«La cultura española y la Conquista de América» (I) - Juan P. Ramos (1878 -1958)

En esta semana de un nuevo aniversario de la hazañosa victoria cristiana en la batalla de Lepanto, del «Día de la Raza», «Día de la Hispanidad», ofrecemos el texto de esta magnífica y esclarecedora conferencia[1], como homenaje y agradecimiento a España, y a sus conquistadores y misioneros, que llevaron adelante –al decir de Francisco López de Gomara– «la mayor cosa después de la creación del mundo, sacando la Encarnación y muerte del que lo crio», que fue el descubrimiento, la conquista y evangelización de América.

Debido a su extensión lo haremos en dos entregas sucesivas. Y adjuntaremos, con la segunda, Dios mediante el próximo jueves, el texto completo para el lector que desee descargarlo.

En tierras de lengua castellana, el día de la raza debe tener la significación de un símbolo de la gloria española.

América es España en cuerpo y espíritu inmortal, aunque no sea español todo el continente. Un 12 de octubre despierta en el alma, con su solo nombre, la aventura increíble de las tres carabelas que descubrieron un mundo bajo el pendón de la cruz de Castilla. Todo lo que vino, tras los pasos de España, a tierras de América, por grande que haya sido en aventura portuguesa, francesa, holandesa o inglesa, no hace más que enaltecer la significación de aquel día en que España redondea, por primera vez, el ámbito de la humanidad.

Es el comienzo de una nueva historia. Es el alba de una civilización universal. Es el cumplimiento de la orden que dio la palabra evangélica de Nuestro Señor Jesucristo a la fe de sus Apóstoles. España aparece aquel día como el anticipo de un designio sobrenatural. Era la única nación de Europa que no había traspuesto sus fronteras, en guerras con las demás, porque llevaba siete siglos librando su cruzada de la reconquista, desde Covadonga hasta Granada. No era siquiera una nación, sino, por el azar de un casamiento, una unión temporal entre un rey de Aragón y una reina de Castilla. Parece vivir ajena a la frenética conmoción del siglo XVI en que cada pueblo arde en contiendas dinásticas, hegemonías políticas, problemas de cultura, ambiciones comerciales. Entre tantos ruidosos protagonistas de la historia, España era apenas un nombre. Su destino natural debía circunscribirse dentro de sus fronteras. De repente, vencido el último rey moro, sus naves igualan y exceden la grandeza descubridora de Portugal, en una empresa que coloca a España en la cúspide imperial de la historia del mundo.

No era un azar del destino. Dios había puesto en el alma de Portugal y España, aislados por el Pirineo y el mar, un destino imperial semejante, que abarca, en el acto, la inmensidad de la tierra. El de España consistió en traer a América el esfuerzo poblador más vasto y de aspiración más alta que haya tenido hasta hoy el hombre.

Yo sé que estoy diciendo palabras que han de herir prejuicios de mucha gente. No importa. España, por haber sido tan grande, tan desmesurada en cuanto pensó, soñó y ambicionó, tuvo también, para ser grande hasta en eso, la suerte de merecer que el odio de sus enemigos la cubriera de un manto de ignominias. Para millones de gentes, España es el monstruo de la historia. Tiranizó los pueblos. Persiguió a la cultura. Suprimió toda libertad humana. Fue fanática, cruel, implacable, orgullosa, sanguinaria, anárquica, despótica. Permanentemente ardían en sus ciudades hogueras donde morían a montones las víctimas de la Inquisición. Sus ejércitos eran el azote de la humanidad. Sus conquistadores sacrificaban a la sed del oro los indios de América en trabajos atroces. Sus misioneros religiosos eran tan duros como sus soldados. La civilización moderna no debe a España un solo beneficio. En los cien años de su hegemonía universal llegó a ser el símbolo de la tiranía, el fanatismo, la intolerancia, la dominación brutal del hombre por el hombre. La desgracia del mundo fue que América llegara a ser descubierta y poblada por la raza española.

Esta es la leyenda negra de España. La escribieron los enemigos que la temían por su grandeza, la odiaban por su esplendor, la mancillaban por la pureza de su fe, la perseguían por tener la mejor literatura, los santos más universales, los héroes más invencibles, las empresas más prodigiosas, el idioma más señorial, el imperio más vasto que haya nacido bajo el sol que nunca se ponía en los dominios de su rey. Todos los cismáticos de Roma se ensañaron contra España, todos los ambiciosos de Europa, todos los piratas de la tierra y del mar también, porque España era, en el turbulento siglo XVI, un muro de contención de las fuerzas del mal, que se desataban en la agonía de la Edad Media, dando paso a la aurora roja del Renacimiento.

