«En la Natividad de Nuestro Señor» - Ana Catalina Emmerick (1774-1824)
«...La Virgen Santísima, levantada de la tierra en medio del éxtasis, oraba y bajaba las miradas sobre su Dios, de quien se había convertido en Madre. El Verbo eterno, débil Niño, estaba acostado en el suelo delante de María...».
Con esta
publicación, «Decíamos ayer…» desea a todos sus lectores una muy feliz y santa
Navidad.
La entrada estaba un tanto
obstruida por atados de paja y esteras apoyadas contra las paredes. También
dentro de la gruta había diversos objetos que dificultaban el paso. José la
despejó, preparando un sitio cómodo para María, por el lado del Oriente. Colgó
de la pared una lámpara encendida e hizo entrar a María, la cual se acostó
sobre el lecho que José le había preparado con colchas y envoltorios. José le
pidió humildemente perdón por no haber podido encontrar algo mejor que este
refugio tan impropio; pero María, en su interior, se sentía feliz, llena de
santa alegría. Cuando estuvo instalada María, José salió con una bota de cuero
y fue detrás de la colina, a la pradera, donde corría una fuente, y llenándola
de agua volvió a la gruta.
Más tarde fue a la ciudad, donde
consiguió pequeños recipientes y un poco de carbón. Como se aproximaba la
fiesta del sábado y eran numerosos los forasteros que habían entrado en la
ciudad, se instalaron mesas en las esquinas de algunas calles con los alimentos
más indispensables para la venta. Creo que había personas que no eran judías.
José volvió trayendo carbones encendidos en una caja enrejada; los puso a la
entrada de la gruta y encendió fuego con un manojito de astillas; preparó la
comida, que consistió en panecillos y frutas cocidas. Después de haber comido y
rezado, José preparó un lecho para María Santísima. Sobre una capa de juncos
tendió una colcha semejante a las que yo había visto en la casa de Ana y puso
otra arrollada por cabecera. Luego metió al asno y lo ató en un sitio donde no
podía incomodar; tapó las aberturas de la bóveda por donde entraba aire, y
dispuso en la entrada un lugarcito para su propio descanso.
Cuando empezó el sábado, José se
acercó a María, bajo la lámpara, y recitó con ella las oraciones
correspondientes; después salió a la ciudad. María se envolvió en sus ropas
para el descanso. Durante la ausencia de José la vi rezando de rodillas. Luego
se tendió a dormir, echándose de lado. Su cabeza descansaba sobre un brazo,
encima de la almohada. José regresó tarde. Rezó una vez más y se tendió
humildemente en su lecho a la entrada de la gruta. María pasó la fiesta del
sábado rezando en la gruta, meditando con gran concentración. José salió varias
veces: probablemente fue a la sinagoga de Belén. Los vi comiendo alimentos
preparados días antes y rezando juntos.
