«La economía subordinada» - Francisco Miguel Bosch (1933-2006)

He aquí una excelente y esclarecedora lección de economía... de economía política. Y además, de gran actualidad.

Si se admite que el régimen económico establecido no responde satisfactoriamente a las necesidades de la comunidad y que una suerte de frustración y de escepticismo signan las tentativas reformistas en este campo, lo urgente es emprender una revisión en profundidad de los supuestos teóricos que inspiran el tipo de organización económica. Si algo hay que cambiar, es previo saber qué es lo que hay que cambiar y por qué. Si la sociedad está enferma, lo razonable es diagnosticar su mal concreto y proponer a partir de allí los remedios aptos para lograr la salud. Referido a la economía esto importa no sólo una elección entre las fórmulas económicas posibles, sino que obliga a un análisis del fundamento que inspira a las diferentes escuelas y al carácter mismo de la ciencia. El mal, diverso en sus causas y en sus manifestaciones, no es sólo moral ni es sólo económico. Le corresponde por lo tanto a la política su determinación y diagnóstico. La condición arquitectural de la política justifica y vuelve necesario este encuadre.

La idolatría cientificista
El país posee una dolorosa experiencia en cuanto a la eficacia de los diferentes equipos de taumaturgos de la economía. Cada uno de estos equipos llegó al gobierno político o golpeó a sus puertas, munido de fórmulas técnicas que pretendieron fueran aceptadas sin más por los detentadores del poder político, a quienes por consiguiente sólo les cupo elegir a uno de los equipos, delegando en él las decisiones que hicieran al mantenimiento o a la reforma de las estructuras económicas existentes. Se ha soslayado prolijamente la inevitable relación y subordinación que debe existir entre el orden político y el sistema económico, sin parar mientes en que no existen sistemas económicos pensados al margen de la política. Lo que sucede en todo caso, cuando se admite la autonomía de un sistema económico dado, es que el resto del orden social queda transformado en tributario del sistema económico, con la consiguiente abdicación de la política de su condición de ciencia rectora de la comunidad. De esta suerte se introduce sutilmente y se consagra sin apelación, el dogma primario de la ciencia económica, que consiste en atribuirle una autonomía fundada en leyes necesarias e ineludibles. Aquí se ha de partir precisamente de la premisa contraria. Es decir, de una concepción de la economía como parte de la política, subordinada a la política, no sólo en cuanto a sus fines, sino también y muy especialmente en cuanto a sus instrumentos de acción. Sólo así queda superado el complejo –de nefastas consecuencias para nuestro país– que afirma la fatalidad de ciertas premisas económicas, privando a la comunidad de la libre elección de su destino.

No se trata únicamente de argumentar a favor o en contra de un determinado sistema económico, sino de reubicar a la economía como aparato –especificado por sus fines pero aparato al fin– del orden político general. Viene al caso el exabrupto de Clemenceau a propósito de la guerra, cuando decía de ella que era «algo demasiado serio para dejarlo en manos de los militares». Probablemente Clemenceau no pretendiera con esto más que desairar al dignísimo mariscal Foch. Pero lo cierto es que el contenido de la frase trasciende el mero exabrupto. Y si Clemenceau no pensaba por supuesto en vestir a sus ministros socialistas con los entorchados de los oficiales del ejército, buscaba sí, subordinar la guerra –en todas sus manifestaciones– al interés del Estado que le estaba encomendado. No desconocía lo específicamente técnico de las operaciones bélicas, pero reclamaba para la política el papel rector que le pertenecía por naturaleza. Y si la guerra es algo demasiado serio para dejar en manos de los militares, otro tanto puede decirse de la economía y de los economistas, sin perjuicio, por cierto, de admitir la existencia de un área propia llamada a ser manejada por los técnicos.

De qué se trata
Es claro que para superar esta viciosa autonomía de la economía, hay que entrar a revisar los supuestos mismos en que se basa la ciencia económica a partir de su formulación moderna, celosamente defendidos por los economistas científicos, que creen ver en ellos la única garantía de la propia supervivencia. Ya los fisiócratas propugnaron concretamente la independencia de la economía respecto de la política. Y a partir de entonces, Adam Smith, David Ricardo, Carlos Marx, Marshall, sus discípulos y continuadores, cierran filas reclamando para sí una competencia exclusiva en la materia, sin perjuicio de impugnarse recíprocamente. Conviene citar a este respecto, un comentario de Marx que encuentro altamente demostrativo de esta complicidad entre iniciados. Dice Marx: «El gran mérito de los fisiócratas consiste en examinar estas formas (se refiere a las formas capitalistas de la producción) como formas fisiológicas de la sociedad, como formas que se derivan de la necesidad natural de la propia producción, y no dependen de la voluntad de la política, etc. Son leyes materiales; el error [el de los fisiócratas], radica aquí únicamente en considerar la ley natural de una determinada etapa histórica de la sociedad como una ley abstracta que domina por igual todas las formas de la sociedad».

