«El Árbol del Rey David» - Rubén Darío (1867-1916)
«Subió también José de Galilea, de la
ciudad de Nazaret, a Judea, a la ciudad de Betlehem, porque él era de la casa y
linaje de David…» (Lc. II, 4). Con esta publicación, «Decíamos ayer…» desea a todos sus lectores una muy feliz y santa Navidad.
Sadoc, el sacerdote, que se
dirigía al templo, se preguntó: ¿Adónde irá el amado señor?
Adonías, el ambicioso, de lejos,
tras una arboleda, frunció el ceño, al ver al rey y a la niña, al frescor del
día, encaminarse a un campo cercano, donde abundaban los lirios, las azucenas y
las rosas.
Natán, profeta, que también les
divisó, inclinóse profundamente, y bendijo a Jehová, extendiendo los brazos de
un modo sacerdotal.
Reihí, Semeí y Banaías, hijo de
Joíada, se postraron y dijeron: –¡Gloria al ungido; luz y paz al sagrado
pastor!
David y Abisag penetraron a un
soto, que pudiera ser un jardín, y en donde se oían arrullos de palomas, bajo
los boscajes.
Era la victoria de la primavera.
La tierra y el cielo se juntaban en una dulce y luminosa unión. Arriba el sol,
esplendoroso y triunfal; abajo el despertamiento del mundo, la melodiosa
fronda, el perfume, los himnos del bosque, las algaradas jocundas de los
pájaros, la diana universal, la gloriosa armonía de la naturaleza.
Abisag tenía la mirada fija en
los ojos de su señor. ¿Meditaba quizá en algún salmo, el omnipotente príncipe
del arpa? Se detuvieron.
Luego, penetró David al fondo de
un boscaje, y retornó con una rama en la diestra.
–¡Oh mi sunamita! –exclamó. –Plantemos
hoy, bajo la mirada del eterno Dios, el árbol del infinito bien, cuya flor es
la rosa mística del amor inmortal, al par que el lirio de la fuerza vencedora y
sublime. Nosotros le sembramos; tú, la inmaculada esposa del profeta viejo; yo,
el que triunfé de Goliat con mi honda, de Saúl con mi canto y de la muerte con
tu juventud.
Abisag le escuchaba como en un
sueño, como en un éxtasis amorosamente místico; y el resplandor del día
naciente confundía el oro de la cabellera de la virgen con la plata copiosa y luenga
de la barba blanca.
Plantaron aquella rama, que
llegó a ser un árbol frondoso y centenario.
Tiempos después, en días del rey
Herodes, el carpintero José, hijo de Jacob, hijo de Mathán, hijo de Eleazar,
hijo de Eliud, hijo de Akim, yendo un día al campo, cortó del árbol del santo rey
lírico la vara que floreció en el templo, cuando los desposorios con María, la
estrella, la perla de Dios, la Madre de Jesús, el Cristo.