«Una Religión y una Moral de repuesto» - P. Leonardo Castellani (1899-1981)
En vísperas de una nueva jornada electoral en la Argentina, vayan estas luminosas y esclarecedoras líneas, que son como «un llanto sobre la Patria», y escritas hace ya más de
sesenta años, pero de gran actualidad.
El democratismo liberal, en el
cual somos nacidos, uno puede considerarlo como una herejía, pero también por
suerte como un carnaval o payasada: con eso uno se libra de llorar demasiado,
aunque tampoco lo es lícito reír mucho. Ahora está entre nosotros en su
desarrollo último –en su desarroi, como dicen los franceses– y una
especie de gozo maligno es la tentación del pensador, que ve cumplirse todas
sus predicciones, y desenvolverse por orden casi automático todos los
preanuncios de los profetas y sabios antiguos que –empezando por Aristóteles–
lo vieron venir y lo miraron acabar…, como está acabando entre nosotros.
De suyo debería morir, si la
humanidad debe seguir viviendo; pero no se excluye la posibilidad de que siga
existiendo y aun se refuerce nefastamente, si es que la humanidad debiera morir
pronto, conforme al dogma cristiano. Mas eso no será sino respaldado por una
religión, sacado a luz el fermento religioso que encierra en sí, y que lo hace
estrictamente una herejía cristiana: la última herejía quizás, preñada del
Anticristo.
Es
para llorar el espectáculo que presenta el país, mirado espiritualmente. El
liberalismo ha suministrado a la pobre gente –no a toda, sino a la que no ama
bastante la verdad– una religión y una moral de repuesto, sustitutivas de las
verdaderas; un simulacro vano de las cosas, envuelto a veces en palabras
sacras.
¡Qué
es ver a tanto pobre diablo haciendo de un partido un Absoluto y poniendo su
salvación en un nombre que no es el de Cristo –aun cuando a veces el nombre de
Cristo está allí también, de adorno o de señuelo–! Se pagan de palabras vacías,
vomitan fórmulas bombásticas, se enardecen por ideales utópicos, arreglan la
nación o el mundo con cuatro arbitrios pueriles, engullen como dogmas o como
hechos las mentiras de los diarios; y discuten, pelean, se denigran o se
aborrecen de balde, por cosas más vanas que el humo… Una vida artificial,
discorde con la realidad, les devora la vida.
Claro que en los truchimanes que
arman todo el tinglado –y viven de eso– el caso no es tan simple: ellos saben
que detrás de su «fe democrática» y su «moral cívica» se esconde –para ellos
solos– el poder y el dinero; sobre todo el dinero. ¡Oh el dinero, el gran ideal
nacional de los argentinos! «Hacer» mucho dinero rápidamente y por cualquier
medio es la Manzana de la Vida: la Serpiente no necesita aquí gastarse mucho. Pero
por lo mismo donde pecan, por ahí perecen. De mentiroso a ladrón no hay más que
un paso; y de eso a todos los otros vicios, e incluso crímenes, medio paso. Pueblo
de mentirosos y ladrones, bonita ejecutoria vamos a ganar en el mundo si
seguimos por estos caminos. «Criadores de vacas y cazadores de pesos», ya nos
llamó Unamuno.
Dios los ha entregado al
torbellino de sus vanas cogitaciones «porque no amaron la caridad de la verdad» –dice
San Pablo–. La verdad aquí es una mercadería despreciada; tanto que ni gratis
la quieren y aun pagan para que los engañen. El mismo día dieron en Buenos
Aires sendas conferencias un estudioso argentino que es un verdadero doctor
sacro, ducho en la ciencia de la salvación y que habla «como los propios
ángeles», o poco menos, y Lanza del Vasto. El argentino que tiene realmente
algo que decir a su gente –y para eso ha sido mandado aquí por Dios– tuvo doce
oyentes; el diletante extranjero tuvo una muchedumbre, que acudió solícita,
propio como los monos cuando les agitan delante un trapo con colorinches. Desdichado
el pueblo que no reconoce a sus maestros; y más desdichado el que mata a sus
profetas. Pero los maestros y los profetas son ahora los politiqueros; a uno de
ellos le oí decir que su partido iba a suprimir la bomba atómica.
¿Por qué el hecho de ser
argentino no está por encima del hecho de ser radical, socialista o
nacionalista? —se pregunta mucha gente—, ¿Por qué hemos de matarnos entre
nosotros, abriendo con eso las despensas o las alcobas a «los de afuera»?
Paradojalmente, la categoría Patria
está hoy día tan baja, porque comenzó por estar demasiado alta. En el siglo
XVI, Erasmo de Rotterdam escribía: «¿Por qué el hecho de ser cristiano no está
por arriba del ser francés o español?»… Si se pone a la «Patria» en lugar de
Dios, nada impide que se ponga luego un «partido» en lugar de la patria. ¡Un
partido! Una cosa partitiva, parcialmente, una «parte»; y ni siquiera una parte
de la patria, como sería una provincia, sino una parte de esa mafia que corre
detrás de… lo que dijimos arriba. De eso hacen un Absoluto, a lo cual ayuda la
decadencia de la religiosidad. El hombre que no adora a Dios adora por fuerza
otra cosa, dijo Tomás de Aquino; y en primer lugar al Estado, que es la obra
más grande de las manos del hombre; pero… «no adorarás la obra de tus manos». A
nosotros nos han hecho adorar a San Martín, y ahora quieren hacernos adorar la
Bandera y el Himno; que es como si la Iglesia hiciese adorar la pila del agua
bendita. Pero el pueblo argentino, personalista, prefiere adorara
Zabaleja Pérez… o al Otro: al «General».
