Profecía del César Carlos V, o el pacto de París con el Demonio
EUGENIO MONTES (1900-1982)

Diecisiete de abril de 1536, y en Roma. Día más grande la cristiandad no lo ha vivido. Por la ancha plaza de San Pedro cruza un cortejo de hidalgos. En medio, y vestido de luto, a la moda española, el César Carlos V.
La noche anterior la había pasado el César sin dormir, pesando en balanzas sutiles y profundas la responsabilidad y alcance de su gesto. Un año antes, marineros de España interceptarán una carta gravísima: aquella en que Francisco I prevenía a Barbarroja del ataque de nuestras tropas a la Goleta. Cuando Carlos lo supo se resistió, caballeresco, a creerlo. ¿Es posible?, se dijo. ¿Es posible que Francia haya caído tanto? ¿Puede el país que en tiempo dio cruzados aliarse con el enemigo común, pactar con el demonio? La ira del Señor -se escribe en la Escritura- es lenta. La ira de su leal escudero sabe también de lentitud e incertidumbres. Por eso la luz turbia del alba le sorprende este 17 de abril insomne. Insomne sí, aunque ya decidido.
Vamos a comulgar, le dice a los hidalgos. Lo primero, el temor de Dios; lo segundo, la gravedad, manda un refrán loyolesco. Al filo del amanecer han recibido la Sagrada Forma. Ahora, graves, solemnes, taciturnos, cruzan la ancha plaza de San Pedro, rumbo al Vaticano. Cuando el César sube el último escalón son las doce en punto. Como es domingo de Pascua, todos los bronces corren a contárselo al aire.
Arriba, Paulo III y el Sacro Colegio en círculo. El Emperador avanza, los brazos atrás, hundida la cabeza. Hay un largo minuto en que sólo se oye el latir presuroso de la sangre y el latir de la Historia, que es sangre de Cristo y sacramento. Al fin suena la voz imperial y en romance claro. Por vez primera el idioma de Castilla, que ha ido a Indias y ha dado la vuelta al mundo, se alza frente a las grandes potencias de la tierra, para ascender al cielo, flecha y plegaria al corazón del Altísimo.
A poco le interrumpe un francés, el obispo Macon:
- Majestad, no os entiendo, porque no sé el castellano.
- Pues entendedme si queréis, señor obispo, y no esperéis de mí otras palabras que de mi lengua española, la cual es tan noble que merece ser sabida y entendida de toda la gente cristiana.
Y en español, ira de Dios y de sus paladines, Carlos V lanza su anatema a Francia, gran traidora a la causa de Occidente. “Si no quiere la paz, si niega su concurso a la empresa cristiana -dice el Emperador, más o menos-, tendré que combatirla; pero quien venza pagará cara su victoria, porque el Islam se adueñará de Europa entera”. Se pregunta aún el César si no será la envidia lo que lleva a Francisco a ponerse contra él y a hacerse cómplice del turco. Si es de esta suerte, concluye: “¿Para qué sangrar a nuestros países?” Y le reta a combate personal, “hombre a hombre, entre los dos, él y yo, armados o desarmados, o en camisa, en campo cerrado o campo abierto, con espada y puñal, sobre puente o sobre isla”.
Se habló así una vez, y ante el Todopoderoso, españoles. ¡Cómo debiste temblar, tú, Garcilaso de la Vega, allá en un ángulo de la estancia, al oírlo! Porque tú estarías hoy con nosotros -espada y verso-, tocando a rebato contra la media luna.
¿Cómo? ¿El Islam se yergue? ¿La Reconquista ha vuelto? Hay ciegos que no lo ven y sordos que no lo oyen. Ciegos que no ven, en la hoz y el martillo ruso, la guadaña infiel donde la luz de Asia pide sangre de mártires y la pide a gritos. Sordos que no oyen el rumor infernal, de algarabía, en torno a una tumba, sobre un paisaje con nieve de albornoces. Y no oyen el rezo de los renegados, de cara a Oriente. Ni las pisadas del caballo cosaco de Almanzor y el trote de Atila, que ya nos mustia la hierba.
 No se diga que de 1536 a 1934 pasó mucho tiempo. Que han cambiado las cosas. Sí, el sepulcro de Mahoma ha cambiado de sitio y ha venido a Moscú. Y el agente francés ya no va de la Ceca a la Meca, sino de París a Rusia, a pactar alianzas con Stalin. Con Stalin, que es, exactamente, el “Solimanus Imperator” del viejo grabado de Jerónimo Opfer. Con el mismo bigote, el mismo resuello y los mismos ojillos tártaros, oblicuos.
Con esos ojos tártaros, concupiscentes, a caballo de la frontera polaca, el bolchevique debe mirar a Berlín como el turco miró a Constantinopla, cabeza de puente. Cabeza de puente o cabeza de turco, el destino de Alemania está entre dos fuegos, bastión de cristiandad, con el enemigo a las espaldas. La Providencia quiso que sea este país el muro que pueda contener la horda asiática. Aquí se juega el porvenir de Europa. Si Alemania resiste. Pero para que pueda resistir hay que ayudarle. Venir aquí, formar el frente único. Después, en ocios de campamento, podremos discutir, porque, a semejanza de aquellos templarios de otra edad, adoradores clandestinos de Mahometo, estos templarios de Berlín se han islamizado también un poco. Discusión y aun apóstrofe. Pero todo esto después. Ahora a darle armas, Herriot, en vez de afilar hoces marxistas.
Un día u otro esas hoces vendrán por la cosecha, cuando en Europa la espiga esté madura. Y entonces no han de sentir piedad por las blancas lises. Lises de San Luis, cardos de Hugo Capeto. Siempre el jardín francés fue un triunfo de rosas, y, entre ellas, la planta horrible del galicanismo, aquella que acusó el Dante de haber ensombrecido al mundo entero.

Yo fui radice della mala pianta
Che la terra cristiana tuta aduggia

A sangre y fuego le arranca el florentino esta confesión de sus culpas al Capeto, en lo hondo de un círculo infernal. ¿No oís, franceses, el anatema que os viene de lo alto? ¿No oís el trueno de Dios en la voz airada del Alighieri y de mi Emperador Carlos V? Pensad que entonces os salvó un Rey Católico en Lepanto. Pero hoy ya no hay nadie capaz de hacer lo que han hecho, en la más alta ocasión que vieron los siglos, los españoles.

* Publicado en FE, semanario de la Falange Española, Año II, n°4, el 25 de enero de 1934.

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