«El ayuno que agrada al Señor» - P. Gabriel de Santa María Magdalena O.C.D. (1893-1952)
«El ayuno, como cualquier otra forma de penitencia corporal, tiene como
fin realizar un desprendimiento más profundo de las satisfacciones terrenas,
para que el corazón esté más libre y sea más capaz de saborear las alegrías de
Dios y por lo tanto de la Pascua del Señor»
A través de la palabra del Señor
la Iglesia adoctrina a sus hijos sobre el verdadero sentido de la penitencia
cuaresmal: «Inútilmente se quita al cuerpo el alimento si el espíritu no se
aleja del pecado» (S. León M. 4 Sr. de Cuadr.). Si la penitencia no lleva al
esfuerzo interior que elimina el pecado y a practicar las virtudes no puede ser
agradable a Dios, que quiere ser servido con corazón humilde, puro, sincero. El
egoísmo y la tendencia a afirmar el propio yo impulsan al hombre a querer ser
como el centro del mundo, pisoteando la ley de los derechos de los demás y
trasgrediendo por lo tanto la ley fundamental del amor fraterno. Por eso,
cuando los hebreos se privaban del alimento, se acostaban con saco y ceniza,
pero seguían maltratando al prójimo, fueron severamente recriminados por el
Señor y sus actos penitenciales despreciados. Poco o nada vale imponerse
privaciones corporales si uno después es incapaz de renunciar a los intereses
propios para respetar y favorecer los del prójimo, de dejar los puntos de vista
personales para seguir los de los demás, si no se busca vivir pacíficamente con
todos y soportar con paciencia los reveses que recibimos.
La Sagrada Escritura señala con
precisión que es la caridad lo que hace agradables los actos de penitencia:
«¿Sabéis qué ayuno quiero yo? Dice el Señor: partir tu pan con el hambriento,
albergar al pobre sin abrigo, vestir al desnudo y no volver tu rostro ante tu
hermano. Entonces brotará tu luz como aurora, y pronto germinará tu curación»
(Is 58, 6-8). Así la luz de la buena conciencia resplandecerá delante de Dios
y de los hombres y la herida del pecado será curada por un amor verdadero a
Dios y a los hermanos.
2.– Un día los discípulos
del Bautista, sorprendidos de que los seguidores de Jesús no observasen como
ellos el ayuno, preguntaron: ¿Cómo es que tus discípulos no ayunan? Y Jesús les
contestó: «¿por ventura pueden los compañeros del novio llorar mientras está el
novio con ellos?» (Mt 9, 15). Para los hebreos el ayuno era señal de dolor, de
penitencia; y se practicaba especialmente en las épocas de desgracia con el fin
de alcanzar la misericordia de Dios o para manifestar el arrepentimiento de sus
pecados. Pero ahora cuando el Hijo de Dios se encuentra en la tierra celebrando
sus bodas con la humanidad, el ayuno parece un contrasentido: de los discípulos
de Jesús es más propio la alegría que el llanto. El mismo Cristo vino a
liberarles del pecado; por eso su salvación más que en las penitencias
corporales está en la apertura total a la palabra y a la gracia del Salvador.
Esto no quiere decir que Jesús haya desterrado el ayuno; antes bien, el mismo
Jesús nos enseñó con qué pureza de intención debe ser practicado, huyendo de
toda forma de ostentación externa que busque la alabanza de los demás: «Tú
cuando ayunes, úngete la cabeza y lava tu cara, para que no vean los hombres
que ayunas, sino tu Padre... y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará»
(Mt 6, 17-18). Y ahora el Señor dice a los discípulos del Bautista: «Pero
vendrán días en que les será arrebatado el novio, y entonces ayunarán» (Mt 9,
15). El festín de bodas, de que Jesús habla comparándose a sí mismo con el
novio y a sus discípulos con los invitados, no durará mucho; una muerte
violenta arrebatará al novio y entonces los invitados, sumergidos en el llanto,
ayunarán.
Sin embargo el ayuno cristiano
no es sólo señal de dolor por la lejanía del Señor; es también señal de fe y de
esperanza en él que se queda invisiblemente en medio de sus amigos, en la
Iglesia, en los sacramentos, en la palabra y que un día volverá de manera
visible y gloriosa. El ayuno cristiano es señal de vigilia, una vigilia alegre
«en la bienaventurada esperanza de la manifestación gloriosa del gran Dios y
Salvador nuestro, Cristo Jesús» (Tt 2, 13). El ayuno, como cualquier otra forma
de penitencia corporal, tiene como fin realizar un desprendimiento más profundo
de las satisfacciones terrenas, para que el corazón esté más libre y sea más
capaz de saborear las alegrías de Dios y por lo tanto de la Pascua del Señor.
Entre las limosnas que se han de hacer, me
mandas que dé pan al que tiene hambre; y tú, para dárteme en alimento a mí, que
estoy hambriento, te entregaste a ti mismo en manos de los verdugos. Me mandas
que acoja a los peregrinos, y tú, por mí, viniste a tu propia casa y los tuyos
no te recibieron.
Que te alabe mi alma, porque
tan propicio te muestras a todas mis iniquidades, porque curas todos mis males,
porque arrebatas mi vida a la corrupción, porque sacias con tus bienes el
hambre y la sed de mi corazón.
Haz que mientras ayuno, yo
humille mi alma al ver cómo tú, maestro de humildad, te humillaste a ti mismo,
te hiciste obediente hasta morir en una cruz. (San Agustín, Sermón. 207, 1-2).
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