«La primera playa» - Ferrer Dalmau

La conquista de América fue el resplandeciente destino encomendado por la voluntad de Dios a la raza española. España lo cumplió con fortaleza de heroísmo y con alma de santidad. El héroe de España fue el que todas las lenguas llaman «el Conquistador». La tierra de España los creó a montones. Todos tuvieron una increíble y magnífica grandeza que el mundo no había conocido, hasta entonces, fuera de España, y que jamás conoció después. Para no repetir elogios de españoles traduciré una frase de un reciente historiador norteamericano, Erna Ferguson, en el prefacio de un libro publicado en 1938 sobre The adventure of don Francisco Vázquez de Coronado. Dice así: «Nosotros nos imaginamos que el conquistador español iba en busca del oro, como lo hicieron los hombres de todos los tiempos. Sin embargo, él se inspiraba, también, en el deseo de extender los beneficios del cristianismo a los más remotos confines de la tierra. Este impulso misionero fue en gran parte lo que motivó, al fortificar su alto valor personal, su atributo de ser invencible. Por diferentes que sean los tiempos, los hombres valientes son idénticos en todo, pero, nunca hubo empresa más valiente que la expedición llevada por Coronado, desde Compostela, en la región tropical de Méjico, hasta las praderas de Kansas». Tiene razón el escritor norteamericano, pero sólo a medias. Hubo en la América española tantas empresas increíbles y magníficas como conquistadores que las emprendieran. Bastaría citar, nada más, desde el punto de vista argentino, la entrada de la gente de Diego de Rojas desde el Cuzco hasta las márgenes meridionales del Paraná en Santa Fe. El conquistador español era, como lo llamó Leopoldo Lugones, «el transeúnte del mundo». Para él no había distancias, cordilleras, calores de horno ni mesetas heladas. La América inconmensurable y hostil jamás pudo oponer nada inaccesible a su planta vencedora. Sembró de ciudades y rutas los millones de kilómetros que caben desde el centro de los Estados Unidos hasta el Sur de Chile.

La santidad de España se revela en su propósito civilizador, donde brilla, con evidencia irrefragable, el resplandeciente designio de la conquista. Para demostrarlo mejor, comenzaré con dos anécdotas que figuran en las historias norteamericanas. El Dr. James Blair pidió a Mr. Seymour, Procurador General de la Corona, la fundación de un «College» cuyos alumnos, que serían después ministros del Evangelio, salvaran las almas en esa región de Virginia, emporio de los plantadores de tabaco. El Procurador General le respondió con estas indignadas palabras: «que el diablo se lleve vuestras almas. Sembrad tabaco». Esto sucedía más o menos en 1690, cuando hacía más de ciento treinta años que existían las universidades españolas de Méjico y el Perú. Veinte años antes de la airada contestación de Mr. Seymour, la gente de Maryland, que carecía de escuelas, cuando en Méjico hasta los indios sabían leer y escribir, pidió al gobernador Mr. William Berkeley que fundara una. Berkeley les contestó: «Gracias a Dios que no hay escuelas ni imprenta, y espero que no las tendremos ni en cien años, porque la instrucción ha traído al mundo la desobediencia, herejías y sectas, en tanto que la imprenta las ha divulgado en libelos contra el buen gobierno. Que Dios nos libre de una y otra cosa».

