«Semblanza de Alberto Ezcurra Medrano» - Ricardo Curutchet (1917-1996)
«...su vida pública tomó un rumbo invariable en el orden del servicio de la Fe y de la Patria, dos vocaciones compartidas con igual fervor, lo que hizo de él un arquetipo del nacionalista católico o, dicho de otro modo, del católico nacionalista».
Sin embargo, si bien no tuve le
honor de cultivar su amistad en forma directa, sí de conocerlo y tratarlo en
lugares de frecuentación común como lo fueron los Cursos de Cultura Católica
–sitos ya en la calle Reconquista 572–, en la sede de Restauración
–primer movimiento nacionalista confesamente católico, además de hispanista y
federal– y, pocos años después, en la histórica Santa Casa de Ejercicios de la
calle Independencia al 1100, morada de su capellán, el inolvidable, entrañable
e irrepetible Padre Julio Meinvielle, con quien don Alberto estaba unido por
estrechísimos vínculos de amistad y de recíproca estimación intelectual.
Por entonces –finales de la
década del 30 y comienzos de la siguiente– Ezcurra Medrano ya había dado a luz
tres de sus libros («Las Otras Tablas de Sangre», «Catolicismo y Nacionalismo»
y «La independencia del Paraguay») y, aproximadamente diez años antes y a los
diecinueve de su edad, había formado parte del elenco fundador de «La Nueva
República», integrado por hombres de la talla de Rodolfo y Julio Irazusta,
Ernesto Palacio, César Pico, Tomás Casares, Juan Emiliano Carulla, Lisardo Zía
y Mario Lassaga, primera promoción política del Nacionalismo, personalidades a
las que hay que agregar, con singular recuerdo, a Roberto de Laferrére, casi en
seguida fundador de la combativa Liga Republicana, agrupación convergente con
aquella publicación quincenal en sus propósitos revolucionarios.
Cuando eso ocurría, el joven
Ezcurra Medrano acababa de egresar de este colegio Champagnat, en 1927, como
miembro integrante de su primera camada de bachilleres, y a partir de ese
momento su vida pública tomó un rumbo invariable en
el orden del servicio de la Fe y de la Patria, dos vocaciones compartidas con
igual fervor, lo que hizo de él un arquetipo del nacionalista católico o, dicho
de otro modo, del católico nacionalista; dos substantivos que mutua y
necesariamente se adjetivan, según mi modo de ver. Y según el del mismo Ezcurra
Medrano. Porque a ambos nos ha constado por nuestras respectivas experiencias,
que muchos son los que han llegado al reconocimiento de Dios por la vía de la
intelección de la Argentina, y otros tantos a la profesión del nacionalismo por
las avenidas de la Fe.
Muy temprano se despierta en don
Alberto –en esos años un muchacho veinteañero– su interés por los estudios
historiográficos y genealógicos, de los que da abundantísimos testimonios en
las páginas de publicaciones de la época como El Baluarte, de 1929,
reaparecida en 1933 como Baluarte a secas, a cuyo grupo inicial
perteneció junto con Juan Carlos y Luis G. Villagra, y Mario Amadeo; Crisol;
Revista del Instituto de Investigaciones Históricas Juan Manuel de Rosas
–instituto del que también fue fundador, así como miembro de número de su
Consejo Académico y vitalicio de su Consejo Supremo– y, sucesivamente a lo
largo del tiempo y hasta su muerte en 1982, en La Fronda, Bandera Argentina,
Criterio, Nuevo Orden, El Pampero, El Pueblo, Cabildo diario, Genealogía,
Nuestro Tiempo, Balcón, Presencia, Jauja, Esquiú, Roma, Cabildo revista, Nueva
Política, Sursum y Gladius; citándolas desordenadamente y sólo a las más
conocidas, pues su labor fue ingente hasta el punto de que, a más de los cinco
libros publicados hasta la fecha, incluido el que presentamos hoy, dejó otros
nueve, inéditos.
