«El reo» - Leopoldo Lugones (1874-1938)

«...El caso es que para el reo/ no fue el destino tan cruel,/ porque una dijo que estaba/ pronta a casarse con él... La que a esa carta perdida/ se juega de tal manera,/ es, con sorpresa de todos/ ña Justa la pastelera...».

A Carlos M. Mayer

I

 Después del Quebracho Herrado,

Según la historia lo escribe,

Persiguiendo a Juan Lavalle

Va ese general Oribe.

 

Así en contraste tan rudo

Negó la suerte a aquel bravo

Los laureles que hasta entonces

Conquistó sin menoscabo.

 

Porque donde entra Lavalle,

Para qué te quiero, gloria,

Si no es para hallarle justa

Consonancia a la victoria. 

Pero esa vez la desgracia

Le había llegado a él también.

Ya no iba a hallar en el mundo

Tregua, acierto ni sostén.


Derrotado marcha al Norte

Juan Lavalle el temerario,

Sembrando la caballada,

El parque y hasta el vestuario.

 

No deja el camino real,

Y aunque no exige hospedaje,

Va requisando en las postas

El ganado y el carruaje.

 

Dicen que por el Río Seco,

Tirado en una berlina,

Pasó sin dejarse ver,

Con su escolta correntina.

 

Dios le ayude, porque Oribe,

El mejor de sus rivales,

Manda lo más aguerrido

De las tropas federales.

 

Por capaz y diligente

Se las ha confiado Rosas,

Y don Juan Manuel, en esto.

Sabe arreglar bien las cosas.

 

Cada división por junto,

Monta caballos de un pelo.

Y en el porte y disciplina,

Cada soldado es modelo.

 

Punzó la gorra de manga,

De igual color la chaqueta,

Y a listas blancas y azules

El chiripá de bayeta.

 

Son veteranos de aquellos

Que al entrar en la pelea,

Por dragona de los corvos

Suelen prender la manea.

 

Y hasta cuentan que en las cargas

Se ha visto más de un barbudo

Que para andar sin estorbo

Con las barbas hizo un nudo.

 

Es de verlos cuando avanzan

Con un empuje tremendo,

Entre el polvo y la humareda

Como un pajonal ardiendo.

 

Mas, los de la otra divisa

Topan esa llamarada

Como las olas que encrespa

Bramando la marejada.

 

Pues el uniforme entero

Llevan del color celeste

Con que quiere el unitario

Que su fe se manifieste.


Dicen que en su menosprecio

De la muerte, esos varones,

Se vienen hasta los cuadros

Para enlazar los cañones.

 

Y que cuando se entreveran,

Asombra entre el clamoreo.

El choque de las tacuaras

Superando al tiroteo.

 

Esa es guerra de la grande,

Y en aquel juego funesto,

El que no echa vale cuatro

Canta contra flor y el resto.

 

Acaso alguno desdeñe

Por lo criollos mis relatos.

Esto no es para extranjeros,

Cajetillas ni pazguatos.

 

A las cosas de mi tierra,

Tal como son las divulgo.

No saboreará el pastel

Quien se quede en el repulgo.

 

II

 Apenas la villa ocupa

La vanguardia federal,

Pone en la plaza el banquillo

De la pena capital.

 

Así entonces lo estilaban

Los ejércitos, señores,

Para terror de enemigos

Y escarmiento de traidores.

 

Con que, al toque de retreta,

Se echa bando por pregón,

De que un desertor, mañana,

Sufrirá su ejecución.

 

No bien raya el nuevo día,

Todo el pueblo acude a ver.

Si no se ha quedado un hombre,

Menos falta una mujer.

 

Había corrido la voz

Que el reo era un lindo mozo,

Medio de mala cabeza,

Pero de muy buen carozo.

 

Que conforme con su suerte

Y sin mostrar ningún susto,

Se portó esa última noche

De guapo que daba gusto.


Porque acordadas tres cosas

A aquel que se halla en capilla,

Sólo pidió una guitarra,

La guayaca y una silla.

 

Que por cifra les compuso,

Y en décima, una glosa

Sobre esta copla asentada

Por una mano piadosa:

 

«Preso y sentenciado estoy,

No tengan pena por eso,

Que no soy el primer preso

Ni dejo de ser quien soy.»

 

Y que hasta bailó una cueca

Que audaz llamó «la del bando»,

Con la mujer del sargento

Que le hizo el gusto llorando.

 

Porque era mozo tan ágil

Y delgado de tobillos,

Que se arregló soliviando

Con una faja los grillos.

 

Mire que es fatalidad

Venir así a errar la huella.

Mire que haya quien desniegue

Esto de la mala estrella.

 

Esto de la mala estrella

Contiene mucho argumento.

Mas por hoy, señores míos,

Hay que seguir con el cuento.

 

III

 Ya el reo se halla vendado,

Y ante tropa y concurrencia,

Se echa por última vez

El pregón de la sentencia,

 

Que habiendo correspondido

Consejo sobre el tambor,

Resuelve que así se cumpla

El comando superior.

 

Que por su artículo tal

La ley con rigor ordena

Que al desertor en campaña

Se aplique la última pena.

 

Pero que si una mujer

Por marido lo pedía,

En prisión aquel suplicio

Conmutado le sería.

 

Es que en su misma dureza

Compasiva la ordenanza,

Querrá acordarle al amor

Aquella última esperanza.

 

El caso es que para el reo

No fue el destino tan cruel,

Porque una dijo que estaba

Pronta a casarse con él.

 

La que a esa carta perdida

Se juega de tal manera,

Es, con sorpresa de todos

Ña Justa la pastelera.

 

Parda jamona, y de yapa,

Bizca por su mala suerte,

Aunque todos reflexionan

Que al fin más fea es la muerte.

 

Y que un culpable indultado,

A quien la cárcel aguarda,

No va a andarse con melindres

Sobre si es negra o es parda.

 

Ella le hace caridad,

Porque al fin es un suicidio

Pasar la vida esperando

A la puerta del presidio.

 

Con lo cual bien los asombra

Cuando ruega muy entero,

Que los ojos le desaten

Porque quiere ver primero.

 

Y en cuanto echa su vistazo,

«No me conviene la prenda»

Dice con resolución,

Y vuelve a pedir la venda.

 

Recibió sus cuatro tiros

Dándose por satisfecho,

Y así la pobre ña Justa

Sufrió el último despecho.

 

Miserias por esperanzas

Ella buscó decidida.

Y al rigor de la fealdad

El sacrificó la vida.

 

No sé qué creerán ustedes,

Mas yo tengo para mí,

Que merece algún respeto

Quien supo morir así.




* En «Romances del Río Seco», MCMXLVIII – Ediciones Centurión, Buenos Aires – Con dibujos de Alberto Güiraldes, que ilustran también esta presentación. Edición anotada por Leopoldo Lugones (h).

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