Si estas frases se hubieran proferido por boca de gobernantes españoles, la leyenda negra las habría estampado en enormes mayúsculas injuriosas sobre la barbarie que trajo España a la América que conquistó. Sin embargo, nada más evidente que el espíritu cristiano de civilización que inspiró el pensamiento de España en el gobierno de las Indias. Para no afirmarlo yo, os daré una opinión norteamericana. El historiador Lesley Bird Simpson, dando una conferencia en la universidad de California, respecto al ideal inspirador de España en la colonización de sus provincias de América, dijo que consistió «en hacer del Nuevo Mundo una verdadera Ciudad de Dios». Agrega luego en forma de explicación: «Nadie se atrevería a sostener que la conquista española, como todas las conquistas, no tuvo sus brutalidades, y que su experimento sociológico no fue generalmente mal pensado y hecho al azar; pero, sin rumbo, seguramente no lo fue». Es una frase acertada y cabal. Los hombres de España se equivocaron frecuentemente en la obra humana y falible de abarcar, a través del océano, a un mismo tiempo, la fundación de ciudades, los cultivos agrícolas, la riqueza minera, el establecimiento de industrias, el transporte de animales y plantas, la instalación de puertos y astilleros, la cristianización del indio, la organización de la justicia, los controles administrativos, las misiones religiosas, las entradas de descubrimiento, la creación de escuelas, colegios y universidades. La prueba es que ya existen, al comenzar el 1600, las ciudades costeras y mediterráneas que son hoy orgullo de nuestra grandeza, y que tres de ellas tenían iglesias, universidades, palacios y hospitales. Mas todo esto era tan inconmensurablemente vasto en los ámbitos de lo material y lo espiritual, que no hubo error que no se haya cometido, y que no se justifique, también, con los miles de empresas y fundaciones en las que no hubo error alguno.

«Los doce apóstoles de México» - Ferrer Dalmau

Abrid un mapa de América, a mediados del siglo XVIII. Hallaréis en el Norte una estrecha faja de costas donde aparecen, junto al mar, trece colonias inglesas. Cabrían juntas, sobrando espacio, en América central. Al Norte, Oeste y Sud de ellas hallaréis un inmenso territorio francés que une el Canadá actual, con gran parte de los Estados Unidos, hasta el golfo de Méjico. Francia lo perdió más tarde porque sus gobiernos no tuvieron la comprensión inglesa o española del valor de aquel imperio ultramarino. Por eso nunca llegó a tener importancia cultural la experiencia pobladora de Cartier, Champlain, Cavelier de la Salle, el Padre Marquete. El resto del continente es español o portugués. Sólo España explora y puebla lo suyo con rapidez asombrosa. Parece exceder los posibles humanos cuando uno considera el tiempo, la distancia, los medios empleados y las dificultades resueltas. Se juntaron, para lograrlo, heroísmo en la conquista y santidad en la colonización.

En las provincias americanas de España hubo esclavos negros, y en las colonias inglesas, también. En las españolas jamás se vendieron esclavos blancos, como en las inglesas, donde muchas veces llegaron barcos como uno de 1652, trayendo una fragua, utensilios domésticos y prisioneros escoceses, que fueron vendidos a los colonos «como los caballos en las ferias», según dice textualmente la Crónica de Suffolk. Era un hecho muy repetido. Cualquiera puede comprobarlo en historias inglesas y norteamericanas. Se enviaron de Inglaterra a América, como esclavos, no sólo los prisioneros escoceses, sino también los realistas de Carlos 1° vencidos en la batalla de Worcester, como igualmente multitud de católicos irlandeses, que fueron vendidos en las colonias del Norte y las islas del mar Caribe, en beneficio de personajes influyentes.

España, en cambio, ni siquiera esclavizó al indio. Quien lo dude lea, por ejemplo, los Studies in the administration of the in New Spain del ya citado Lesley Bird Simpson o la obra del historiador mejicano Silvio Zabala, Fuentes para la historia del trabajo en Nueva España, donde podrá aprender que España, con todos sus errores, hizo cuanto pudo para mejorar la situación del indígena. Lesley Bird Simpson, en su conferencia de California, dice sobre el repartimiento del trabajo, que fue «invención, notable en su ingeniosidad, por la cual los indios, sin sacrificar su natural libertad, podían ser forzados a aceptar las obligaciones del ciudadano, en este caso el trabajo». Nadie que conozca, aunque sea superficialmente, la historia de América entera, podrá reprochar a España un ápice más de lo que hicieron la administración inglesa, francesa, portuguesa u holandesa en sus propias colonias americanas. Y para demostrarlo mejor al más ciego o torpe enemigo de España, basta la obra de legislación, orgullo del ser humano, que se llama las Leyes de Indias.

[...]

(Continuará)

* En «Revista Sol y Luna» , N° 9, Buenos Aires - 1949, págs. 29-48. 


[1] Leída en el acto organizado por el Consorcio de Médicos Católicos de Buenos Aires, el 12 de octubre de 1942, en celebración del Día de la Raza.

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