«La Anunciación» - Fray Vicente M. Bernadot O.P. (1883-1941)
Este «hágase»
de María es el acto más soberano que haya realizado, porque la hace entrar en
el cumplimiento de los misterios divinos. El misterio de la encarnación no podrá
desarrollarse en lo sucesivo sin ella; por ella va a cumplir Dios su gran
misterio, aquel «que hace brillar la
gloria de la gracia», el misterio de Cristo[2], es decir, Cristo en nosotros[3].
Cuando Dios quiera darse a las criaturas, lo hará por María, intermediaria de
la vida divina. Las obras de unión, las obras de amor, la difusión de la
gracia, las hará Dios por María.
Y María lo
sabía. Una luz profética le muestra todo el misterio de su Hijo, y se entrega a
él sin reserva. «Ella sabe, siente y ve dónde Dios la atrae, la llama y la eleva,
y entra en este divino estado llena de gracias, de luz y de deseo de servir a
Dios en este alto ministerio»[4].
Ciertamente
que no conoce desde este momento los hechos particulares, las circunstancias
secundarias de la vida de su Hijo, pero ve claramente lo esencial de todo ello,
el principio y el fin. Sabe, según las palabras del ángel, que él es no solamente
«el Hijo del Altísimo», y que tendrá ella la gloria de ser Madre de Dios, sino
que también lo llamará «Jesús»[5], es decir, Salvador, y que deberá darle para la
salvación de los hombres. Se le muestra el gran designio de Dios, que es la
difusión de la vida divina por su Hijo.
¿Es posible
dudar de esto? Lo afirma toda la tradición. La Virgen María conocía las Santas
Escrituras, cuyas profundidades le descubría el Espíritu Santo. No podía
ignorar el gran misterio tan frecuentemente anunciado por los profetas: las
bodas misteriosas que quería contraer con la naturaleza humana: «Con amor eterno te amé, por eso he
reservado gracia para ti», hacía decir por Jeremías[6]. Y por Oseas: «Te desposaré para siempre, y te desposaré
conmigo en justicia, y juicio, y en misericordia, y en clemencia»[7].
Nuestra Señora
penetraba el sentido profundo de estos textos y de muchos otros, y sabía que el
Mesías, su Hijo, sería el esposo de estas bodas misteriosas predichas en el Cántico,
y ya en su corazón amaba con un mismo amor a su Hijo y a aquellos a quienes debía
unirse tan estrechamente. Si, poco tiempo después, conoció san Pablo con tanta
claridad este misterio de la unión de Cristo con sus miembros, ¡con qué claridad sería iluminado este misterio a los ojos de María que debía tener en
él un lugar tan decisivo! Veía ella, y en una luz incomparablemente más
perfecta, que su Hijo sería la Cabeza de un Cuerpo inmenso, y que el misterio
de la encarnación no se acabaría en un instante en su seno, sino que seguiría
cumpliéndose hasta el fin de los tiempos por la formación de los miembros de
Cristo.
Y comprendía
que, llamada a ser la madre del Verbo encarnado, debía concebirle en su
totalidad, como lo diría san Agustín, en la cabeza y en los miembros, y que su
maternidad no alcanzaría su plena perfección más que en el alumbramiento de
Cristo todo entero.
«Mi dulcísimo
Jesús no es unigenitus, hijo único,
decía María a santa Gertrudis, sino más bien primogenitus, primogénito, porque primeramente lo he concebido en
mi seno; pero después de él, o más bien, por él, yo los he concebido a todos
adoptándolos en las entrañas de mi amor maternal, para que fuesen hermanos
suyos al mismo tiempo que hijos míos»[8].
«En el seno de su purísima madre tomo Jesús,
no solamente una carne mortal, sino también un cuerpo espiritual, formado de
todos aquellos que creerían en Él. De modo que se puede decir que María,
llevando en su seno al Salvador, llevaba también a todos aquellos cuya vida
estaba encerrada en la del Redentor. Por lo tanto, todos nosotros en cuanto que
estamos incorporados con Jesucristo, hemos nacido del seno de María, a la
manera del cuerpo unido al jefe... De un modo espiritual y místico, pero
verdadero, somos llamados hijos de María, y ella es nuestra Madre». (Pío X,
Ad diem illum, 2 de febrero de 1904).
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