Aceptado el pensamiento de
Ortega de que cada hombre es él y sus circunstancias, debe decirse que ésta fue
para Ezcurra Medrano, en el orden político, social y también religioso, la del
comienzo y desarrollo de una crisis muy honda, a cuya culminación y desenlace
quizá estemos asistiendo en estos días, entendida la expresión, claro está, en
un sentido muy lato. Habiendo tomado posición desde muy joven, como queda
dicho, en el ángulo de fuego del catolicismo y nacionalismo combatientes y
también en el del revisionismo histórico –a cuyo respecto y en uso de un
criterio judicativo antiliberal e hispanófilo, fue un connotado precursor–, es
oportuno recordar los patronímicos de los hombres con los que naturalmente se
vinculó por imperio de una misma sed religiosa, cultural y patriótica, aparte
de los ya citados precedentemente: Leonardo Castellani, Benito Raffo Magnasco,
Rafael Jijena Sánchez, Juan Antonio Spotorno, Carlos y Pedro Sáenz, Ignacio B.
Anzoátegui, Dimas Antuña, Jacobo Fijman, Juan Antonio Ballester Peña, Miguel
Ángel Etcheverrigaray, Samuel W. Medrano, Osvaldo Horacio Dondo, Carlos y
Federico Ibarguren, Marcelo Sánchez Sorondo, Juan Carlos Goyeneche, fray Mario
Pinto, Mario y Carlos Mendióroz, Carlos Steffens Soler, Santiago y José María
de Estrada, Héctor Bernardo, Héctor y Jorge Llambías, Francisco Avelino
Fornieles, Máximo Etchecopar, Isidoro García Santillán, Enrique María Lagos,
Hugo de Achával, Javier Frías, Agustín Garona Carbia, Leopoldo Marechal,
Francisco Luis Bernárdez, Pedro Juan Vignale, Raúl de Labougle, Juan Carlos
Moreno, Ricardo Font Ezcurra, Alberto Contreras, Héctor Sáenz Quesada, Juan
Pablo Oliver, don Carlos Ibarguren, Hugo Wast, José María Rosa, Ramón Doll,
Alfredo Villegas Oromí y Manuel Gálvez, entre tantos otros que, con injusticia,
la desmemoria omite, constitutivos todos ellos de dos de las generaciones más
brillantes de la Argentina contemporánea.
Este gran compatriota, que de su
matrimonio con doña María Rosa Uriburu Peró tuvo siete hijos varones, tres de
los cuales son sacerdotes de Cristo, falleció a los 73 años en la paz del Señor
el 19 de febrero de 1982, dejándonos el alto ejemplo de su vida cabal.
Hasta aquí una escueta biografía
de quien Federico Ibarguren describe así: «De físico enjuto, magro de carnes,
exteriormente su silueta nada corpulenta acusaba finos rasgos ascéticos que
distinguen a los hombres de raza con fuerte vocación intelectual, contemplativa
y espiritualista». Pero a mí me parece que quedaría como desgajada del tiempo y
del espacio, si no hiciera, también, con brevedad, una glosa de los temas
centrales de su pensamiento y, si se me permite –también con compromiso de
parquedad– algunas reflexiones sobre el nacionalismo, según mi leal saber y
entender, por creerlo coincidente con el de don Alberto Ezcurra Medrano.
Con referencia a lo primero,
sabido es por quien haya leído sus trabajos, –especialmente «Catolicismo y
Nacionalismo» cuya primera edición es de 1936, y se refiere a esto
específicamente– que él tenía una concepción religiosa de la historia y, por
consiguiente, también de la política en cuanto arte de procurar el bien común
de los gobernados, entendido éste según «la pura doctrina tomista expresada en De
Regno en los siguientes términos: “Puesto que el fin de esta vida que
merece aquí abajo el nombre de vida buena, es la beatitud celeste, es propio de
la función real (o sea del príncipe, del gobernante) procurar la vida buena de
la multitud en cuanto le es necesario para hacerle obtener la felicidad
celeste; lo cual significa que el rey (esto es, el gobernante) debe
prescribir lo que conduce a ese fin y,
en la medida de lo posible, prohibir lo que se opone”».
