«Sentido del ayuno» - Josef Pieper (1904-1997)
Ayuno y alegría del corazón
La «alegría
del corazón», hilaritas mentis, es
algo que la Iglesia suele relacionar, con especial predilección, con el ayuno y
abstinencia, formas primigenias de toda ascética[1].
La estrecha relación entre ambas cosas viene ya de aquel mandamiento del Señor
que nos transmite San Mateo y que la Iglesia nos recuerda cada año al comenzar
la Cuaresma: «Cuando ayunéis, no aparezcáis tristes...» (Mt. 6, 16).
San Agustín
dice que no importa lo que uno coma ni la cantidad que consuma, mientras no se
dañe al prójimo, con quien se convive, no se dañe el bien del interesado y no
se atente contra la propia salud. Lo que importa saber es si se está fácilmente
dispuesto a renunciar a ello con alegría del corazón, cuando la necesidad o el
deber lo requieran[2].
El deber razonable de ayunar
Si la necesidad lo exige, no hay nada que
comentar. Pero ¿por qué hay a veces un deber de ayunar?
La respuesta a
esta pregunta nos va a llevar al fondo mismo que se agita bajo el tema que nos
ocupa y nos va a descubrir algo que quizá sorprenda al cristiano de hoy.
Estamos
acostumbrados a ver en el ayuno algo así como una costumbre religiosa, con
mucho sentido desde luego, que se nos ha ido transmitiendo y que ha adquirido
carácter obligatorio por una disposición de la Iglesia, la cual se muestra
fácilmente dispuesta a aliviarnos el precepto e incluso a dispensarnos de él.
Por lo demás, el ayuno como tal se nos antoja algo más bien extraordinario que
rápidamente asociamos con los santos y con la ascética.
Por eso
produce en nosotros una especie de estupor el leer en Santo Tomás, que sigue
siendo el Doctor Universal de la Iglesia, que el ayunar es para la generalidad
de los cristianos un imperativo de la ley
natural y de la Moral que en ella se apoya[3].
Y no sólo es ley natural, sino un precepto de derecho natural primario. Para
entender esto hay que tener presente que la ley natural es para Santo Tomás la
raíz y última razón de toda obligatoriedad, sobre la cual se apoyan y sobre la
que descansan todas las decisiones de la conciencia y todas las leyes
positivas. De derecho natural primario entiende Santo Tomás aquello que es ley
de esencia en la realidad creada, que se dio al ser cuando se le constituyó en
la existencia, y que, por consiguiente, funda un deber supremo, que es
exigencia de adecuación por parte de todo aquello que haya de ser verificación
de la esencia.
De este deber
creacional arranca para Santo Tomás la legislación eclesiástica del ayuno. Como
precepto positivo no es otra cosa que la concreción de aquél en el tiempo y en
la forma, habida cuenta de las circunstancias[4].
El ciudadano
cristiano medio, los que no estamos maduros para la santidad, no seríamos
capaces de mantener en nosotros mismo el orden sustancial si no se nos ayudara
con el ayuno, que es como una medicación preparada en los laboratorios de la
templanza. Con ella podremos rechazar las incursiones hostiles de la
sensualidad y liberar el espíritu para que se eleve a regiones más altas donde
poder saturarse con los valores que le son propios. Es la imagen cristiana del
hombre quien reclama estos vuelos. Hemos de estar prontos a la renuncia y a la
severidad de un camino que termina con la instauración de la persona moral
completa, libre y dueña de sí misma, porque un deber natural nos empuja a ser
aquello que debemos ser por definición.
Todos sabemos
que las disposiciones de la Iglesia no acostumbran a tomarse muy en serio. Pero
sería injusto ver en ello un menosprecio de su autoridad. El motivo de esta
desatención se halla quizá en otro sitio. Al cristiano medio no se le ocurre
pensar que, anteriormente a la disposición eclesiástica del ayuno, e
independientemente de ella, pueda existir algo así como un deber de ayunar de
raíz natural. Y el sacerdote que tiene en su mano aplicar las reglas de
dispensa del ayuno no administraría esa facultad tan pródigamente si en vez de
ver en ellas una medida disciplinaria, las aceptase, con el Doctor Universal de
la Iglesia, como la concreción de un deber impuesto por la ley moral de nuestra
naturaleza.
