«Mi embrión tus ojos lo veían» (Sal 138, 16): el delito abominable del aborto
SAN JUAN PABLO II (1920-2005)
[...] 58. Entre todos los delitos que el hombre puede cometer contra la
vida, el aborto procurado presenta características que lo hacen particularmente
grave e ignominioso. El Concilio Vaticano II lo define, junto con el
infanticidio, como «crímenes nefandos».54
Hoy, sin embargo, la percepción de su gravedad se ha ido debilitando
progresivamente en la conciencia de muchos. La aceptación del aborto en la
mentalidad, en las costumbres y en la misma ley es señal evidente de una
peligrosísima crisis del sentido moral, que es cada vez más incapaz de
distinguir entre el bien y el mal, incluso cuando está en juego el derecho
fundamental a la vida. Ante una situación tan grave, se requiere más que nunca
el valor de mirar de frente a la verdad y de llamar a las cosas por su
nombre, sin ceder a compromisos de conveniencia o a la tentación de
autoengaño. A este propósito resuena categórico el reproche del Profeta: «¡Ay,
los que llaman al mal bien, y al bien mal!; que dan oscuridad por luz, y luz
por oscuridad» (Is 5, 20). Precisamente en el caso del aborto se
percibe la difusión de una terminología ambigua, como la de «interrupción del embarazo»,
que tiende a ocultar su verdadera naturaleza y a atenuar su gravedad en la
opinión pública. Quizás este mismo fenómeno lingüístico sea síntoma de un
malestar de las conciencias. Pero ninguna palabra puede cambiar la realidad de
las cosas: el aborto procurado es la eliminación deliberada y directa,
como quiera que se realice, de un ser humano en la fase inicial de su
existencia, que va de la concepción al nacimiento.
La gravedad moral del aborto procurado se manifiesta en toda su verdad si
se reconoce que se trata de un homicidio y, en particular, si se consideran las
circunstancias específicas que lo cualifican. Quien se elimina es un ser humano
que comienza a vivir, es decir, lo más inocente en absoluto
que se pueda imaginar: ¡jamás podrá ser considerado un agresor, y menos aún un
agresor injusto! Es débil, inerme, hasta el punto de estar
privado incluso de aquella mínima forma de defensa que constituye la fuerza
implorante de los gemidos y del llanto del recién nacido. Se halla totalmente
confiado a la protección y al cuidado de la mujer que lo lleva en su
seno. Sin embargo, a veces, es precisamente ella, la madre, quien decide y pide
su eliminación, e incluso la procura.
Es cierto que en muchas ocasiones la opción del aborto tiene para la
madre un carácter dramático y doloroso, en cuanto que la decisión de deshacerse
del fruto de la concepción no se toma por razones puramente egoístas o de
conveniencia, sino porque se quisieran preservar algunos bienes importantes,
como la propia salud o un nivel de vida digno para los demás miembros de la
familia. A veces se temen para el que ha de nacer tales condiciones de
existencia que hacen pensar que para él lo mejor sería no nacer. Sin embargo,
estas y otras razones semejantes, aun siendo graves y dramáticas, jamás
pueden justificar la eliminación deliberada de un ser humano inocente.
59. En la decisión sobre la muerte del niño aún no nacido, además de la
madre, intervienen con frecuencia otras personas. Ante todo, puede ser culpable
el padre del niño, no sólo cuando induce expresamente a la mujer al aborto,
sino también cuando favorece de modo indirecto esta decisión suya al dejarla
sola ante los problemas del embarazo:55 de esta forma se hiere mortalmente a la
familia y se profana su naturaleza de comunidad de amor y su vocación de ser «santuario
de la vida». No se pueden olvidar las presiones que a veces provienen de un
contexto más amplio de familiares y amigos. No raramente la mujer está sometida
a presiones tan fuertes que se siente psicológicamente obligada a ceder al
aborto: no hay duda de que en este caso la responsabilidad moral afecta
particularmente a quienes directa o indirectamente la han forzado a abortar.
También son responsables los médicos y el personal sanitario cuando ponen al
servicio de la muerte la competencia adquirida para promover la vida.
