«La Hispanidad» - Rafael Gambra (1920-2004)
«...Obra de españoles, fue la única colonización de la historia que no se llevó a cabo como sobre algo ajeno o extrínseco sino con una ya inicial interpenetración de razas y una transmisión profunda e indeleble de la fe cristiana».
Se inspiró este vocablo en el término Cristiandad
que designó durante muchos siglos al conjunto de pueblos que aglutinó y
civilizó la Iglesia durante la Alta Edad Media. Más o menos lo que hoy
conocemos por Europa Occidental. El término tenía un significado territorial y
cultural-religioso. La Cristiandad poseía una unidad religiosa en el
cristianismo preluterano y una cierta unidad política en la diarquía
Pontificado-Imperio. El Pontífice y el Emperador eran reconocidos en su seno
como las máximas autoridades en lo religioso y en lo civil, sin perjuicio de la
mayor o menor independencia que poseían los príncipes y señores territoriales.
La Cristiandad poseía una lengua culta común, el latín, e instituciones comunes
inspiradas por el genio del cristianismo. Sostenía también empresas comunes
como las Cruzadas en Oriente y la Reconquista de España en Occidente.
En los albores de la Modernidad, poco antes de que la Reforma y las guerras
de religión rompieran la unidad de la Cristiandad, se operó, con el
descubrimiento de América, una rápida extensión de la Cristiandad católica a
los inmensos territorios del otro lado del Océano. Aquel rebrote civilizador se
realizó de modo semejante a como la Iglesia penetró de su fe y aglutinó, un
milenio antes, al complejo mundo romano germánico. Obra de españoles, fue la
única colonización de la historia que no se llevó a cabo como sobre algo ajeno
o extrínseco sino con una ya inicial interpenetración de razas y una
transmisión profunda e indeleble de la fe cristiana. Los reyes de España
consideraron desde un principio a los indios como súbditos suyos y dotaron a
aquellos territorios de las mismas instituciones de la Península y de análogos
templos y universidades. A este mundo nuevo, que hubiera podido llamarse Nueva Cristiandad, es a lo que Maeztu
llamó más propiamente Hispanidad.
Este nombre, sin embargo, ha conocido una difusión cultural de matiz
hispanizante y católico, pero no ha prevalecido como designación de los
inmensos territorios que se extienden desde los confines de California y Nuevo
México hasta el Cabo de Hornos. Durante siglos se conoció a este ámbito como
las Indias Occidentales, Hispanoamérica o América española. El término de
Hispanidad, aparte de su significación cultural y religiosa, pretendía englobar
también a las Filipinas, en Oceanía.
En el siglo pasado se extendió el término Iberoamérica para designar a aquellos países ultramarinos, y el de
Península Ibérica para la Península Hispánica. Se pretendía con esta
designación prerromana, aparte de disimular las connotaciones religiosas e
históricas del hispanismo, englobar en él a Brasil, obra de los portugueses en
América. Nada, sin embargo, más absurdo, puesto que portugueses y gallegos
fueron en su origen celtas o galos, de ninguna manera iberos. Si de algún
nombre hubieran podido legítimamente disentir los brasileños es del de iberos.
No así del de hispanos. Hispania fue esta península en la época romana y
durante toda la Edad Media y avanzada la Moderna. El principal filósofo
portugués del Medievo, que fue Papa al final de su vida con el nombre de Juan
XXI, fue universalmente conocido como Petrus
Hispanus.
Recordemos el famoso «brindis del Retiro» que hizo Menéndez Pelayo con
ocasión del 2° Centenario de Calderón de la Barca: «Brindo por los catedráticos
lusitanos que han venido a honrar con su presencia esta fiesta y a quienes miro
y debemos mirar como hermanos, por lo mismo que hablan una lengua española y
pertenecen a una raza española; y no digo ibérica porque estos vocablos de iberismo
y de unidad ibérica tienen no sé qué de mal sabor. Sí, española, lo
repito, que españoles llamó siempre a los portugueses Camoens; y aún en
nuestros días Almeida Garret, en las notas de su poema “Camoens”, afirmó que “españoles
somos y que de españoles nos debemos preciar todos los que habitamos en la
Península”». Son los mismos sentimientos que animaron a Oliveira Martins y lo que
hizo escribir más tarde a Sardinha: «la unidad hispánica exige que los dos
pueblos se mantengan libres en su gobierno interior aunque unidos militar y
políticamente en defensa de un patrimonio común que a ambos pertenece». Es
también lo que hizo a Oliveira Salazar en uno de sus últimos discursos
referirse a la Península Hispánica como
la meta final de las sucesivas invasiones medievales desde Oriente a Occidente.
Posteriormente ha hecho fortuna una designación del mundo hispanoamericano
aún más absurda e hiriente para la sensibilidad española: la de América Latina. Dos motivaciones pueden
descubrirse en esa exótica designación: la enemistad ancestral de los
anglosajones hacía el nombre y el recuerdo de España, y el prurito de franceses
e italianos por atribuirse parte de la gran empresa civilizadora. Es cierto que
países como Argentina han recibido una fuerte inmigración italiana, pero tales
contingentes humanos llegaron «a la hora de comer», no a la de conquista y
evangelización. Qué tenga que ver la Latinidad con la obra de España en América
es algo de difícil captación.
En la unidad hispánica se fundó la hegemonía de la Península durante el
siglo XVI, y el hispanismo trasladado a aquellas ubérrimas tierras constituye
hoy la principal esperanza humana para la resurrección en el mundo de la fe
católica y, con ella, de la verdadera civilización. Creo, pues, que el nombre
que mejor conviene a ese inmenso ámbito que habla y reza en castellano y en
portugués es el de Hispanidad.
*En «Revista Gladius», Año 8 – N°24 – 15 de agosto -1992, pp.59-61.
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