Por la tarde, cuando los judíos
suelen hacer su paseo del sábado, José condujo a María a la gruta de Maraha,
nodriza de Abraham. Allí se quedó algún tiempo. Esta gruta era más espaciosa
que la del pesebre y José dispuso allí otro asiento. También estuvo bajo el
árbol cercano, orando y meditando, hasta que terminó el sábado. José la volvió
a llevar, porque María le dijo que el nacimiento tendría lugar aquel mismo día
a medianoche, cuando se cumplían los nueve meses transcurridos desde la
salutación del ángel del Señor. María le había pedido que lo tuviera dispuesto
todo, de modo que pudiesen honrar en la mejor forma posible la entrada al mundo
del Niño prometido por Dios y concebido en forma sobrenatural. Pidió también a
José que rezara con ella por las gentes que, a causa de la dureza de sus
corazones, no habían querido darles hospitalidad. José le ofreció traer de
Belén a dos piadosas mujeres, que conocía; pero María le dijo que no tenía
necesidad del socorro de nadie. En cuanto se puso el sol, antes de terminar el
sábado, José volvió a Belén, donde compró los objetos más necesarios: una escudilla,
una mesita baja, frutas secas y pasas de uva, volviendo con todo esto a la
gruta. Fue a la gruta de Maraha y llevó a María a la del pesebre, donde María
se sentó sobre sus colchas, mientras José preparaba la comida. Comieron y
rezaron juntos. Hizo José una separación entre el lugar para dormir y el resto
de la gruta, ayudándose de unas pértigas de las cuales suspendió algunas
esteras que se encontraban allí. Dio de comer al asno que estaba a la izquierda
de la entrada, atado a la pared. Llenó el comedero del pesebre de cañas y de
pasto y musgo y por encima tendió una colcha. Cuando la Virgen le indicó que se
acercaba la hora, instándole a ponerse en oración, José colgó del techo varias
lámparas encendidas y salió de la gruta, porque había escuchado un ruido a la
entrada. Encontró a la pollina que hasta entonces había estado vagando en
libertad por el valle de los pastores y volvía ahora, saltando y brincando,
llena de alegría, alrededor de José. Este la ató bajo el alero, delante de la
gruta y le dio su forraje. Cuando, volvió a la gruta vio, antes de entrar en
ella, a la Virgen rezando de rodillas sobre su lecho, vuelta de espaldas y
mirando al Oriente. Le pareció que toda la gruta estaba en llamas y que María
estaba rodeada de luz sobrenatural. José miró todo esto como Moisés la zarza
ardiendo. Luego, lleno de santo temor, entró en su celda y se prosternó hasta
el suelo en oración.
Vi a nuestro Señor bajo la forma
de un pequeño Niño todo luminoso, cuyo brillo eclipsaba el resplandor
circundante, acostado sobre una alfombrita ante las rodillas de María. Me
parecía muy pequeñito y que iba creciendo ante mis miradas; pero todo esto era
la irradiación de una luz tan potente y deslumbradora que no puedo explicar
cómo pude mirarla. La Virgen permaneció algún tiempo en éxtasis; luego cubrió
al Niño con un paño, sin tocarlo y sin tomarlo aún en sus brazos. Poco tiempo
después vi al Niño que se movía, y lo oí llorar. En ese momento fue cuando
María pareció volver en sí misma, y, tomando al Niño, lo envolvió en el paño
con que lo había cubierto, y lo tuvo en sus brazos, estrechándolo contra su
pecho. Se sentó, ocultándose toda ella con el Niño bajo su amplio velo, y creo
que le dio el pecho. Vi entonces en torno, a los ángeles, en forma humana,
hincándose delante del Niño recién nacido, para adorarlo.
Cuando habría transcurrido una
hora desde el nacimiento del Niño Jesús, María llamó a José, que estaba aún
orando con el rostro pegado a la tierra. Se acercó, prosternándose, lleno de
júbilo, de humildad y de fervor. Sólo cuando María le pidió que apretara contra
su corazón el Don sagrado del Altísimo, se levantó José, recibió al Niño entre
sus brazos, y derramando lágrimas de pura alegría, dio gracias a Dios por el
Don recibido del cielo.
María fajó al Niño: tenía sólo
cuatro pañales. Más tarde vi a María y a José sentados en el suelo, uno junto
al otro: no hablaban, parecían absortos en muda contemplación. Ante María,
fajado como un niño común, estaba recostado Jesús recién nacido, bello y
brillante como un relámpago. «¡Ah, decía yo, este lugar encierra la salvación
del mundo entero y nadie lo sospecha!»
He visto que pusieron al Niño en
el pesebre, arreglado por José con pajas, lindas plantas y una colcha encima.
El pesebre estaba sobre la gamella cavada en la roca, a la derecha de la
entrada de la gruta, que se ensanchaba allí hacia el Mediodía. Cuando hubieron
colocado al Niño en el pesebre, permanecieron los dos a ambos lados, derramando
lágrimas de alegría y entonando cánticos de alabanza.
José llevó el asiento y el lecho
de reposo de María junto al pesebre. Yo veía a la Virgen, antes y después del
nacimiento de Jesús, arropada en un vestido blanco, que la envolvía por entero.