Pero la responsabilidad implica también a los legisladores que han
promovido y aprobado leyes que amparan el aborto y, en la medida en que haya
dependido de ellos, los administradores de las estructuras sanitarias
utilizadas para practicar abortos. Una responsabilidad general no menos grave
afecta tanto a los que han favorecido la difusión de una mentalidad de
permisivismo sexual y de menosprecio de la maternidad, como a quienes debieron
haber asegurado –y no lo han hecho– políticas familiares y sociales válidas en
apoyo de las familias, especialmente de las numerosas o con particulares
dificultades económicas y educativas. Finalmente, no se puede minimizar el
entramado de complicidades que llega a abarcar incluso a instituciones
internacionales, fundaciones y asociaciones que luchan sistemáticamente por la
legalización y la difusión del aborto en el mundo. En este sentido, el aborto
va más allá de la responsabilidad de las personas concretas y del daño que se
les provoca, asumiendo una dimensión fuertemente social: es una herida gravísima
causada a la sociedad y a su cultura por quienes deberían ser sus constructores
y defensores. Como he escrito en mi Carta
a las familias, «nos
encontramos ante una enorme amenaza contra la vida: no sólo la de cada
individuo, sino también la de toda la civilización».56 Estamos ante lo
que puede definirse como una «estructura de pecado» contra la vida
humana aún no nacida.
60. Algunos intentan justificar el aborto sosteniendo que el fruto de la
concepción, al menos hasta un cierto número de días, no puede ser todavía
considerado una vida humana personal. En realidad, «desde el momento en que el
óvulo es fecundado, se inaugura una nueva vida que no es la del padre ni la de
la madre, sino la de un nuevo ser humano que se desarrolla por sí mismo. Jamás
llegará a ser humano si no lo ha sido desde entonces. A esta evidencia de
siempre... la genética moderna otorga una preciosa confirmación. Muestra que
desde el primer instante se encuentra fijado el programa de lo que será ese
viviente: una persona, un individuo con sus características ya bien
determinadas. Con la fecundación inicia la aventura de una vida humana, cuyas
principales capacidades requieren un tiempo para desarrollarse y poder actuar».57 Aunque
la presencia de un alma espiritual no puede deducirse de la observación de
ningún dato experimental, las mismas conclusiones de la ciencia sobre el
embrión humano ofrecen «una indicación preciosa para discernir racionalmente
una presencia personal desde este primer surgir de la vida humana: ¿cómo un
individuo humano podría no ser persona humana?».58
Por lo demás, está en juego algo tan importante que, desde el punto de
vista de la obligación moral, bastaría la sola probabilidad de encontrarse ante
una persona para justificar la más rotunda prohibición de cualquier
intervención destinada a eliminar un embrión humano. Precisamente por esto, más
allá de los debates científicos y de las mismas afirmaciones filosóficas en las
que el Magisterio no se ha comprometido expresamente, la Iglesia siempre ha
enseñado, y sigue enseñando, que al fruto de la generación humana, desde el
primer momento de su existencia, se ha de garantizar el respeto incondicional
que moralmente se le debe al ser humano en su totalidad y unidad corporal y
espiritual: «El ser humano debe ser respetado y tratado como persona desde
el instante de su concepción y, por eso, a partir de ese mismo momento
se le deben reconocer los derechos de la persona, principalmente el derecho
inviolable de todo ser humano inocente a la vida».59
61. Los textos de la Sagrada Escritura, que nunca hablan
del aborto voluntario y, por tanto, no contienen condenas directas y
específicas al respecto, presentan de tal modo al ser humano en el seno
materno, que exigen lógicamente que se extienda también a este caso el
mandamiento divino «no matarás».
La vida humana es sagrada e inviolable en cada momento de su existencia,
también en el inicial que precede al nacimiento. El hombre, desde el seno
materno, pertenece a Dios que lo escruta y conoce todo, que lo forma y lo
plasma con sus manos, que lo ve mientras es todavía un pequeño embrión informe
y que en él entrevé el adulto de mañana, cuyos días están contados y cuya
vocación está ya escrita en el «libro de la vida » (cf. Sal 139
138, 1. 13-16). Incluso cuando está todavía en el seno materno, –como
testimonian numerosos textos bíblicos60– el hombre es término personalísimo de la amorosa
y paterna providencia divina.
La Tradición cristiana –como bien señala la Declaración emitida al respecto
por la Congregación para la Doctrina de la Fe61– es clara y unánime, desde los orígenes hasta
nuestros días, en considerar el aborto como desorden moral particularmente
grave. Desde que entró en contacto con el mundo greco-romano, en el que estaba
difundida la práctica del aborto y del infanticidio, la primera comunidad
cristiana se opuso radicalmente, con su doctrina y praxis, a las costumbres
difundidas en aquella sociedad, como bien demuestra la ya citada Didaché.62 Entre
los escritores eclesiásticos del área griega, Atenágoras recuerda que los
cristianos consideran como homicidas a las mujeres que recurren a medicinas
abortivas, porque los niños, aun estando en el seno de la madre, son ya «objeto, por ende, de la providencia de Dios».63 Entre
los latinos, Tertuliano afirma: «Es un homicidio anticipado impedir el
nacimiento; poco importa que se suprima el alma ya nacida o que se la haga
desaparecer en el nacimiento. Es ya un hombre aquél que lo será».64
A lo largo de su historia bimilenaria, esta misma doctrina ha sido
enseñada constantemente por los Padres de la Iglesia, por sus Pastores y
Doctores. Incluso las discusiones de carácter científico y filosófico sobre el
momento preciso de la infusión del alma espiritual, nunca han provocado la
mínima duda sobre la condena moral del aborto.
