«El sentido humano y cristiano del campo» - Guillermo Gueydan de Roussel (1908-1996)

«...La Escritura y la razón nos enseñan que el hombre se debe conducir frente a la naturaleza como un señor frente a sus servidores. No posee sólo derechos sobre ella; tiene también deberes. Ha de amarla y respetarla, no al modo de los románticos que divinizan la naturaleza, sino como cristiano, sabiendo que el verdadero amor está en la unión con Dios...»[1].

Los acontecimientos decisivos de la historia, desde la Creación hasta el Juicio Final, han sido y serán siempre el efecto de una intervención divina. Tal intervención se concreta personalmente o por medio de los hombres. Por esta razón la historia merece ser llamada Gesta Dei per homines.

Dios y el campo
Hay un lugar sobre la tierra donde el Creador interviene con preferencia: es el jardín o, de manera general, el campo. En el Jardín del Edén Dios se manifestó como Creador y Juez; en el Huerto de los Olivos dio comienzo a los momentos culminantes de la obra de la Redención o re-creación del hombre. Luego Jesucristo y su divina Madre eligieron principalmente el campo como lugar privilegiado de sus revelaciones privadas, sea la Colina de Tepeyac, La Salette, Luján, la Cova de Iría, y los testigos de dichas apariciones fueron siempre campesinos. La naturaleza que ha sufrido tanto por el pecado de Adán y que sigue sufriendo cada vez que el hombre viola las leyes eternas de la creación merece de algún modo este privilegio. Ahora bien, todas esas apariciones cuyo teatro ha sido el campo, han ejercido una influencia decisiva sobre la historia, sea enderezando su curso, sea anunciando acontecimientos futuros. De Bonald podía escribir con razón: «Es en el seno de la naturaleza y no en las bibliotecas de los sabios donde hay que buscar las leyes inmutables que el Autor de la naturaleza y el Padre del género humano dio a las sociedades como fundamento de su existencia»[2].

Visión sobrenatural de la naturaleza
En el Sermón de la Montaña, donde se exponen los fundamentos de la Ciudad de Dios y las consecuencias de su rechazo, Nuestro Señor nos recomienda abrir nuestros ojos sobre la creación: «Mirad las aves del cielo... Contemplad los lirios del campo» (Mt. 6,26 y 28). Todos los Santos, desde los Apóstoles hasta los grandes pensadores católicos, han seguido esta recomendación, contemplando con religiosa admiración los símbolos de las verdades teológicas que Dios ha esparcido en la naturaleza. Como dice San Pablo, «desde la creación del mundo, las perfecciones invisibles de Dios, su eterno poder y divinidad, son conocidos mediante sus obras visibles, merced al conocimiento que de ellos nos dan sus creaturas» (Rom. 1,20). «Abre tus ojos –dice San Buenaventura–, apresta el oído de tu alma, desliga tus labios, aplica tu corazón: todas las creaturas te harán ver, loar, amar, servir, glorificar y adorar a tu Dios», y San Máximo de Turín: «Imita a las aves pequeñísimas que mañana y tarde dan gracias al Creador»[3]. En su tratado «Del conocimiento de Dios y de sí mismo», Bossuet incluyó un capítulo bajo el título de «Cómo la sabiduría de Dios aparece en los animales». «Cada animal –escribe– está encargado de su representación». Lo mismo se puede afirmar de las plantas. Por ejemplo Santa Catalina de Siena decía que «el árbol que hunde sus raíces en la tierra es la naturaleza divina unida a la tierra de nuestra humanidad»[4]. Para San Agustín, el hombre muerto al pecado y unido a Jesucristo es semejante a «los árboles que el rigor del invierno ha despojado de todas sus hojas: parece que no tienen más vida, pero la conservan en sus raíces bajo la nieve y el hielo para revivir en la primavera»[5].

Las flores siempre han encantado a las personas religiosas. Ellas ven en las flores, como en todo lo que es bello, el resplandor de la Verdad. Santa Teresa de Lisieux decía que la flor era la sonrisa de Dios y, acariciándola, Santa Teresa de Ávila exclamaba: «Bendito sea el que te ha creado». Ana Catalina Emmerich, a quien «todas las formas, todos los colores, y hasta las nervaduras de las hojas inspiran profundos pensamientos», como decía ella misma, creía que «cuando las flores se marchitan, Dios retoma los colores y el perfume que les había dado».

El mar a su vez ofrece grandes lecciones de teología y de moral a los que lo contemplan con los ojos de la fe. San Ambrosio decía que «el mar es una Escritura divina, conteniendo en sí sentidos profundos y la elevación de los misterios proféticos»[6]. Y San Agustín: «El mar es una perfecta imagen del siglo y de todos los hijos de Adán hundidos en el abismo de la corrupción donde nacen... Su profundidad y su extensión nos representan esta pasión vaga e inquieta de la curiosidad... Las tempestades son la imagen del orgullo del hombre que sube siempre más arriba... y las olas agitadas indican la inestabilidad del espíritu sujeto a la sensualidad y a la agitación continua de sus pasiones»[7].