Pude verla allí durante los primeros días sentada, arrodillada, de pie,
recostada o durmiendo; pero nunca la vi enferma ni fatigada.
A legua y media más o menos de
la gruta de Belén, en el valle de los pastores, había una colina donde empezaba
una serie de viñedos que se extendía hasta Gaza. En las faldas de la colina
estaban las chozas de tres pastores, jefes de las familias de los demás
pastores de las inmediaciones. A distancia doble de la gruta del pesebre se
encontraba lo que llamaban la torre de los pastores. Era un gran andamiaje
piramidal, hecho de madera, que tenía por base enormes bloques de la misma
roca: estaba rodeado de árboles verdes y se alzaba sobre una colina aislada en
medio de una llanura. Estaba rodeado de escaleras; tenía galerías y
torrecillas, todo cubierto de esteras. Guardaba cierto parecido con las torres
de madera que he visto en el país de los Reyes Magos, desde donde observaban
las estrellas. Desde lejos producía la impresión de un gran barco con muchos
mástiles y velas. Desde esta torre se gozaba de una espléndida vista de toda la
comarca. Se veía a Jerusalén y la montaña de la tentación en el desierto de Jericó.
Los pastores tenían allí a los hombres que vigilaban la marcha de los rebaños y
avisaban a los demás tocando cuernos de caza, si acaso había alguna incursión
de ladrones o gente de guerra. Las familias de los pastores habitaban esos
lugares en un radio de unas dos leguas. Tenían granjas aisladas, con jardines y
praderas. Se reunían junto a la torre, donde guardaban los utensilios que
tenían en común. A lo largo de la colina de la torre, estaban las cabañas, y
algo apartado de éstas había un gran cobertizo con divisiones donde habitaban
las mujeres de los pastores guardianes: allí preparaban la comida. He visto que
en esta noche parte de los rebaños estaban cerca de la torre, parte en el campo
y el resto bajo un cobertizo cerca de la colina de los pastores.
Al nacimiento de Jesucristo vi a
estos tres pastores muy impresionados ante el aspecto de aquella noche tan
maravillosa; por eso se quedaron alrededor de sus cabañas mirando a todos
lados. Entonces vieron maravillados la luz extraordinaria sobre la gruta del
pesebre. He visto que se pusieron en agitado movimiento los pastores que
estaban junto a la torre, los cuales subieron a su mirador dirigiendo la vista
hacia la gruta. Mientras los tres pastores estaban mirando hacia aquel lado del
cielo, he visto descender sobre ellos una nube luminosa, dentro de la cual noté
un movimiento a medida que se acercaba. Primero vi que se dibujaban formas
vagas, luego rostros, finalmente oí cánticos muy armoniosos, muy alegres, cada
vez más claros. Como al principio se asustaran los pastores, apareció un ángel
ante ellos, que les dijo: «No temáis, pues vengo a anunciaros una gran alegría
para todo el pueblo de Israel. Os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un
Salvador, que es Cristo, el Señor. Por señal os doy ésta: encontraréis al Niño
envuelto en pañales, echado en un pesebre». Mientras el ángel decía estas
palabras, el resplandor se hacía cada vez más intenso a su alrededor. Vi a
cinco o siete grandes figuras de ángeles muy bellos y luminosos. Llevaban en
las manos una especie de banderola larga, donde se veían letras del tamaño de
un palmo y oí que alababan a Dios cantando: «Gloria a Dios en las alturas y paz
en la tierra para los hombres de buena voluntad».
Más tarde tuvieron la misma
aparición los pastores que estaban junto a la torre. Unos ángeles también
aparecieron a otro grupo de pastores, cerca de una fuente, al Este de la torre,
a unas tres leguas de Belén. No he visto que los pastores fueran en seguida a
la gruta del pesebre, porque unos se encontraban a legua y media de distancia y
otros a tres: los he visto, en cambio, consultándose unos a otros acerca de lo
que llevarían al recién nacido y preparando los regalos con toda premura.
Llegaron a la gruta del pesebre al rayar el alba.
[...]
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