«La virtud teologal de la esperanza» - Carlos Alberto Sacheri (1933-1974)
«… por encima de todo rechazamos que
la Iglesia deba intentar salvarse convirtiéndose al Mundo, puesto que –como
aprendimos en el humilde catecismo de nuestra niñez– solamente la Iglesia ha
recibido la promesa de la vida eterna, y siempre responderemos a este mundo sin
brújula, con estas palabras de Bernanos: “No son nuestra angustia ni nuestro
temor lo que nos hace aborrecer al mundo moderno; lo aborrecemos con toda
nuestra esperanza”». En un nuevo aniversario de su asesinato, vaya, en su
memoria y homenaje, este esperanzador artículo.
Pero ¿por qué se arremete con
tal encarnizamiento a la «petite fille espérance», como le gustaba
llamarla a Peguy? ¿Qué tiene esta virtud sobrenatural que tan vivamente choca
con el espíritu de la Revolución Moderna? He aquí las preguntas a las que es
muy urgente dar respuesta. La razón consiste en que la esperanza –como por otra
parte la fe– se refiere directamente a algo profundamente humano. A diferencia
de la caridad, que contempla al hombre en la perspectiva de la posesión del
bien sobrenatural (por lo cual permanece siempre en nosotros), la esperanza
contempla al hombre en su propia condición, que es la de un ser inacabado –homo
viator–, itinerante, siempre en trance de esperar su fin, siempre
preocupado por su fin. Ahora bien, el objeto propio de la esperanza sobrepasa
al hombre y siempre lo sobrepasará, pues ese objeto es Dios mismo, captado en
el reflejo de nuestro acto de fe como soberano nuestro y nuestra eterna
beatitud. San Pablo lo expresó. «Tenemos una esperanza que nos hace penetrar
hasta el interior del velo. En la maravillosa arquitectura de la vida
sobrenatural, las tres virtudes infusas se ordenan una a las otras, de tal modo
que la fe está al principio de la esperanza (ya que no es posible esperar
poder contemplar un día a Dios, «tal cual Es», si no creemos previamente en Él
y en su palabra) e, igualmente la esperanza se halla en el principio de la
caridad (pues ¿cómo amar ese Dios infinito sin confiar en su socorro?: «Mi
gracia te basta»).
No es preciso, pues, buscar más
allá la raíz de tantas prostituciones actuales del amor cristiano. En ese
tiempo de «homofilia», de insipidez y de decadencia universales, vemos la fe y
la esperanza vacías de su contenido sobrenatural. La fe en Dios ha devenido «la
fe en el hombre» (esto hace más «compañero» e incluso «camarada»); la esperanza
en el cielo es derivada hacia el «paraíso en la tierra». Es el enloquecimiento
de las virtudes cristianas de que hablaba Chesterton. Así, la caridad, perdidos
sus apoyos, se transforma rápidamente en simple «humanitarismo» que constituye
la más grave falsificación de la caridad y, en suma, del cristianismo. Puesto
que constituye su núcleo.
Pero nuestros aprendices de
revolucionarios, que han aprendido la lección de que nada se destruye
verdaderamente sino cuando es reemplazado, se apresuran a hacer destellar ante
nuestros ojos de cristianos ingenuos nuevas esperanzas y nuevos destinos. Y así
el mundo moderno ve desarrollarse diferentes formas de mesianismo temporal, una
diversidad de nuevos mitos. Razón, Estado, Nación, Proletariado. Soberanía
popular, Raza, Igualdad, Progreso, Opinión pública, Técnica, Socialización,
Descolonización, Pleromización, etc. Sin embargo, ya había dicho Moisés: «No
adorarás la obra de tus manos»… Era preciso taparse con las criaturas para
apagar en nosotros la imagen del Creador.
Los filósofos modernos han
caído, unos tras otros, en los pecados contra la esperanza que Santo Tomás describe
en su Summa Teologica: el primero es la presunción, el segundo es la
desesperación. La presunción, que es uno de los pecados contra el Espíritu
Santo, consiste en que el hombre se apoya en los poderes dimanantes de Dios
para encontrar lo que le contradiga, o simplemente en el hecho de exagerar
nuestro propio valor personal. Comporta, pues, la aversión al Bien inmutable y
una conversión al bien perecedero.