62. El Magisterio pontificio más reciente ha reafirmado
con gran vigor esta doctrina común. En particular, Pío XI en la Encíclica Casti Connubii rechazó las pretendidas justificaciones
del aborto;65 Pío
XII excluyó todo aborto directo, o sea, todo acto que tienda directamente a
destruir la vida humana aún no nacida, «tanto si tal destrucción se entiende
como fin o sólo como medio para el fin»;66 Juan XXIII reafirmó que la vida humana es
sagrada, porque « desde que aflora, ella implica directamente la acción
creadora de Dios».67 El
Concilio Vaticano II, como ya he recordado, condenó con gran severidad el
aborto: «se ha de proteger la vida con el máximo cuidado desde la concepción;
tanto el aborto como el infanticidio son crímenes nefandos».68
La disciplina canónica de la Iglesia, desde los primeros
siglos, ha castigado con sanciones penales a quienes se manchaban con la culpa
del aborto y esta praxis, con penas más o menos graves, ha sido ratificada en
los diversos períodos históricos. El Código de Derecho Canónico de
1917 establecía para el aborto la pena de excomunión.69 También la nueva
legislación canónica se sitúa en esta dirección cuando sanciona que «quien
procura el aborto, si éste se produce, incurre en excomunión latae
sententiae»,70 es
decir, automática. La excomunión afecta a todos los que cometen este delito
conociendo la pena, incluidos también aquellos cómplices sin cuya cooperación
el delito no se hubiera producido:71 con esta reiterada sanción, la Iglesia
señala este delito como uno de los más graves y peligrosos, alentando así a
quien lo comete a buscar solícitamente el camino de la conversión. En efecto,
en la Iglesia la pena de excomunión tiene como fin hacer plenamente conscientes
de la gravedad de un cierto pecado y favorecer, por tanto, una adecuada
conversión y penitencia.
Ante semejante unanimidad en la tradición doctrinal y disciplinar de la
Iglesia, Pablo VI pudo declarar que esta enseñanza no había cambiado y que era
inmutable.72 Por
tanto, con la autoridad que Cristo confirió a Pedro y a sus Sucesores, en comunión
con todos los Obispos –que en varias ocasiones han condenado el aborto y que en
la consulta citada anteriormente, aunque dispersos por el mundo, han concordado
unánimemente sobre esta doctrina–, declaro
que el aborto directo, es decir, querido como fin o como medio, es siempre un
desorden moral grave, en cuanto eliminación deliberada de
un ser humano inocente. Esta doctrina se fundamenta en la ley natural y en la
Palabra de Dios escrita; es transmitida por la Tradición de la Iglesia y
enseñada por el Magisterio ordinario y universal.73
Ninguna circunstancia, ninguna finalidad, ninguna ley del mundo podrá
jamás hacer lícito un acto que es intrínsecamente ilícito, por ser contrario a
la Ley de Dios, escrita en el corazón de cada hombre, reconocible por la misma
razón, y proclamada por la Iglesia.
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En realidad, precisamente el valor y la serenidad con que tantos hermanos
nuestros, afectados por graves formas de minusvalidez, viven su existencia
cuando son aceptados y amados por nosotros, constituyen un testimonio
particularmente eficaz de los auténticos valores que caracterizan la vida y que
la hacen, incluso en condiciones difíciles, preciosa para sí y para los demás.
La Iglesia está cercana a aquellos esposos que, con gran ansia y sufrimiento,
acogen a sus hijos gravemente afectados de incapacidades, así como agradece a
todas las familias que, por medio de la adopción, amparan a quienes han sido
abandonados por sus padres, debido a formas de minusvalidez o enfermedades.