Y sin embargo, las cosas son de muy diferente manera, porque lo económico no es más que uno de los sectores en que se decanta la actividad política del Estado, que efectivamente considera y por lo tanto gobierna, ciertas conductas libres del hombre: aquellas encaminadas a la producción de bienes. La riqueza de las naciones es fruto de la voluntad de las naciones y no consecuencia de las leyes de mercado, de la plusvalía o de la propiedad individual o colectiva de los bienes de producción. Estas no son más que fórmulas, a tenor de las cuales se explicita una voluntad colectiva que es en última instancia voluntad política y como tal signada por fines y capaz de seleccionar medios. El Estado es el llamado a posibilitar esta instrumentación política de las fórmulas económicas.

La mayor o menor aptitud de estos instrumentos de gobierno económico reside en su mayor o menor capacidad para alcanzar los fines propuestos. Estos fines son perseguidos por el grado de bondad que contienen y han de ser conjugados armónicamente con los demás fines que determinan el obrar comunitario. En la noción misma de riqueza subyace un juicio de tipo moral y cultural, ya que mal puede hablarse de riqueza como de mera abundancia de cosas, sin cuidar que estas cosas sean realmente bienes. Es obvio que esta condición de bienes, inscripta en las cosas que el hombre produce, no puede quedar librada al solo dictamen de la economía, que por definición se abstiene de formular juicio alguno al respecto. El liberalismo, incluso en sus versiones corregidas, supone que a la economía sólo le compete producir cosas en abundancia, librando al resorte del individuo la elección entre estas cosas y pensando sí, que esta elección –suma de elecciones individuales– habrá de dictar su ley al productor.

Claro que este entronque necesario de la economía con el orden político total, no la priva de sus características específicas, ni lleva a negar la existencia de una ciencia económica. Sólo debe quedar impugnada la pretensión de los economistas de transformar su disciplina en autónoma, llamada como tal a ser reconocida por el sistema político imperante.

La economía tiene a su cargo el estudio de los procedimientos destinados a gobernar las conductas libres de los hombres en orden a la producción de bienes. Y en esta afirmación resulta fácil hallar dos datos que son ciertamente anteriores a lo económico y quedan por lo tanto comprendidos en el orden político: la conducta libre de los hombres y la noción de bien. Puede verse que en lo que no pasa de ser una mera aproximación conceptual, nos tropezamos ya con nociones de otro origen que son además las que enlazan a la economía con el orden político y sientan en definitiva la supremacía de este orden político, relativizando así las supuestas leyes fatales que en la ilusión de los economistas consagrados, constituirían el objeto propio de su ciencia.

Incluso si en principio le corresponde a la economía a través de los resortes que le son propios, inducir ciertas conductas de los hombres (tales como la administración inteligente del espíritu de lucro y otras muchas que sucesivamente se irán analizando), no es dable siquiera desconocer que en determinadas circunstancias es el Estado –a través de su poder coactivo– quien puede verse necesitado de participar en este proceso, imponiendo determinadas conductas a título de imperativo legal. Claro que esto último tiene sus inconvenientes, en tanto importa un ejercicio directo por la máquina administrativa del Estado con el consiguiente desgaste. Hasta los más recalcitrantes economistas liberales admiten esta posibilidad, si bien la relegan a lo que denominan «economía de guerra». En tales casos el Estado ordena y dispone qué es lo que debe hacerse y quién debe hacerlo, sancionando las violaciones con penas privativas de libertad. Se admite también que en este caso puede el Estado asumir por sí mismo el cumplimiento de estos objetivos económicos, valido para ello del régimen disciplinario, régimen más propio de las Fuerzas Armadas que del orden económico regular. En principio, este modo de organizar la producción, sólo se justifica cuando median urgencias o necesidades públicas que deben ser inmediatamente satisfechas: cuando el Estado necesita urgentemente cañones, ordena simplemente su fabricación sin detenerse en considerar los costos de la producción, ni la ganancia del empresario, ni los salarios de los obreros, que quedan transformados en miembros de la sociedad en armas, urgida por la defensa de su existencia. Es decir, de un valor que como el nacional, será todo lo discutible que se quiera, pero que es sin duda un valor político y no económico.

Esta concesión que los economistas están dispuesto a hacer en el campo de la economía de guerra sería suficiente para que otorgaran todo lo demás. Lamentablemente no es así, ya que luego de afirmar que en determinadas circunstancias es lícita y necesaria la irrupción de lo político en lo económico –y consecuentemente la alteración por este motivo de las leyes consagradas– dan una vuelta completa, refugiándose en el argumento de que esto puede ser tolerado solamente en casos de excepción. Pero parecen dispuestos a olvidar, cuando las circunstancias se normalizan, que las exigencias que hacen a la subsistencia de una nación y que engloban aspectos tales como el de la justa distribución de las riquezas y de las cargas, no sólo actúan en caso de conflagraciones armadas, sino que son permanentes y trascendentes, llamadas por lo tanto a reflejarse en el plano económico y obviamente a ser instrumentadas a través del Estado en su condición de órgano supremo de la comunidad. Y si técnicamente es posible distinguir la «economía de guerra» de la «economía de paz», esta distinción no se remite a la participación o no de las exigencias políticas explicitadas a través del Estado, sino a los distintos modos en que el Estado participa. En un caso ordena y puede llegar incluso a hacer trabajar a los hombres bajo amenazas de castigos físicos; en el otro induce y hasta persuade recurriendo a procedimientos específicos. Son estos últimos procedimientos los que constituyen la materia de la ciencia económica, transformada así en uno de los lóbulos en que se divide la actividad, que es siempre política, del Estado.