Ya desde la Antigüedad, el hombre que habita el campo siempre ha sido considerado como un privilegiado. Varios emperadores romanos se honraban de cultivar su quinta. Cicerón decía que ninguna profesión era superior a la del agricultor, ninguna era más fecunda, más agradable y más digna de un hombre libre[8]. Sin embargo, nadie como el Cristianismo ha celebrado las virtudes del campesino y las ventajas espirituales de la vida agraria. Para el apóstol Santiago, el labrador es un modelo de paciencia: «Mirad –dice– cómo el labrador, con la esperanza de recoger el precioso fruto de la tierra, aguarda con paciencia las lluvias tempranas y las tardías» (Sant. 5,7). Él ejercita una especie de reflejo de las tres virtudes teologales: la fe, confiando generosamente las semillas a la tierra, la esperanza, en la expectación de que germinen, y la caridad, dando gracias al Señor que es quien da el crecimiento, como dice San Pablo (cf. I Cor. 3,7). «Con razón –escribe San Agustín– creemos que el cultivo de las plantas y de los árboles ha sido la ocupación del primer hombre en este jardín de delicias donde fue creado. Pues ¿qué hay más inocente que este trabajo para los que tienen tiempo de ocuparse de él, o más capaz de elevar hacia Dios el espíritu de los que poseen una luz suficiente para profundizar todas las maravillas veladas en el curso ordinario de la naturaleza?»[9]. Según Casiodoro, la agricultura es la única profesión que permite ganar honestamente su vida: «La adquisición de oro y riquezas por medio de la guerra –dice– es injusta; por el comercio marítimo es peligrosa; por el engaño es vergonzosa; pero por la agricultura, es lícita, pues se trata de una ganancia honesta que no lesiona a nadie»[10].

El arado, que es el emblema del labrador, tiene un sentido místico. Es una imagen de muy antigua data en la patrística. «El buen agricultor –dice San Máximo de Turín– cuando remueve la tierra para sacar de ella su propio alimento, no lo hace sino por el signo de la cruz... porque la misma disposición del arado es una suerte de semejanza de la Pasión del Señor»[11]. Y San Gregorio Magno, en la vida de San Sérvulo, escribe: «La buena tierra que había sido rota con el arado de la tribulación, dio fruto y copiosa cosecha que fue recogida en el granero del Señor».

Interpretación filosófica de la visión sobrenatural de la naturaleza
Consideremos ahora el sentido profundo de esa visión cristiana del campo. La Escritura y la razón nos enseñan que el hombre se debe conducir frente a la naturaleza como un señor frente a sus servidores. No posee sólo derechos sobre ella; tiene también deberes. Ha de amarla y respetarla, no al modo de los románticos que divinizan la naturaleza, sino como cristiano, sabiendo que el verdadero amor está en la unión con Dios. El que busca su propia unión y la de su prójimo con Cristo ejerce la caridad que nos ordenó el Señor cuando dijo: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mt. 22-40).

Ahora bien, la naturaleza, nuestra hermana mortal, creada para la gloria de Dios[12], desea también gozar de esta unión espiritual con su Creador, y el ministro de esta unión es el hombre, imagen de Dios. Frente al hombre todos los animales experimentan amor y miedo. Por eso la visión sobrenatural del campo, de la cual he recordado algunas manifestaciones, no es un puro acto sentimental sino un mandato divino. Hasta el fin de la Edad Media los creyentes han asociado siempre los objetos de la Creación con los grandes misterios de la religión[13].

Hoy en día son muy pocos los que prestan atención al sentido místico de los animales, de las plantas y de las actividades agrícolas. Ya no se intenta ver a Dios en la Creación. Poco importa que la agricultura sea una ocupación santificante, que los pájaros alaben al Señor o que el arado simbolice la Pasión. Cuando se contempla las aves del cielo o los lirios del campo, es únicamente con el propó­sito de estudiarlos en sí mismos, como hacen los libros de historia natural o de botánica. Se estudia muertos y se mata para conocer. Adviértese aquí una rivalidad y lucha sin cuartel entre las verdades teológicas y las pseudo-verdades científicas; y quienes deberían ser los apologistas y defensores de las primeras se avergüenzan cobardemente ante el numeroso ejército de los egresados de las universidades, ingenieros, químicos, antropólogos, sociólogos, etc., que les imponen silencio. Es el «Silete teologi» del Renacimiento.