En lo atinente al nacionalismo,
tras atribuirle un carácter «esencialmente político» le niega la posibilidad y
el derecho de prescindir de lo que no sea política y economía y de no definirse
ante la Verdad absoluta. Va de suyo que se refiere al nacionalismo católico,
porque sigue diciendo: «El Nacionalismo jamás debe perder de vista su ubicación
en el terrible drama de la Cristiandad». Para agregar esta tajante definición,
sobrecogedora por su implícita exigencia: «Jamás debe olvidar su gloriosa
calidad de reacción contra la Apostasía». Y continúa: «No debe olvidar que
si bien es una reacción esencialmente política, el mal que combate no es
exclusivamente político, ni siquiera principalmente político, sino que obedece
a causas filosóficas y religiosas a las cuales necesita remontarse para acertar
en su acción política, como la voluntad necesita estar guiada por la razón y
por el alma si no quiere ser víctima de sus propios caprichos». Para concluir
con este epílogo, que debe tener para quienes como yo –y presumo que como
muchos de ustedes– piensan como él, el valor de un precepto imprescriptible: «Sea
pues la instauración del Estado en Cristo el punto básico del programa
nacionalista».
✠ ✠ ✠
Para quienes no piensan así,
todo esto parecerá irrisorio, grotescamente irrisorio. Lo cual es lógico y nada
preocupante. Sí lo es, que nuestro
propio campo esté invadido no ya sólo por la duda y el relativismo, sino por la
redonda negación de este principio. Una vez más, el
peor ataque proviene del liberalismo, esa deletérea concepción de la vida según
la cual la Libertad es Dios y el Mercado su Profeta. Muchos de entre nosotros
lo piensan o lo sienten así porque el bombardeo desde las troneras liberales
les ha quebrado las convicciones. Y no nos extrañemos que se precipiten
a aplaudir como babiecas a un apostolillo de la buena nueva, llamado Guy
Sorman, quien entre algunas cosas sensatas les desliza una marranada como ésta:
«Insisto en que el liberalismo es una idea universal, principalmente porque es
neutra respecto de las religiones. Se puede ser católico y liberal, protestante
y liberal, judío y liberal, y agnóstico y liberal. La religión puede quedar de
lado, lo cual es importante». O que en las páginas de una seudo «tribuna de
doctrina», lean con deleitosa aprobación esta sutil reflexión de Mario Vargas
Llosa, la reciente estrella andina que por lo visto no ha zanjado «la
subitaneidad del tránsito» entre el marxismo-leninismo que profesaba ayer y su
credo actual de la libertad de mercado: «La integración ha fracasado hasta
ahora en América Latina porque tiene un enemigo que en nuestras sociedades
atrasadas está vivito y coleando: el nacionalismo… una de la grandes plagas de
la humanidad… una tara…». Porque para este inveterado mundialista –sea en su
vertiente comunista, sea en la liberal– «en la medida en que nos integremos al
mundo vamos a ir diluyendo nuestras fronteras, que es un aspecto fundamental
del desarrollo». Y es allí donde para el nuevo prócer peruano radica la
salvación. En que se esfumen los perfiles nacionales y se funden en el magma
del mercado planetario en el seno del Mundo Uno.
Por eso es tan oportuno y saludable volver al pensamiento robusto de hombres como don Alberto Ezcurra Medrano y la mirada a su alta ejemplaridad humana. No sin antes recordar, porque vienen al caso, esta sentencia del Eclesiastés, repetida en su momento por San Pío X: «Los pueblos son lo que quieren sus gobernantes», y este exabrupto pontificio: «Sufragio universal, mentira universal», de Pío IX, de feliz memoria.
* Texto copiado de los papeles personales del autor, y que fue pronunciado en la presentación del libro «Historia del Anticristo» de Alberto Ezcurra Medrano, realizada en el Colegio Champagnat de Buenos Aires, el 6 de junio de 1990.
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