«La unidad de España» - Ramiro Ledesma Ramos (1905-1936)
Escrito hace casi noventa años, resulta este texto de una dolorosa y sorprendente actualidad. Vaya, pues, desde la Argentina esta publicación en homenaje a todos aquellos que han
luchado, y luchan hoy en día, por mantener firme la unidad de España.
Si España no es para los
españoles una realidad sobre la que resulte imposible abrir discusión, es que
España no existe como una Patria. No hay Patria si dentro de ella, dentro de
sus contornos, aparecen encajadas de un modo normal y público ideas y gentes
contrarias a su existencia misma. Pues estas últimas son por definición las
características de lo que hay fuera, de lo extranjero, de lo presunto enemigo.
La unidad de España es la más
antigua unidad nacional que se hizo en Europa. Gracias a esa delantera
histórica en el proceso de formación de las nacionalidades modernas, España fue
durante el siglo XVI el pueblo más culto, más fuerte y más rico del mundo.
Cuando otros pueblos europeos iban creando con dificultades su unidad, iban
acumulando y descubriendo sus ingredientes nacionales, España había superado ya
esa inicial etapa e iba camino de ser un Imperio potentísimo.
La unidad nacional española ha
sido realmente la que hizo posible nuestro mejor pasado. Pero su misión no es
sólo la de explicar y justificar la historia, sino la de existir precisamente
hoy como pilar básico de la España de nuestros días, como elemento primordial y
fundamental de la España nuestra.
Evidentemente, la afirmación de
la unidad está a la cabeza de las reivindicaciones revolucionarias de la
juventud nacional. Mientras tenga vigencia la Constitución de 1931, mientras
siga creyendo una gran porción de españoles que el proceso disgregador de la
periferia es una simple disputa por la forma que deba adoptar el Estado, la
unidad nacional estará en permanente peligro de ser vencida. (Y estar en
peligro es ya en muchos aspectos no existir como tal). Pues las erupciones
autonomistas de Cataluña y Vasconia se encuentran en la misma línea de
liquidación y descomposición de España, que ha seguido el derrumbamiento del
Imperio, desde Rocroy a 1898. No es una casualidad que hayan surgido como
fenómenos inquietantes después de esta última fecha, es decir, una vez cerrada
y conclusa la disgregación ultramarina, como si el cáncer histórico se
dispusiera a hincar el diente en la unidad de los territorios peninsulares.
España tiene en regla todas las
ejecutorias históricas precisas para mantener su unidad. Esta fue hecha en el
siglo XV por los únicos poderes que entonces representaban la voluntad histórica
de todos los españoles, dando así satisfacción, no sólo a afanes de su propio
tiempo, sino al hermoso sueño de una unidad que tenían todos los hispanos desde
la época romana.
Ahora bien, lo que hoy interesa
no son precisamente las ejecutorias de orden histórico. La lucha actual por la
unidad no se libra entre dos grupos de historiadores ni de juristas. Y puesto
que, por las razones que sean, los núcleos afectos a la tesis disgregadora
constituyen fuerzas actuantes, mueven resortes políticos poderosos y han
logrado un amplio y peligrosísimo cortejo de moderados que transigen y hacen
concesiones, el problema está íntegro en manos de esa palanca voluntariosamente
decisiva a que, en último extremo, apelan los pueblos para justificar su
existencia histórica.
Pues todo indica que la lucha
por la unidad tiene el carácter de una lucha por la existencia de España.
Estamos quizá ante la necesidad de que España revalide sus títulos. Exactamente
como en 1808, si bien ahora quienes le plantean cuestión tan grave no son
extranjeros, sino españoles descarriados, estrechos de espíritu y de
mentalidad, inferiores a la misión de España y a la grandeza de su futuro.
El problema actual de la unidad
requiere una solución voluntariosa, es decir, de imposición de una voluntad
firme, expresada y cumplida por quienes conquisten el derecho a conseguir la
permanencia histórica de España. Por eso, y sólo por eso, es una consigna
revolucionaria y no una orden del día electoral. No creemos, naturalmente, como
Renán, que las naciones sean un continuo y permanente plebiscito, sino al
contrario, que tienen sus raíces más allá y más acá de los seres de cada día.
Pero España, por causas ajenas a nosotros, quiero decir a las generaciones
recién llegadas, tiene realmente en cuestión su unidad, su propia existencia para nosotros. Y por tanto, se nos
plantea el problema de resolverla y conquistarla.