Cuando los ciudadanos visitan el campo, los guías turísticos les hacen admirar represas, usinas, puentes, rutas asfaltadas, hoteles, en una palabra, realizaciones de la industria humana. Les interesan las creaciones del hombre, pero la Creación de Dios no les inspira ningún pensamiento elevado. El propio campesino que trabaja con herramientas mecánicas tiene toda su atención ocu­pada en las múltiples exigencias de la máquina. Cuando conducía bueyes o caballos él les hablaba con la autoridad que Dios le había dado sobre los animales, sin preocuparse de su anatomía: era amo y señor, ahora fácilmente se vuelve esclavo.

Consecuencias del abandono de esa visión sobrenatural
Históricamente el cambio empezó con el Renacimiento. Su principal vocero, Bacón de Verulam, estimaba que la Redención del hombre fue incompleta, que Jesucristo no le había devuelto la ciencia de Adán, ni su poder sobre la naturaleza, y que únicamente por las ciencias y las artes el hombre podría recuperar el dominio del mundo. ¡Qué lejos estaba de la Verdad según la cual «se­ñor del mundo es el que destruye su inclinación oculta hacia sí mismo»[14]! La mayor parte de los «sabios» postrrenacentistas han pecado de orgullo. Renán, por ejemplo, decía que la química podría llegar a «producir alimentos superiores a los que dan las plantas y los animales del campo»[15].

El Santo Padre, en una homilía del 24 de octubre de 1979, condenó esta pretensión: «Es por la agricultura –decía– que el hombre domina la naturaleza». Ahora bien: ¿De qué sirve hoy dominar la naturaleza si ella está maldita por los pecados del hombre? ¿Si la tierra se vuelve estéril y llena de espinas? ¿Si los bosques se secan? ¿Si el agua está contaminada? ¿Si el sol no calienta más que desiertos? Hoy la naturaleza sufre como sufrió después del pecado de nuestro primer padre. «Maldita sea la tierra por tu causa» (Gen. 3,17), dijo Dios a Adán. Y la pobreza obliga a las familias de agricultores a huir del campo para buscar seguridad en las ciudades. «El campesino –escribía Teodoro Herzl en 1885– es una figura condenada a desaparecer»[16]. Ha vendido su tierra, sus montes y sus animales, a fin de procurarse un medio de transporte: un auto. De sedentario se ha vuelto nómade. Se dijo a sí mismo, como otrora Adán: «Andaré errante y fugitivo por el mundo» (Gen. 4,14). Y no retornará más al campo pues, como Jesús, los pueblos nacen en el campo y mueren en la ciudad.

Tal es la dramática consecuencia de la ausencia de Dios en nuestro campo. Sin la unión con el Dios eterno e inmutable, sin la unión con Cristo, no hay vida, ni estabilidad sobre la tierra, en el campo, la sociedad o el gobierno.

La revolución del mundo moderno y el campo
Hemos visto cómo nuestros paisanos, después de haber perdido la visión sobrenatural del campo, se sintieron atraídos por la esperanza de las riquezas, del confort y del lujo que les prometía la ciudad, y así poco a poco fueron abandonando la tierra. El gobierno soviético quiso realizar por la fuerza el éxodo de los aldeanos hacia la ciudad transformando al paisano en un fugitivo y un nó­mada, a fin de realizar el colectivismo socialista ateo. El «hombre nuevo» soviético es ante todo un ciudadano: lo opuesto al hombre creado por Dios en un jardín, lo opuesto a Jesucristo, que nació rodeado de los símbolos de la vida campesina. Desafiando la ley histórica según la cual los pueblos nacen en el campo y se extinguen en la ciudad, los Soviets pretendieron que su «hombre nuevo» naciese en las ciudades.

La Revolución Francesa había ya inaugurado el triunfo de la ciudad sobre el campo con la boga del «Citoyen». La ciudad se convirtió en el nuevo paraíso. Música y Luz eran antes los símbolos del cielo; ahora se volvieron atributos de la ciudad: «Son et Lumiére», París «Ville Lumiére».

Hasta la Revolución, la sociedad francesa era una sociedad agraria. Lo nobleza hundía sus raíces en la tierra. Como decía un historiador del siglo XVI, Etienne Pasquier, «nuestros hidalgos lla­maron ‘vilains’ a los que habitan blandamente en las ciudades, como si fueran cosas incompatibles ser noble y establecer su residencia en las ciudades donde se vive en delicias y ociosidad»[17]. Le Play, en su profunda obra sobre La reforme sociale en France (1864), observaba que «el brillo que han derramado en Francia en los siglos XV y XVI tantos ilustres magistrados me parece deberse sobre todo a su situación de propietarios agrarios, que administran personalmente grandes latifundios»[18].