En cambio, la desesperación
proviene de que el hombre no espera participar en sí de la divina perfección de Dios. Precisamente, ¿qué hallamos cuando examinamos con esa luz las corrientes
modernas de la filosofía? Las más acabadas variantes de la presunción y del
orgullo. ¿Cómo si no calificar la tentativa cartesiana y positivista de
conocerlo todo por el nuevo método universal? ¿Y la erección del «deber»
kantiano en una única norma moral? ¿Cómo designar el Espíritu Absoluto de
Hegel, que hace real toda cosa por el sólo hecho de pensarla? Feuerbach designa
su propia doctrina como un «antropoteísmo». Marx declara: «El hombre es el ser
absoluto para el hombre»., mientras Nietzsche dice: «Si hubiera dioses, ¿cómo
aceptaría yo no ser Dios. Por lo tanto, Dios no existe». ¿Y Teilhard, que nos
instala gratuitamente en el confortable tranvía de la evolución pleromizante y
nos conduce en línea recta al En-adelante?... Con razón el historiador Ernest
Cassirer ha dicho que, a partir del Renacimiento, la filosofía moderna no ha
hecho sino atribuir al hombre todas las perfecciones que la teología cristiana
atribuía a Dios.
Si, por otra parte, volvemos la
mirada hacia las formas de pesimismo, ¿cómo calificar a los filósofos
relativistas, historicistas, al psicoanálisis freudiano, a los filósofos del
devenir y de los valores, la ética de la situación, que niegan al hombre toda
posibilidad de acceso a las verdades «absolutas»? ¿Y nuestro caro Jean-Paul
Sartre, que define al hombre como una «pasión inútil»? (digamos de pasada que
si es inútil, ¿por qué poner tanta pasión respecto a él?). Estas son las
filosofías de la desesperación, del absurdo y, por consiguiente, de la nada.
En vista de esto el padre De
Foucauld decía: «Siempre había creído, antes de comenzar mi ministerio, que me
era preciso suplicar la humildad y la paciencia. Nunca había sospechado que más
necesitaría pedir la audacia y el valor».
En un cuadro así, la palma
corresponde, sin duda, al modernismo progresista, puesto que ha conseguido sintetizar los dos pecados en una misma doctrina. De una parte, vacía el dogma de toda su
substancia, exigiendo nuevas fórmulas, todas provisionales, a pretexto de adaptación,
de renovación; de otra parte, nos propone que salvemos la Iglesia (no a todos,
no a nosotros especialmente) convirtiéndola al Mundo.
La menor cosa que a este
respecto puede decirse es que estos amantes de novedades se engañan grandemente
(como la mayoría de los amantes) ya que este orgullo, que es la negación de la
esperanza cristiana, es tan viejo como el mismo Adán. No significaba otra cosa
Peguy cuando decía que «el más viejo error de la humanidad» era la creencia de
que nunca había habido nada tan bueno, tan bello, como lo alcanzado en nuestros
días. Esa bobada –que lo es– consiste en no saber ver que todo esto, que buscan
ciega y desesperadamente, nos lo había prometido Cristo ya hace mucho tiempo.
Pues, ¿qué «sobrepasar» es superior al logro de la visión de Dios cara a cara
¿Qué «desarrollo» más elevado puede haber que el logro desde aquí de la
participación en la vida divina por la gracia? La ciencia del bien y el mal no
es sino la sabiduría de Cristo. ¿Qué dicha es superior a la vida virtuosa? ¿Qué
orden social es más armonioso que el de la Ciudad cristiana respetuosa de Dios
y de la ley natural?
A todas aquellas divagaciones,
la conciencia cristiana opone un NO simple y radical. Rechazamos los «landemains
qui chantent», pues se convierten en rechinar de dientes, rechazamos la
sociedad sin clases que no es sino una nueva máquina del despotismo totalitario
y tecnocrático, y por encima de todo rechazamos que la Iglesia deba intentar
salvarse convirtiéndose al Mundo, puesto que –como aprendimos en el humilde
catecismo de nuestra niñez– solamente la Iglesia ha recibido la promesa de la
vida eterna, y siempre responderemos a este mundo sin brújula, con estas
palabras de Bernanos: «No son nuestra angustia ni nuestro temor lo que nos hace
aborrecer al mundo moderno; lo aborrecemos con toda nuestra esperanza».
El cristiano, animado por la
esperanza sobrenatural, se halla más allá del pesimismo y del optimismo.
Sabemos que nuestra vida es una mezcla de Pasión y de Resurrección, y en este
año de nuestra fe (que también es el de nuestra esperanza, con Job (pues Job y
el Apocalipsis son las lecturas para los tiempos de grandes pruebas), repetimos
en alta voz: «Se que mi Redentor vive y, por eso, que resucitaré de la tierra
en el último día, esta esperanza descansa en mi seno». Todos somos peregrinos, viatores,
itinerantes que gozamos desde aquí del gozo de nuestro destino Spe gaudentes:
«Tened el gozo que da la esperanza», dijo el Apóstol. Debemos pedir, pues, a
nuestra Señor de la Santa Esperanza que nos consiga a todos la gracia de
nuestra mutua conversión.
* En «Revista Verbo – Speiro»,
N°131-132, 1975, pp. 13-17.
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