«Roberto Brasillach, de regreso» - José Luis Gómez Tello (1906-2003)

Hace diecisiete años[1], Robert Brasillach era fusilado en el fuerte de Montruge. Con él se derribaron, de doce balas, muchos pensamientos puros, muchos libros por escribir, muchos versos por los que clamar a los corazones de la juventud. Pero no se asesinaron sus ideas. Brasillach escribió una vez: «¿Qué importan las derrotas? / Tendremos otras mañanas, / Sé que ya me escucha / el Mañana». Este mañana es la juventud de hoy, que comienza a congregarse en torno a esa bandera de luz que fueron las ideas de Brasillach.

En menos de cinco horas se le juzgó y condenó a muerte. En menos de una generación, sus ideas y su nombre, tanto tiempo silenciado, están de regreso. Roberto Brasillach sabía que se le buscaba entonces para matarle, pero se entregó voluntariamente para ser encarcelado en Fresnes. Sabía que así había de llegar un día en que se buscarían también sus libros para leer en ellos la gran lección de la libertad, no de la celda de la cárcel anónima, anónima muerte. Creía que no tenía nada que reprocharse ante sus jueces, salvo una cosa: sus ideas, las ideas que había ido plasmando, línea a línea, en cada libro en cada artículo. Esas líneas le fueron también leídas una a una para pedir su cabeza. En la Europa de 1945 –y también en la de 1962– un Joanovici estafador, crapuloso y jugador con dos barajas[2], podía ser perdonado y hasta honrado. Pero un Roberto Brasillach, no. Como no podían serlo ni Bassompierre, ni Jean Harold Paquis, ni Paul Chack, George Suárez, Jean Luchaire, Carlo Borsani, ni, el poeta ciego. Todos fueron fusilados. Como no podían serlo Fabre Luce, Benoist–Mechin, Sacha Guitry, Drieu la Rochelle, Bardeche, Abel Hermant, Henry Beraud, Spampanato, todos condenados. ¿En nombre de qué? En nombre de sus ideas. Sobre todo, en nombre de una idea, a la que por otra parte, en la mayoría de los casos, no les unió activamente, sino el sentirse miembros de su familia espiritual.

Esta idea tiene en nuestros corazones –ayer y hoy– una resonancia profunda, un timbre de campana, de fábricas, un brillo de estandartes y trompetas, un clamor de torrente primaveral, un aliento que nos llega desde los ex combatientes de los Cuerpos francos, que se batieron en el Báltico, en Berlín, en Munich, en el Saar –leed las obras de Ernest von Salomón, las de Moeller von de Brucke, las de Drieu la Rochelle, ciertas páginas de Benoist Mechin, de Fabre Luce, de Spampanato– hasta hoy: Europa. He aquí la idea y la palabra condenadas entonces en Roberto Brassilach y en tantos hombres de Italia, de Francia, de Alemania, de Croacia, de Rumania, de Hungría, de Polonia, que se resumen simbólicamente en el gran poeta francés muerto en Montrouge, doce balazos en el corazón.

Esta Europa, a la que él pertenecía, a la que se entregó con pasión de combatiente y de intelectual, debía estar amasada por el entendimiento de las patrias, por el entendimiento de su patria, Francia, por la que luchó como soldado, con la Alemania contra la que combatió con uniforme, pero amó ideológicamente. Antes que otros muchos, Brasillach gritó la palabra Europa desesperadamente, porque la veía proyectarse resplandecientemente sobre las ruinas de la guerra, como una bandera a la que servir, como una primavera que brotaría de aquellas mismas ruinas, donde quedaban enterrados los huesos y las carroñas de los mejores. Y la había visto nacer en nuestra Patria, en España, sobre la tierra de Castilla, que tanto amó José Antonio, bajo el cielo acerado de Toledo. En las últimas páginas de su libro Los cadetes del Alcázar, escrito con Henri Massis, y que fue el primer libro dedicado a esta gesta, escribió: «Los cadetes de Toledo no han luchado sólo por España: han defendido el Occidente católico». La unidad de Europa occidental se le aparecía así grabada en la silueta del Alcázar mutilado, y no estaría de más que nuestra juventud leyera este libro para ayudar a desintoxicarse. Quizá así se comprenda por qué hermosas razones secretas, profundas, heroicas, nosotros estamos unidos a la Europa de Brasillach.

Bien es verdad que nuestra generación no quería la Europa de la dimisión, sino la de la virilidad, de la resurrección, de la potencia espiritual y material. Roberto Brasillach, como su generación, como nuestra generación, gritó en nombre de esta Europa lo que queríamos: un renacimiento juvenil, un entusiasmo de resurrección, un mensaje de hombres enteros, una actitud de heroísmo, de sacrificio, de disciplina, conceptos sobre los que hoy se ironiza en nombre de la facilidad, del confort, de la transigencia, de la traición a todos los ideales. Estos jóvenes podían encontrarse circunstancialmente, y de hecho se encontraron, en trincheras opuestas. Pero los mejores de cada bando supieron encontrarse a la hora de una esperanza de reconstrucción, sobre esta mística europea. Yo no sé si esta colaboración no pudo crearse antes de 1945, porque era demasiado pronto o porque fue demasiado tarde. Algunos, las mentes más lúcidas o los corazones más valerosos, supieron hacerlo. Unos, en la Legión del Este, en las filas de la división Wikingo, o en el batallón Carlomagno, o en las brigadas Ettore Mutti. Otros, como Jean Harold Paquis, escribiendo su editorial europeo para un periódico imaginario hasta el mismo día en que fue llevado ante un pelotón de ejecución, con la camisa azul. Pero lo cierto es que diecisiete años después de la muerte de Brasillach ya no sorprende a nadie que hombres que entonces estaban contra las ideas de Brasillach sean hoy acusados de «fascistas» como él. Tengamos el valor de decir que esto ha sido posible porque median entre las generaciones una cadena de muertos resplandecientes como arcángeles.

