«La España misionera» (fragmento) - Ramiro de Maeztu (1875-1936)
«Si, según sentencia de Aristóteles, sólo el hallar o descubrir algún
arte, ya liberal o mecánica, o alguna piedra, planta u otra cosa, que pueda ser
de uso y servicio a los hombres, les debe granjear alabanza, ¿de qué gloria no
serán dignos los que han descubierto un mundo en que se hallan y encierran tan
innumerables grandezas? Y no es menos estimable el beneficio de este mismo
descubrimiento habido respecto al propio mundo nuevo, sino de antes muchos
mayores quilates, pues además de la luz de la fe que dimos a sus habitantes, de
que luego diré, les hemos puesto en vida sociable y política, desterrando su barbarismo,
trocando en humanas sus costumbres ferinas y comunicándoles tantas cosas tan
provechosas y necesarias como se les han llevado de nuestro orbe, y,
enseñándoles la verdadera cultura de la tierra, edificar casas, juntarse en
pueblos, leer y escribir y otras muchas artes de que antes totalmente estaban
ajenos».
Pero todavía hicimos más y no
tan sólo España (porque aquí debo decir que su obra ha sido continuada por
todos los pueblos hispánicos de América, por todos los pueblos que constituyen
la Hispanidad): no sólo hemos llevado la civilización a otras razas sino algo
que vale más que la misma civilización, y es la conciencia de su unidad moral
con nosotros; es decir, la conciencia de la unidad moral del género humano,
gracias a la cual ha sido posible que todos o casi todos los pueblos hispánicos
de América hayan tenido alguna vez por gobernantes, por caudillos, por poetas,
por directores, a hombres de razas de color o mestizos. Y no es esto sólo. Un
brasileño eminente, el Dr. Oliveira Lima, cree que en los pueblos hispánicos se
está formando una unidad de raza gracias a una fusión, en que los elementos
inferiores acabarán bien pronto por desaparecer, absorbidos por el elemento
superior, y así ha podido encararse con los Estados Unidos de la América del Norte
para decirles:
«Cuando entre nosotros ya no haya mestizos, cuando la sangre negra o
india se haya diluido en la sangre europea, que en tiempos pasados y no muy
distantes, fuerza es recordarlo, recibió contingentes bereberes, númidas,
tártaros y de otras procedencias, vosotros no dejaréis de conservar
indefinidamente dentro de vuestras fronteras grupos de población irreductible,
de color diverso y hostiles de sentimientos».
No garantizo el acierto de
Oliveira Lima en esta profecía. Es posible que se produzca la unidad de las
razas que hay en América; es posible también que no se produzca. Pero lo
esencial y más importante es que ya se ha producido la unidad del espíritu, y
esta es la obra de España en general y de sus Órdenes Religiosas
particularmente; mejor dicho, la obra conjunta de España: de sus reyes,
obispos, legisladores, magistrados, soldados y encomenderos, sacerdotes y
seglares...; pero en la que el puesto de honor corresponde a las Órdenes
Religiosas, porque desde el primer día de la Conquista aparecen los frailes en
América.
Ya en 1510 nos encontramos en la
Isla Española con el P. Pedro de Córdoba, el P. Antonio de Montesinos y el P.
Bernardo de Santo Domingo, preocupados de la tarea de recordar, desde sus
primeros sermones, que en el testamento de Isabel la Católica se decía que el
principal fin de la pacificación de las Indias no consistía sino en la
evangelización de sus habitantes, para lo cual recomendaba ella, al Rey, su
marido, D. Fernando, y a sus descendientes, que se les diera el mejor trato.
También aducían la bula de Alejandro VI, en la cual, al concederse a España los
dominios de las tierras de Occidente y Mediodía, se especificaba que era con la
condición de instruir a los naturales en la fe y buenas costumbres. Y fue la
acción constante de las Órdenes Religiosas la que redujo a los límites de
justicia la misma codicia de los encomenderos y la prepotencia de los virreyes.
La piedad de estos primeros
frailes dominicos fue la que suscitó la vocación en Fr. Bartolomé de Las Casas
y le hizo profesar en la Orden de Santo Domingo, hasta convertirle después en
el apóstol de los indios y en su defensor, con una caridad tan arrebatada, que
no paraba mientes en abultar, agrandar y exagerar las crueldades inevitables a
la conquista y en exagerar también las dulzuras y bondades de los indios, con
lo cual nos hizo un flaco servicio a los españoles, pues fue el originador de
la Leyenda Negra; pero, al mismo tiempo, el inspirador de aquella reforma de
las leyes de Indias, a la cual se debe la incorporación de las razas indígenas
a la civilización cristiana.