La Economía Nacional
En el párrafo anterior se ha aludido a un tema que justificaría por sí solo un desarrollo mucho más extenso. Este tema es el de la vigencia de lo nacional como punto de partida de toda aspiración política y por lo tanto de toda aspiración económica. No creo que sea aquí en donde deba desarrollarse. Básteme por lo tanto con afirmarlo y fundamentalmente –y esto sí hace a mi objeto inmediato– con recordar que la impugnación al valor de lo nacional no puede debatirse sino en el plano político, que es donde se expresa. En definitiva, debe serles negada a los economistas, en cuanto tales, toda facultad para cuestionar el valor de lo nacional esgrimiendo razones económicas. Si la nación ha de ser el término de la vida en común, no cabe que se le opongan argumentos económicos, que, como el de la división internacional del trabajo, sólo serían conducentes de admitirse que el universo constituye efectivamente un compuesto político unificado, llamado a ser gobernado por una autoridad suprema, a la que se facultaría para imponer esta división del trabajo en orden a un bien común universal. En cualquiera de los dos casos, es previo ponerse de acuerdo en cuál ha de ser el ámbito político donde el hombre ha de vivir. Y este acuerdo no puede basarse en coordenadas económicas, por impresionantes que estas sean o por decisivos que sean los intereses que las propugnan. Ni la nación es producto de determinadas logias económicas, como lo pretende el marxismo, ni sería admisible que la unión universal de todos los hombres se constituyera sobre esa base. Pero por el momento, quede en claro que la nación –y más concretamente nuestra nación– constituye el objeto propio de estas reflexiones. Parangonando a Chesterton, agregaré que la nación es una elección del alma, y aunque no sea posible su definición, su realidad es tan palpable como es palpable la realidad del «tío Pascual», a quien no podemos definir como tal tío, pero cuya existencia no puede pasarnos desapercibida. Y sigo con Chesterton recordando que los hombres pueden servir a la nación, morir por ella o condenarse traicionándola, pero apenas pueden describirla y esto en forma harto precaria.

El Protagonista
El hombre que produce bienes no es una abstracción ni un ente creado por la ciencia económica, sino un ser humano revestido de todas las características de su especie. En primer lugar de su libertad, de su voluntad, de su sociabilidad y de su inteligencia. No es conocido por la ciencia económica sino, en todo caso, por la antropología, la biología o la filosofía. El «homo economicus» no existe, como tampoco existe el «homo iuridicus» o el «homo militaris», lo cual no impide que existan el derecho y la estrategia, y que ambas sean ciencias.

En busca de un punto de partida, admito que la economía clásica, ya sea la liberal, ya la marxista, ya cualquiera de las múltiples escuelas intermedias, no descuida aparentemente al hombre como presupuesto de sus construcciones. Parten efectivamente de una concepción del hombre. Pero inmediatamente se alejan de él al pretender someterlo a los lineamientos de la construcción lograda, en la que este hombre real no tiene cabida. En el camino y a poco de andar, se lo ha perdido de vista, dejando de ser el protagonista de carne y hueso. Se lo ha sustituido por un ente abstracto, al que se ha expurgado de todas aquellas facetas de la personalidad que la ciencia económica considera superfluas por ser ajenas al esquema. Esta pretendida purificación viene a ser antes que nada una falsificación. Obra aquí una vez más el cientificismo ingenuo, del que la ciencia económica es tributaria, al pretender una asimilación imposible entre las disciplinas sociales y las físico-naturales.

La ciencia económica persigue la elaboración de «leyes naturales» reguladores del orden económico, y sacrifica al hombre real en aras del «tipo», que será todo lo científico que se quiera, pero que no es el hombre. Y no sólo se lo priva de su libertad, entendida ésta como condición de su obrar valioso y responsable; ni siquiera admiten los economistas la diversidad de sus potencias, en tanto ellas puedan interferir en un mecanismo que se pretende concluido y sometido a determinantes infalibles. El hombre así reconstruido no ama ni odia, no se ilusiona ni distrae. Cuanto más, la ciencia computará el cansancio, siempre que pueda equipararlo al desgaste de una máquina, estimándolo así en su calidad de costo de la «fuerza del trabajo». Pero la ciencia económica se desentiende de características tan humanas como el aburrimiento, la alegría o el patriotismo.

* En «La Moneda del César», Librería Huemul, 1972, pp. 13-20.
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