«La compra de la República» - Giovanni Papini (1881-1956)
Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia...
La ocasión era buena y el asunto quedó arreglado en pocos días. El Presidente tenía el agua hasta el cuello; su ministerio, compuesto por clientes suyos, era un peligro. Las cajas de la República estaban vacías; imponer nuevos impuestos hubiera sido la señal del derrumbamiento de todo el clan que se hallaba en el poder, tal vez de una revolución. Había ya un general que armaba bandas de irregulares y prometía cargos y empleos al primero que llegaba.
Un agente americano que se hallaba en el lugar me avisó. El ministro de
Hacienda corrió a Nueva York: en cuatro días nos pusimos de acuerdo. Anticipé
algunos millones de dólares a la República y además asigné al Presidente, a
todos los ministros y a sus secretarios unos emolumentos dobles de aquellos que
recibían del Estado. Me han dado en garantía –sin que el pueblo lo sepa– las
aduanas y los monopolios. Además, el Presidente y los ministros han firmado un covenant
secreto, que me concede prácticamente
el control sobre la vida de la República. Aunque yo parezca, cuando voy allí,
un simple huésped de paso, soy en realidad, el dueño casi absoluto del país. En
estos días he tenido que dar una nueva subvención, bastante crecida, para la
renovación del material del ejército y me he asegurado, en cambio, nuevos
privilegios.
El espectáculo, para mí, es bastante divertido. Las cámaras continúan
legislando, en apariencia libremente; los ciudadanos continúan imaginándose que
la República es autónoma e independiente y que de su voluntad depende el curso
de las cosas. No saben que todo cuanto se imaginan poseer –vida, bienes,
derechos civiles– depende en última instancia de un extranjero desconocido para
ellos, es decir, de mí.
Mañana puedo ordenar la clausura del Parlamento, una reforma de la
constitución, el aumento de las tarifas de aduanas, la expulsión de los
inmigrados. Podría, si me pluguiese, revelar los acuerdos secretos de la
camarilla ahora dominante y derribar así al gobierno, desde el Presidente al
último secretario. Y no me sería imposible obligar al país que tengo bajo mi
mano a declarar la guerra a una de las repúblicas colindantes.
Esta potencia oculta e ilimitada me ha hecho pasar algunas horas
agradables. Sufrir todos los fastidios y la
servidumbre de la comedia política es una fatiga bestial; pero ser el
titiritero que detrás del telón puede solazarse tirando de los hilos de los
fantoches obedientes a su movimiento, es una voluptuosidad única. Mi desprecio
de los hombres encuentra un sabroso alimento y mil confirmaciones.
Yo no soy más que el rey incógnito de una pequeña República en
desorden, pero la facilidad con que he conseguido dominarla y el evidente
interés de todos los iniciados en conservar el secreto, me hace pensar que otras naciones, y tal vez más vastas e importantes que mi
República, viven, sin darse cuenta, bajo una dependencia análoga de soberanos
extranjeros. Siendo necesario más dinero
para su adquisición, se tratará, en vez de un solo dueño, como en mi caso, de
un trust, de un sindicato de negocios, de un grupo restringido de capitalistas
o de banqueros.
Pero tengo fundadas sospechas de que otros países
son gobernados por pequeños comités de reyes invisibles, conocidos solamente
por sus hombres de confianza que continúan recitando con naturalidad el papel
de jefes legítimos.
* En «Gog - El libro negro», Ed. Círculo de Lectores, Barcelona, España, 1969, págs. 112-113.
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