Este deber,
oriundo de nuestra misma sustancia, recibe un sentido más elevado y nuevas motivaciones
por la fe en Cristo y por el amor sobrenatural a Dios[5].
También aquí hay un perfeccionamiento de la naturaleza por medio de la Gracia,
que consiste en esa concreción y complemento que se le da a la ley natural del
ayuno por medio del precepto de la Iglesia.
La Cuaresma,
por ejemplo, que es el período más largo de ayunos concentrados, tiene la
finalidad de que el cristiano se prepare a celebrar los misterios de la muerte
y resurrección del Señor, en los cuales fructifica aquella Redención que se
sembró en la Encarnación. Para participar de esa sublime realidad se requiere
de manera especial un corazón libre y perfectamente ordenado, por ser un
acontecimiento capaz, como ningún otro, de obrar sobre el hombre y
transformarlo interiormente.
Pensar que se
pueda exagerar en el ayuno parece algo así como un despropósito. Sin embargo,
Santo Tomás titula un artículo con esta pregunta: «¿Puede el hombre pecar por
un ayuno demasiado riguroso?»[6].
Él contesta a esta pregunta afirmativamente. El ayuno es un ejercicio de la virtud
de la abstinentia; su exceso puede
plantear problemas médicos[7].
Por lo que de nuevo vemos a Santo Tomás defendiendo el orden de la razón, sin
que se le ocurra defender privaciones y maceraciones por sí mismas. Tanto él
como San Jerónimo dicen que sería ofrecer a Dios una víctima robada el que uno
pretendiese agradarle oprimiendo excesivamente su cuerpo con ayunos y vigilias[8].
Y en la Summa encontramos el pensamiento
profundamente católico de que la Iglesia, con su legislación sobre el ayuno, ha
tenido bien presente el no poner en aprieto a la naturaleza corporal y a su
tendencia consustancial de buscar la vida[9].
A nadie
sorprenderá que Santo Tomás hable del maniqueísmo cuando trata sobre el ayuno.
Ello es consecuencia del enfoque dado a la cuestión, pues para él es el
maniqueísmo el enemigo que siempre está presente en este asunto, al que él
opone, como si se llamase más que Tomás de Aquino «Tomás del Dios Creador», la
realidad creada como indefectiblemente buena[10].
Por lo expresivas, no nos resistimos a traer aquí estas observaciones suyas:
«Si alguien, con conciencia de ello, llegase a producir serias dificultades a
la naturaleza absteniéndose, por ejemplo, del vino, no se hallaría libre de
culpa»[11];
«es un pecado en el varón el debilitar su potencia sexual por un ayuno
excesivo»[12].
De acuerdo que
tales frases no ocupan lugares preeminentes en la Summa de Santo Tomás; incluso a veces parecen como dejadas caer de
paso. Y sin ellas seguiría igualmente en pie la tesis del ayuno de derecho
natural. Pero tales expresiones ayudan a comprender que la doctrina de Santo
Tomás sobre el ayuno no es, ni mucho menos, un ascetismo sombrío y a ultranza.
Abstinencia y embotamiento
El desorden en
la comida y bebida no suele ser objeto de grandes preocupaciones por lo que se
refiere a su significación moral. Y cuando nos preocupamos de ello no solemos
darle mayor importancia. Pero una aceptación clara y decidida de la imagen
cristiana del hombre nos hará aptos para apreciar en seguida lo que es capaz de
destruir una preocupación obsesiva del qué y del cuánto en la comida y bebida. Santo
Tomás designa este efecto destructivo con el nombre de hebetudo mentis[13]
–embotamiento de la mente, por el que se pierde la agudeza para percibir las
realidades espirituales–. ¿No resultaría fácil descubrir una cierta relación de
causa y efecto entre ese fenómeno de embotamiento de los sentidos internos, una
cosa hoy tan frecuente, y aquel tomar a la ligera esa clase de excesos, que se
va convirtiendo también en algo corriente dentro de nuestra sociedad? Las
mentes despiertas de los orientales y su frugalidad en la comida debería
hacernos pensar en esta relación entre ambos factores.