*****
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Y mientras, como pueblo peregrino, pueblo de la vida y para la vida,
caminamos confiados hacia «un cielo nuevo y una tierra nueva» (Ap 21,
1), dirigimos la mirada a aquélla que es para nosotros «señal de esperanza
cierta y de consuelo».142
Oh María,
aurora del mundo nuevo,
Madre de los vivientes,
a Ti confiamos la causa de la vida:
mira, Madre, el número inmenso
de niños a quienes se impide nacer,
de pobres a quienes se hace difícil vivir,
de hombres y mujeres víctimas
de violencia inhumana,
de ancianos y enfermos muertos
a causa de la indiferencia
o de una presunta piedad.
Haz que quienes creen en tu Hijo
sepan anunciar con firmeza y amor
a los hombres de nuestro tiempo
el Evangelio de la vida.
Alcánzales la gracia de acogerlo
como don siempre nuevo,
la alegría de celebrarlo con gratitud
durante toda su existencia
y la valentía de testimoniarlo
con solícita constancia, para construir,
junto con todos los hombres de buena voluntad,
la civilización de la verdad y del amor,
para alabanza y gloria de Dios Creador
y amante de la vida.
* Fragmento de la Carta Encíclica “Evangelium
Vitae” del Sumo Pontífice Juan Pablo II a los Obispos, a los sacerdotes y
diáconos, a los religiosos y religiosas, a los fieles laicos y a todas las
personas de buena voluntad sobre el valor y el carácter inviolable de la vida
humana”. Dado en Roma, junto a san
Pedro, el 25 de marzo, solemnidad de la Anunciación del Señor, del año 1995, decimoséptimo
de mi Pontificado.
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54 Const. past. Gaudium
et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 51: «Abortus necnon
infanticidium nefanda
sunt crimina»
55. Cf. Carta
ap. Mulieris dignitatem (15 agosto 1988),14: AAS 80
(1988), 1686.
56. N. 21: AAS 86
(1994), 920.
57. Congregación
para la Doctrina de la Fe, Declaración sobre el aborto procurado (18
noviembre 1974), 12-13: AAS 66 (1974), 738.
58. Congregación
para la Doctrina de la Fe, Instr. Donum vitae, sobre el respeto de
la vida humana naciente y la dignidad de la procreación (22 febrero 1987), I, 1: AAS 80
(1988), 78-79.
59. Ibid., l.c.,
79.
60. Así el
profeta Jeremías: « Me fue dirigida la palabra del Señor en estos términos:
"Antes de haberte formado yo en el seno materno, te conocía, y antes que
nacieses, te tenía consagrado: yo profeta de las naciones te constituí" »
(1, 4-5). El Salmista, por su parte, se dirige de este modo al Señor: « En ti
tengo mi apoyo desde el seno, tú mi porción desde las entrañas de mi madre » (Sal 71/70,
6; cf. Is 46, 3; Jb 10, 8-12; Sal 22/21,
10-11). También el evangelista Lucas -en el magnífico episodio del encuentro de
las dos madres, Isabel y María, y de los hijos, Juan el Bautista y Jesús,
ocultos todavía en el seno materno (cf. 1, 39-45)- señala cómo el niño advierte
la venida del Niño y exulta de alegría.
61. cf. Declaración
sobre el aborto procurado (18 noviembre 1974). AAS 66
(1974), 740-747.
62. « No matarás
al hijo en el seno de su madre, ni quitarás la vida al recién nacido »: V,
2, Patres Apostolici, ed. F.X. Funk, I, 17.
63. Legación
en favor de los cristianos, 35: PG 6, 969.
64. Apologeticum,
IX, 8; CSEL 69, 24.
65. Cf. Carta
enc. Casti connubii (31 diciembre 1930), II: AAS 22
(1930), 562-592.
66. Discurso a
la Unión médico-biológica «S. Lucas» (12 noviembre 1944): Discorsi e
radiomessaggi, VI, (1944-1945), 191; cf, Discurso a la Unión
Católica Italiana de Comadronas (29 octubre 1951), 2: AAS 43
(1951), 838.
67. Carta
enc. Mater et Magistra (15 mayo 1961), 3: AAS 53
(1961), 447.
68. Const. past. Gaudium
et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 51.
69. Cf. Can.
2350, § 1.
70. Código
de Derecho Canónico, can. 1398; cf. Código de los Cánones de las
Iglesias Orientales, can. 1450 ~ 2.
71. Cf. Ibid.,
can.1329; Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, can.
1417.
72. Cf. Discurso
al Congreso de la Asociación de Juristas Católicos Italianos (9 diciembre
1972): AAS 64 (1972), 777; Carta enc. Humanae vitae (25
julio 1968), 14: AAS 60 (1968), 490.
73. Cf. Conc
Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 25.
142. Conc. Ecum. Vat.
II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 68.