Y he aquí cómo la misma
agudización y agravación de nuestro problema nacional, ese de estar y
permanecer como marchitos y ausentes desde hace más de doscientos años, va a
proporcionarnos una coyuntura segura de resurgimiento. Porque la trayectoria
que siguen las fuerzas disgregadoras es algo que no puede ser vencido ni
detenido sino a través de una guerra, es decir, a través de una revolución. (Ya
su primer quebranto fue debido, el 6 de octubre, a la intervención de los
cañones).
La unidad no puede consistir en
una simple destrucción de los afanes separatistas que hoy alientan en Cataluña
y Vasconia, aunque tenga, desde luego, que comenzar por triunfar violentamente
sobre ellos. Pues España tiene que representar y ser para todos los españoles
una realidad viva, actuante y presente. Tiene que ser una fuerza moral
profunda, un poder histórico que arrastre tras de sí el aliento optimista de la
nación entera.
La unidad de España se nos
presenta hoy como el primer y más valioso objetivo de las juventudes. La unidad
en peligro, deficiente y a medias, no puede ser aceptada un solo minuto con
resignación, no puede ser conllevada.
Sin la unidad, careceremos siempre los españoles de un andamiaje seguro sobre
el que podamos disponernos a edificar en serio nada. Así, hasta que no se logre
la unificación verdadera, hasta que no queden desprovistas de raíces las
fuerzas que hoy postulan el relajamiento de los vínculos nacionales, seguirá
viviendo el pueblo español su triste destino de pueblo vencido, sin dignidad histórica
ni libertad auténtica.
La defensa de una política de
concesiones a los núcleos regionales que piden y reclaman autonomías equivale a
defender el proceso histórico de la descomposición española. Equivale a
mostrarse conformes con lo peor de nuestro pasado, como deseosos de que sea
permanente nuestra derrota. Equivale a una actitud de rubor y de vergüenza por
haber sido España algún día un Imperio. Equivale de hecho a creer que España es
una monstruosa equivocación de la historia, siendo por tanto magnífico ir
desmantelándola piedra a piedra hasta su aniquilamiento absoluto.
A veces se encuentra uno con que
los disgregadores invocan hechos y razones históricas en apoyo de sus tesis. No
es fácil saber si esos hechos y esas invocaciones tienen algo de respetable
desde el punto de vista de la veracidad de la historia. Habrá que inclinarse
naturalmente a negarlo, porque la historia la hacen los poderes victoriosos,
sobre todo si esas victorias encierran y comprenden, además, el espíritu mismo
fecundo de la historia. Es el caso de España y de su unidad, hecha genialmente,
de una manera limpia, fecunda y efectiva. Y ahora nos encontramos también con
que esa unidad es, además de un hecho histórico formidable, gracias al que se
han realizado cosas sorprendentes, un valor actualísimo para nosotros, para los
españoles de esta época, tan necesario como el aire.
La defensa de la unidad de
España no puede obedecer sólo –aunque en muchos sea suficiente este afán– al
deseo de impedir que un pueblo se fraccione y desaparezca, es decir, muera, lo
que desde luego es un espectáculo angustioso para cualquier patriota, sino que
obedece a una necesidad de los españoles que hoy vivimos, algo que si no
tenemos y poseemos nos reduce a una categoría humana despreciable, inferior y
vergonzosa. De ahí que la unidad no sea una consigna conservadora, a la
defensiva, sino una consigna revolucionaria, necesidad de hoy y de mañana.
España no es un cualquier amorfo
territorio carente de historia y de futuro. Si lo fuese, importaría poco su
resquebrajamiento y su disgregación. España es hoy, por el contrario, uno de
los pueblos que están más cerca de alcanzar una situación mundial, económica y
política, de signo envidiable. Uno de los pueblos que tienen más próximo y al
alcance de su mano la posibilidad de una etapa espléndida. Y ello, tras larga
espera, después de cruzar y atravesar períodos misérrimos, ásperas e
inacabables zonas de decrepitud y de debilidad.
En un momento así, en una hora
así, situar en el camino de los españoles persistentes llamadas en favor de su
dispersión, es, más que un acto de traición, un acto de tontería y de locura.
Es, desde luego, también una actitud reaccionaria, en el sentido, como antes
dijimos, de permanecer en una línea de servicio a la tradición liquidadora, al
peor pasado nacional, a la tradición de las derrotas.
* En «Discurso a las juventudes de
España», 2ª Edición, Ediciones Fe, Mayo MCMXXXVIII.
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