porque el dolor es la encrucijada en que opera la
Redención: el punto donde el hombre encuentra a Dios y donde Dios derrama su
Gracia. De ahí que el Martirio sea verdadera palma con que el Señor premie a
sus elegidos; de ahí que haya sido justamente el momento de la Crucifixión,
cuando el Dolor con sus siete puñales hiere el Corazón purísimo de María, el
instante elegido para proclamar nuestra filiación mariana, y de ahí también
que, cuantas veces nos veamos al pie de la Cruz, encontremos allí a nuestra
Madre, esperándonos como se espera al hijo amado y ausente.
La humanidad debe reproducir en
su historia la Vida y la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo. Si no lo hace de grado lo hará por fuerza. Si
no hace Penitencia padecerá el Castigo. Si no abraza la Cruz, la Cruz cae sobre
ella. ¡Y qué pesadamente está cayendo sobre esta débil generación nuestra! Pero
la hora de la Cruz es la hora de María, el momento de acudir a Ella y llevarla
consigo como hiciera Juan, el discípulo predilecto. La Madre dolorosa no lo
olvida. Por eso, hace menos de un siglo, cuando ya se dejaban oír los primeros
anuncios de la gran catástrofe, visitó a dos niños pastores de la Salette, en
los Alpes de Francia, para prevenir a nosotros sus hijos, los males que hoy
padecemos (blasfemias, odios, apostasía, guerras fratricidas, destrucción,
barbarie y toda clase de crímenes) y para precavernos contra las asechanzas del
Demonio y del Anticristo y sus precursores que,
llenos de maldad y de hipocresía, so pretexto de darnos una paz y una
felicidad que no pueden dar, siembran por doquier el Odio y la Muerte.
Las lágrimas que Mélanie vio
caer de los ojos de Nuestra Reina y Señora en la Salette son las mismas que
cayeran en el Calvario. María está pues, como siempre al pie de la Cruz. A su
lado podemos esperar confiados todo lo que sobrevendrá, porque cuando la
abominación se instale en el Lugar Santo en nada será alterada la Paz de los
verdaderos hijos de María, es decir, de quienes la acompañan en el Dolor y en
la Soledad. Y entonces, como lo vio la pequeña pastora, las lágrimas se
desharán en Luz, y será la hora en que de entre los hijos de María, como lo
anunciara el beato Grignion de Monfort, saldrán los Apóstoles de los últimos
tiempos, verdaderos heraldos de Cristo, Rey y Señor. Y la lamentación del
Profeta se transformará en himno de Gloria.
* En Revista «Nuestro Tiempo», Buenos
Aires, viernes 15 de septiembre de 1944 – Año 1 – N° 12, y reproducido en
«Santos y Misterios», Colección CRIBA Grupo de Editoriales Católicas, Buenos
Aires – 1945
* La imagen que acompaña esta publicación pertenece a Juan A. Ballester Peña y se encuentra incorporada en las dos ediciones citadas.