Brasillach, en los días de la prisión, cuando ya presentía su muerte, le respondió a Benoist Mechin, que ironizaba, terrible ironía, sobre sus «ideas negras»:

–Las ideas negras no son para mí. La bandera negra, sí. Pero las ideas claras.

Estas ideas claras son las de una juventud que se batió por unas palabras que son de Brasillach:

Robert Brasillach  

«Nosotros sabemos que, sea el que sea nuestro destino, nuestra tarea consistirá en todas las circunstancias en volver a crear este clima nacional y audaz en que nuestra Patria deberá vivir para asombrar al mundo. Pero, ¿después de qué, en cuánto tiempo?». Sabía, pues, que la simiente no se arrojaba para su época, que después de todo lo más importante era proyectarse sobre el futuro, afirmando las raíces de la idea. Brasillach sentía Europa con un nombre claro y concreto, en toda la amplitud de la palabra, sin miedo y sin complejos, desde la exaltación de las grandes concentraciones de Nuremberg hasta el silencio de los que iban a morir en una frontera oscura de la guerra. Quería un nuevo estilo de vida, una nueva ética, una revolución nacional, que elevaba al plano de revolución europea. Antes que la condena del nacionalismo egolátrico y estrecho fuera un artículo fe, un dogma de la Europa de 1962, Brasillach le dio por condenado. Lo había visto pulverizado por los cañones de la guerra de 1939, cuyas consecuencias de parto de la idea europea previó. También previó que él no vería madura la cosecha porque aún era temprano para un espíritu de colaboración, que entonces sentían sólo los combatientes, los voluntarios flamencos y valones, los españoles y los finlandeses, los suecos y los griegos, los húngaros y los rumanos, cuyas ideas encontraréis en las amarillas páginas de una revista que se llamaba «Revista de la Juventud Académica Combatiente».

En la hora del proceso, Brasillach no se defendió a sí mismo. Defendió el futuro, manteniendo las ideas que había abanderado siempre.

¿Qué es lo que se condenó en Roberto Brasillach? Se condenó su pasión por la vida. Amaba los «hermosos cantos graves» de los soldados y las peregrinaciones patrióticas a Chartres, la sinfonía heroica de los estandartes, el relámpago de las bayonetas, un sentido total de la existencia que fuera fuego en el alma de los pueblos. Se le culpó por haber acusado a los verdaderos culpables de la guerra y haberse enfrentado con el Tribunal que reclamaba su cabeza sin pedir clemencia, sin querer engañarse sobre su destino, sin tachar una sola de las cuartillas que había escrito, sin haber renegado de una sola de sus ideas. Todavía en la prisión, escribió un libro, notas sueltas, con una arquitectura interior profunda y conmovedora, donde se encuentran párrafos que nosotros no podemos ignorar: «El fascismo es el espíritu social y nacional, es el espíritu de equipo ante toda otra cosa. Sería desfigurarle creer que no puede servir más que de muralla a una resurrección de viejas fórmulas homicidas que han llevado a Rusia a la revolución de 1917 y a España a la revolución de 1931. El fascismo no es el marxismo, pero combate las injusticias contra las que aquél propone su mal remedio». Y en otra nota puede leerse: «Es el espíritu de José Antonio el que nosotros hemos saludado aquí y el que queremos mantener a nuestro modo para nosotros. La canción de la Falange proclama que las banderas que volverán «llevarán prendidas cinco rosas –las flechas de mi haz–». Nosotros hemos soñado también con cinco rosas populares y maravillosas, las hubiéramos querido para nuestro país, bordadas en espíritu sobre banderas pacíficas, sobre banderas no vencidas...». Y lo que sigue.

He aquí el mensaje postrero de Roberto Brasillach. Hace diecisiete años, pero sus palabras son más actuales que nunca. La juventud que ha llegado después de los que ya no somos tan jóvenes, podrá aceptarlas o rechazarlas, está en su derecho. Pero al menos debe conocerlas antes de decidir si los hombres que simboliza el nombre de Roberto Brasillach, los Moeller van de Brucke, los Drieu la Rochelle, los Borsani, los forjadores de una gran familia espiritual que no es ni el marxismo ni el capitalismo estaban o no equivocados. La violencia con que sus ideas hacen explosión en nuestra época –y este es un hecho cada vez más visible– nos autoriza a pensar que murieron precisamente para que sus ideas vivieran. 

* En el periódico «Arriba», Madrid, 18 de febrero de 1962; y fue reproducido en la revista «Ahijuna», Buenos Aires, Año 1, N°4, publicación ésta de donde hemos tomado el texto.


[1] El 6 de febrero de 1945 (Nota de «Decíamos ayer…»).
[2] Joseph Joanovici. Al lector a quien le interese saber de quién se trata este hebreo «estafador, crapuloso y jugador con dos barajas», le bastará con poner su nombre en Google, y advertirá el motivo por el cual el autor lo menciona de ese modo en este artículo (Nota de «Decíamos ayer…»). 

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