Hace poco oí a un politiquero,
al cual encontré en un velorio:
–¿No le da vergüenza a usted
haber votado por el doctor Cisera, porque le curó gratis a su hijo? Eso es
vender la conciencia, faltar a la lealtad partidaria…
El politiquero desea que le
guarden «lealtad», a él, incluso por encima de los propios hijos: del carnaval
electoral y todos sus desdichados adminículos quiere hacer un Absoluto. Ése es
su negocio. Pero a mí me es más simpático el personalista que
vota por una persona que conoce y aprecia, que no el impersonalista que
vota por una «plataforma». ¡Santas y divinas plataformas! ¡Cómo las amo! Yo
mismo he compuesto dos o tres que no dejan de ser bonitas, miradas de perfil.
Y es que en el fondo existe
detrás de la mafia de marras una cosa más grave, que no existió en la
antigüedad; y es esa herejía que mencionamos. ¡Qué diferente es la «democracia»
de Aristóteles de la «democracia» de estas tierras! Las «ideologías» han
ingresado a las facciones políticas –que teóricamente deberían tratar de los
medios y no de los fines– dividiendo a los hombres en lo profundo, dando un
cariz religioso a la «contienda cívica» e incubando verdaderas guerras civiles
latentes –y no latentes– en todas las naciones; que tienen el implacable rigor
de las guerras religiosas. Un comunista argentino tiene por enemigo a un
argentino nacionalista y por hermano a un comunista chino o ruso. Ese es el
hecho obvio, que espantaría a Erasmo. La categoría Patria ha
caído, la otra categoría desplazada en el Renacimiento ha vuelto
clandestinamente; y se lucha ende por una concepción total de la vida humana –o
sea por una idea religiosa– y no por el medio más conveniente de explotar el
petróleo, ni siquiera por una «constitución nuevecita», juguete caro que pueden
permitirse los argentinos, pueblo rico. ¡Bendita y costosa Constitución nueva,
que nos va a salir muy cara; porque el que no adore a ese papel, será «traidor
a la patria»!
Durante la Revolución Francesa
los franceses se dieron 13 constituciones nuevas en 80 años, a cual más
perfecta y democrática. Napoleón I se hizo nombrar Cónsul Vitalicio y después
Sultán Hereditario, sin cambiar la Constitución que encontró, que empezaba así:
«La Francia es una República una e indivisible…».
No es extraño que el clero aquí
se haya conmovido. Una parte del clero «hace política»; medio al rumbo sin
directivas claras, y tememos mucho que –perdón por el atrevimiento– sin tino y
sin inteligencia. De sobra ve que lo que se juega es demasiado grande; pero
dudamos de que esté jugando bien, al hacer política electoralista y no percibir
la gran política, que es la suya. ¿Cuál política? Pues la política de la
Verdad. Un cura electoralero me inspira más repulsión que un cura concubinario;
será que yo no sirvo para esto. Y todavía, si Dios no nos detiene, el clero
argentino va a ayudar al tercer triunfo del liberalismo y la masonería en la
Argentina –después del cual no se sabe lo que viene– me dijo Dom Pío Ducadelia,
Obispo de Reconquista. Eso sí, lo hará «sin querer»; lo cual será su disculpa,
pero no su salvación. El que busca palos, casi siempre los encuentra, dice el
mismo Dom Pío.
No hay que engañarse: en el
mundo actual no hay más que dos partidos. El uno, que se puede llamar la
Revolución, tiende con fuerza gigantesca a la destrucción de todo el orden
antiguo y heredado, para alzar sobre sus ruinas un nuevo mundo paradisíaco y
una torre que llegue al cielo; y por cierto que no carece para esa construcción
futura de fórmulas, arbitrios y esquemas mágicos; tiene todos los planos, que
son de lo más delicioso del mundo. El otro, que se puede llamar la Tradición,
tendido a seguir el consejo del Apokalypsis: «conserva todas las casas que has
recibido, aunque sean cosas humanas y perecederas».
Si no fuera pecado alegrarse del
mal ajeno –y más del mal de la Patria, que es mal de todos– una risa
inextinguible como la de los dioses agitaría a todo hombre cuerdo ante el
espectáculo del carnaval político con sus disfraces, oropeles, patrañas y
gritos destemplados: en lo que ha ido a parar la famosa «democracia», que
como elissir d’amore, panacea de todos los males y «religión del
porvenir» nos vendieron el siglo pasado, puesto que los argentinos estamos
patinando todavía en el siglo de Fernando VII con música de Donizetti. Había un
error religioso, una herejía, en el fondo de ese sistema halagüeño, el cual en
seguida denunciaron los pensadores; error que lógicamente se ha desarrollado en
diversas absurdidades e inmoralidades; para ver lo cual ya no es necesario ser
gran pensador. Y hay gente que se ha vuelto pensadora por fuerza… en las
cárceles de la Libertad.
Por suerte el pueblo argentino
no es todavía insensible a las payasadas. Pero como esta payasada es trágica, o
dramática por lo menos, no nos es lícito hacer jarana con ella.
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