Dante en su Divina Comedia, en el segundo de los
tres cantos sobre el Purgatorio, en el que trata sobre el castigo de la gula,
tiene un verso ternario extraño y profundamente misterioso. Dice de las almas
sometidas a purgación: «Sus ojos parecían anillos a los que se ha robado las
perlas / y el que en aquellos rostros fuera capaz de adivinar al OMO[14] percibiría sin esfuerzo el
resurgir de la M.»[15].
Dante quiere decir que haciendo penitencia por medio del ayuno se restaura el
núcleo mismo del ser humano, representado en la construcción poética dantesca
por la letra central de la palabra italiana hombre; que es lo mismo que decir
que por el ayuno se restituye la esencia del hombre destruida por el vicio de
la gula.
Olvido de sí mismo
Pero volvamos
a aquello de la «alegría del corazón». Debe ayunarse con rostro y corazón
alegre. Cristo lo dice en plan polémico, porque alude a la estampa contraria
del fariseo, que cuando ayuna se tiñe de sombras. Posteriormente, y a través de
la historia de la Iglesia, nos es conocido otro tipo de «ayunadores» o ascetas,
que también se oponen, aunque por otra razón, a la figura del verdadero
penitente.
Dijimos más
arriba que la templanza es un trabajo por cincelar la misma persona del que la
ejercita. El hecho de ser uno mismo el sujeto activo y el pasivo encierra el
peligro de que alguien se ponga a adorar la obra de las propias manos,
sacándoles a los «éxitos» en la ascética unos pingües intereses de
auto-admiración. Vanagloria, tenerse por demasiado importante, encumbramiento
sobre los que no son tan «perfectos»..., aquí están los peligros que acechan a
los ascetas. San Gregorio Magno ha hecho un análisis de este fenómeno en su
«Regla Pastoral», que es una fuente inagotable de sabiduría práctica[16].
La alegría del
corazón es el agradable fruto del olvido de sí mismo. Cuando esa alegría está
presente podemos estar seguros de que cualquier fariseísmo y la estirada
vanidad del que sólo mira a sí mismo se hallan a leguas de distancia. La
alegría del corazón es una señal infalible de la autenticidad de una templanza
que sabe, sin egoísmos, conservar y
defender el verdadero ser de la persona.
* En “Las Virtudes Fundamentales”,
Ediciones Rialp, Madrid, 6ª edición – 1998, pp. 267-272.
[1]
S. Tomás de Aquino, S. T. 2-2, 146, 1 ad
4.
[2]
Quaestiones evangeliorum; citado en S. T. 2-2, 146, 1 ad 2.
[3]
2-2, 147, 3.
[4]
Loc. cit.
[5]
2-2, 146, 1 ad 4.
[6] Quaestiones
quodlibetales 5, 18
[7]
2-2, 146, 1 ad 2.
[8] 2-2, 147, 1ad 2.
[9]
Ita famen, quod per hoc nun multum natura
gravetur. 2-2, 147, 7; vid. 2-2, 147, 6.
[10]
2-2, 147, 5 ad 3.
[11]
2-2, 150, 1 ad 1.
[12]
Quol. 5, 18.
[13]
2-2, 148, 6; Quaestiones disputatae de malo,
14, 4.
[15] La Divina
Comedia, Purgatorio 23, 31 ss.; según la traducción de Augusto Vezin
(Munich, 1926).
[16]
Regula Pastoralis, 3, 19.
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