Los términos de esta
capitulación de 1534 son después mantenidos y repetidos por todos los Monarcas
de la Casa de Austria y los dos primeros Borbones. No concedían tampoco tierras
en América como no fuera con la condición expresa y terminante de contribuir a
la catequesis de los indios, tratándolos de la mejor manera posible. Y así se
logró que los mismos encomenderos, no obstante su codicia de hombres
expatriados y en busca de fortuna, se convirtieran realmente en misioneros,
puesto que a la caída de la tarde reunían a los indios bajo la Cruz del pueblo
y les adoctrinaban. Y ahí estaban las Órdenes Religiosas para obligarles a
atenerse a las condiciones de los Reyes y respetar el testamento de Isabel la
Católica y la Bula de Alejandro VI, que no se cansaron de recordar en sus
sermones, en cuantos siglos se mantuvo la dominación española en América.
La eficacia, naturalmente, de
esta acción civilizadora, dependía de la perfecta compenetración entre los dos
poderes: el temporal y el espiritual; compenetración que no tiene ejemplo en la
Historia y que es la originalidad característica de España ante el resto del
mundo.
El militar español en América
tenía conciencia de que su función esencial e importante, era primera solamente
en el orden del tiempo; pero que la acción fundamental era la del misionero que
catequizaba a los indios. De otra parte, el misionero sabía que el soldado y el
virrey y el oidor y el alto funcionario, no perseguían otros fines que los que
él mismo buscaba. Y, en su consecuencia, había una perfecta compenetración
entre las dos clases de autoridades, las eclesiásticas y las civiles y las
militares, como no se han dado en país alguno. El P. Astrain, en su magnífica
Historia de la Compañía de Jesús, describe en pocas líneas esta compaginación
de autoridades:
«Al lado de Hernán Cortés, de Pizarro, y de otros capitanes de cuentas,
iba el sacerdote católico, ordinariamente religioso, para convertir al
Evangelio los infieles, que el militar subyugaba a España, y cuando los
bárbaros atentaban contra la vida del misionero, allí estaba el capitán español
para defenderle y para escarmentar a los agresores».
Y de lo que era el fundamento de
esta compenetración nos da idea un agustino, el P. Vélez, cuando hablando de
Fr. Luis de León nos dice, con relación a la Inquisición:
«Para justificar y valorar adecuadamente la Inquisición española, hay
que tener en cuenta, ante todo, las propiedades de su carácter nacional,
especialmente la unión íntima de la Iglesia y del Estado en España durante los
siglos XVI y XVII, hasta el punto de ser un estado teocrático, siendo la
ortodoxia deber y ley de todo ciudadano, como cualquier prescripción civil».
Pues bien, este Estado
teocrático –el más ignorante, el más supersticioso, el más inhábil y torpe,
según el juicio de la Prensa revolucionaria– acaba por lograr lo que ningún
otro pueblo civilizador ha conseguido, ni Inglaterra con sus hindúes, ni
Francia con sus árabes, sus negro o bereberes, ni Holanda con sus malayos en
las islas de Malasia, ni los Estados Unidos con sus negros e indios aborígenes:
asimilarse a su propia civilización cuantas razas de color sometió. Y es que en
ningún otro país ha vuelto a producirse una coordinación tan perfecta de los
poderes religioso y temporal, y no se ha producido por una falta de una unidad
religiosa, en que los Gobiernos tuvieran que inspirarse.
Estas cosas no son agua pasada,
sino un ejemplo y la guía en que ha de inspirarse el porvenir. Pueblos tan
laboriosos y sutiles como los de Asia y tan llenos de vida como los de África,
no han de contentarse eternamente con su inferioridad actual. Pronto habrá que
elegir entre que sean nuestros hermanos o nuestros amos, y si la Humanidad ha
de llegar a constituir una sola familia, como debemos querer y desear y éste es
el fin hacia el cual pudieran converger los movimientos sociales e históricos
más pujantes y heterogéneos, será preciso que los Estado lleguen a realizar
dentro de sí, combinando el poder religioso con el temporal, al influjo de este
ideal universalista, una unidad parecida a la que alcanzó entonces España,
porque sólo con esta coordinación de los poderes se podrá sacar de su miseria a
los pueblos innumerables de Asia y corregir la vanidad torpe y el aislamiento
de las razas nórdicas, por lo que el ejemplo clásico de España no ha de ser
meramente un espectáculo de ruinas, como el de Babilonia o Nínive, sino el guión
y el modelo del cual han de aprender todos los pueblos de la tierra.
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