«La huelga en el paraíso» - Gustave Thibon (1903-2001)
«...Siempre me acordaré de la frase
de un ingeniero que me dijo, con acento de infinita ternura, al enseñarme la
fotografía de su mujer y sus hijos: “Éstas son las personas por las que trabajo”».
Y el autor concluye: «¿Quizá
necesite el hombre una autoridad para poder organizar su vida de una manera
eficaz y feliz? ¿Quizá el rechazo de toda disciplina lleva a una anarquía que
amenaza a la sociedad? ¿Tal vez el sentimiento de representar un papel es
preferible a un aumento de salario decidido desde lejos por una burocracia sin
rostro? La huelga de Kiruna plantea todas estas cuestiones...».
Los mineros, pues, se han
rebelado contra la perfección. ¿Qué perfección? La que concierne a todos los
engranajes de la relojería humana y social, incluidos en ella los mecanismos de
la distracción y del placer. Esos mineros, como se suele decir, lo tienen «todo
para ser felices». Entonces, ¿qué reclaman?
Hagamos el parte del clima que
reina en esta latitud. El hombre meridional que soy siente ya cómo le suben
efluvios de neurastenia al pensar en vivir en la Laponia sueca. Pero el
problema debe plantearse de otra manera para los trabajadores nórdicos.
Esos hombres poseen todos los
elementos de una vida perfecta: les falta el lazo interno (das geistige Bund)
que une y vivifica todos los elementos. Todo «gira» en la máquina, pero la
máquina no sabe por qué gira. Los trabajadores gozan de un bienestar
incomparable y no son felices porque, paradójicamente, se sienten privados a la
vez del ser, es decir, de la conciencia de existir realmente, y del bien,
es decir, de las virtudes –un impulso, una disciplina, un amor– que, al dar un
sentido y una finalidad al destino, alimenten esa conciencia.
Por impulso entiendo el gusto
por la actividad profesional y el apego a ella. El trabajo mejor remunerado y
menos penoso no deja de ser una carga si no lleva consigo el elemento de
espontaneidad y de carácter gratuito que aporta la vocación a ese trabajo. «El
amor por el propio estado es el más precioso de todos los bienes», decía el
canciller D'Aguesseau. Y Stendhal: «La vocación es tener por oficio la propia
pasión». ¿Cuántos artistas, sabios, médicos, han trabajado toda su vida en la
pobreza y en la oscuridad, sin pedir a su actividad otra recompensa que la
propia actividad? Sería una utopía pedir a obreros o a mandos medios de la
industria una vocación tan intensa y tan exclusiva, pero en una sociedad normal
no debería existir ningún oficio en el que el trabajador no pudiera proyectar
el deseo de realizarse en una obra exterior, lo que cuenta entre los deseos
esenciales del ser humano.
Una disciplina. El autor del
artículo citado más arriba invoca con razón la ausencia de autoridad directa
como una de las causas de la insatisfacción de los trabajadores. El jefe
visible, abordable, competente y consagrado crea, por su prestigio, y solicitud,
un clima de fraternidad y confianza que hace aceptar desde el interior la
disciplina impuesta por el trabajo. Por todas partes se oyen quejas de la
decadencia de la moralidad profesional. Se debe en gran parte al carácter cada
vez más abstracto y anónimo de la autoridad. Nunca un aumento de los salarios y
de los ratos de ocio, decidido por un ordenador y efectuado por un distribuidor
automático, podrá reanimar el sentido del deber de estado. Es necesaria la
presencia del prójimo, el calor humano. La moralidad no es, como la venganza,
un plato que se coma frío.
Finalmente, un amor. Porque
incluso allí donde el trabajo implica sólo un débil
grado de vocación y donde hace estragos la alienación burocrática, el afecto
familiar y el sentido de las responsabilidades que de él deriva bastan para dar
un sentido al trabajo. Siempre me acordaré de la frase de un ingeniero
que me dijo, con acento de infinita ternura, al enseñarme la fotografía de su
mujer y sus hijos: «Éstas son las personas por las que trabajo». «Sentimentalismo
pasado de moda», dejó caer un tecnócrata a quien yo contaba este humilde y
precioso hecho. «Tanto peor –contesté–: siempre es un gran mal juzgar caduco lo
que es irreemplazable como algo pasado de moda». Volviendo a nuestro tema,
sería interesante saber lo que queda del vínculo religioso, que todo parece
suponer relajado, si no ausente.
Ahí está el nudo del problema:
más allá de la eficacia material y de la justicia matemática, se trata de
volver a encontrar ese imponderable sin el cual todas las ventajas económicas y
sociales carecen del necesario peso específico. Algo análogo a la levadura en
la masa, al rayo de sol en un paisaje... Se ha denunciado durante largo tiempo,
siguiendo a Marx, «la mixtificación idealista» consistente en abrevar con
consolaciones morales y religiosas a las víctimas de la explotación económica.
La situación ha dado la vuelta y he aquí que empezamos a recoger los amargos frutos
de la mixtificación materialista que consiste en
hacer creer a los hombres que la abundancia y el justo reparto de los bienes de
consumo bastan para alcanzar la felicidad. La revolución económica
exige, como una de las primeras condiciones de su supervivencia y de su
desarrollo, un renacimiento espiritual. Mientras los hombres han tenido hambre,
han podido dudar de la verdad de la frase evangélica: «No sólo de pan vive el
hombre», pero el aburrimiento y la revolución que segrega la prosperidad
general abandonada a sí misma le aportan, hoy, la confirmación interior.
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