De Bonald (1753-1840), uno de los mejores críticos de la Revolución Francesa, a la que conoció de cerca, estimaba que la consecuencia más decisiva de dicha revolución fue el nacimiento de la sociedad industrial urbana opuesta a la antigua sociedad agraria. «Es con la esperanza de to­mar algún día a su cargo esta población superabundante de las ciudades –dice–, que un partido en Europa fomenta el desarrollo exagerado de la industria, con la seguridad de dar trabajo a esos brazos desocupados en el taller inmenso de la industria revolucionaria..., pues para destruir todos sirven»[19]. Como escribe el P. Alfredo Sáenz, «el revolucionario no conoce sino una ciencia, la de la destrucción»[20]. Según de Bonald, la oposición entre el agricultor y el industrial reside en el hecho de que «la familia agrícola es sedentaria, en cambio la familia industrial es móvil»; «la primera espera todo de Dios, la otra recibe todo del hombre»[21]. Otro historiador, Emmanuel Malynski, precursor y maestro de León de Poncins, enunció de la manera siguiente los caracteres distintivos de la ciudad y del campo: «La vida urbana es ya una suerte de iniciación en la vida cívica o republicana, un noviciado para toda verdadera democracia... En cambio la vida de campo fomenta el deseo primitivo de dominar la naturaleza, la necesidad de mantenerse distinto, autónomo, original, y no permite convertirse en un artículo confeccionado en serie»[22].

Al igual que la antigua Francia, «el imperio ruso era un estado rural»[23]. Ahora bien, la políti­ca agraria de la revolución marxista se propuso precisamente desarraigar y descristianizar al campe­sino para transformarlo en un «artículo confeccionado en serie» (Colectivismo). Como escribe el P. Sáenz en el libro arriba mencionado, «el intento era convertir al aldeano en un obrero fabril, hacerlo proletario»[24]. Para llegar a eso, hubo de provocar por la fuerza el éxodo de los campesinos hacia la ciudad, deportarlos en masa a los campos de concentración, o si no... liquidarlos físicamente. Fue un gigantesco genocidio. El aldeano ruso, «con su fe religiosa y sus inquebrantables virtudes éticas»[25] era, en efecto, un obstáculo contra la revolución marxista.

Las dos grandes revoluciones modernas, la francesa y la soviética, tienen rasgos comunes, pues tienen un mismo padre: Lucifer.

Nos resta la esperanza de que Cristo o la Santísima Virgen se hagan de nuevo presentes en nuestro campo, lugar elegido desde siempre por sus apariciones e intervenciones en la historia del hombre.

*En «Revista Gladius», Año 6 – N° 17 – 15 de abril -1989, pp. 73-79.


[1] Escrito en 1989, este párrafo guarda plena coincidencia con lo recientemente expuesto por S.S. León XIV en su mensaje a los obispos de la región amazónica, reunidos en Bogotá, Colombia, del 17 al 20 de agosto de 2025. Entre otras cuestiones no menos importantes, les manifestó «que nadie destruya irresponsablemente los bienes naturales que hablan de la bondad y belleza del creador, ni, tanto menos, se someta a ellos como esclavo o adorador de la naturaleza, ya que las cosas nos han sido dadas para conseguir nuestro fin de alabar a Dios y obtener así la salvación de nuestras almas». (Nota de «Decíamos ayer...»).
[2] Teoría del Poder, Lib. III, Cap. VIII.
[3] Cr. A. Sáenz, Los misterios gloriosos de Cristo en los sermones de San Máximo de Turín, en Mikael, XXVI, p. 50.
[4] El Diálogo.
[5] Ps. XVI
[6] Epist. 44 ad Const. Episc.
[7] Confesiones, Lib. XIII, Cap. 20.
[8] De Offic.
[9] De Gen., Lib. VIII, Cap. IX.
[10] Epist.
[11] Cf. A. Sáenz, Pasión y Muerte de Cristo en los sermones de San Máximo de Turín, en Mikael, XII, p. 107.
[12] «Dios es Padre y Señor de todas las creaturas: –escribe Santa Catalina de Siena– las hizo para que ellas alaben su santo nombre y contribuyan a su gloria» (El Diálogo).
[13] Entre nosotros esta costumbre se mantuvo viva en la Hermandad de Nuestra Señora de las Pampas, fundada en 1942 por Luis Gallardo con el fin de transformar el campo en una «fortaleza de la fe».
[14] «Dominus mundi est qui destruat occúltam inclinationem ad seip-sum» (Imitación, Lib. III, Cap. Lili).
[15] Diálogos, 1871.
[16] El Estado judío, p. 17.
[17] Des recherches de la France, 1567.
[18] T. I, p. 74.
[19] De la famille agricole et de la famille industrielle, 1810.
[20] De la Rus’ de Vladimir al «hombre nuevo» soviético, p. 280.
[21] Op. cit.
[22] La Pologne nouvelle, 1931.
[23] Alfredo Sáenz, op. cit., p. 101.
[24] Ibíd., p. 219.
[25] Ibíd., p. 100.

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