«El Catolicismo y España» - Marcelino Menéndez Pelayo (1856-1912)
Pero faltaba
otra unidad más profunda: la unidad de la creencia. Sólo por ella adquiere un
pueblo vida propia y conciencia de su fuerza unánime; sólo en ella se legitiman
y arraigan sus instituciones; sólo por ella corre la savia de la vida hasta las
últimas ramas del tronco social. Sin un mismo Dios, sin un mismo altar, sin
unos mismos sacrificios; sin juzgarse todos hijos del mismo Padre y regenerados
por un sacramento común; sin ver visible sobre sus cabezas la protección de lo
alto; sin sentirla cada día en sus hijos, en su casa, en el circuito de su
heredad, en la plaza del municipio nativo; sin creer que este mismo favor del
cielo, que vierte el tesoro de la lluvia sobre sus campos, bendice también el
lazo jurídico, que él establece con sus hermanos; y consagra, con el óleo de la
justicia, la potestad que él le delega para el bien de la comunidad; y rodea,
con el cíngulo de la fortaleza, al guerrero que lidia contra el enemigo de la
fe o el invasor extraño; ¿qué pueblo habrá grande y fuerte?, ¿qué pueblo osará
arrojarse con fe y aliento de juventud al torrente de los siglos?
Esta unidad
se la dio a España el Cristianismo. La Iglesia nos educó a sus pechos, con sus
mártires y confesores, con sus Padres, con el régimen admirable de sus
Concilios. Por ella fuimos nación, y gran nación, en vez de muchedumbre de
gentes colecticias, nacidas para presa de la tenaz porfía de cualquier vecino
codicioso. No elaboraron nuestra unidad el hierro de la conquista ni la sabiduría
de los legisladores; la hicieron los dos apóstoles y los siete varones apostólicos;
la regaron con su sangre el diácono Lorenzo, los atletas del circo de
Tarragona, las vírgenes Eulalia y Engracia, las innumerables legiones de mártires
cesaraugustanos; la escribieron en su draconiano código los Padres de Ilíberis;
brilló en Nicea y en Sardis sobre la frente de Osio, y en Roma sobre la frente
de San Dámaso; la cantó Prudencio en versos de hierro celtibérico; triunfó del
maniqueísmo y del gnosticismo oriental, del arrianismo de los bárbaros y del donatismo
africano; civilizó a los suevos, hizo de los visigodos la primera nación del
Occidente; escribió en las Etimologías la primera enciclopedia; inundó
de escuelas los atrios de nuestros templos; comenzó a levantar, entre los
despojos de la antigua doctrina, el alcázar de la ciencia escolástica por manos
de Liciano, de Tajón y de San Isidoro; borró en el Fuero juzgo la inicua
ley de razas; llamó al pueblo a asentir a las deliberaciones
conciliares; dio el jugo de sus pechos, que infunden eterna y santa fortaleza,
a los restauradores del Norte y a los mártires del Mediodía, a San Eulogio y Álvaro
Cordobés, a Pelayo y a Omar-ben-Hafsun; mandó a Teodulfo, a Claudio y a
Prudencio a civilizar la Francia carlovingia; dio maestros a Gerberto; amparó
bajo el manto prelaticio del arzobispo D. Raimundo y bajo la púrpura del
emperador Alfonso VII la ciencia semítico-española... ¿Quién
contará todos los beneficios de vida social que a esa unidad debimos, si no
hay en España piedra ni monte que no nos hable de ella con la elocuente voz de
algún santuario en ruinas? Si en la Edad Media nunca dejamos de considerarnos unos,
fue por el sentimiento cristiano, la sola cosa que nos juntaba, a pesar de
aberraciones parciales, a pesar de nuestras luchas más que civiles, a pesar de
los renegados y de los muladíes. El sentimiento de patria es moderno; no
hay patria en aquellos siglos, no la hay en rigor hasta el Renacimiento; pero hay
una fe, un bautismo, una grey, un pastor, una Iglesia, una liturgia, una
cruzada eterna y una legión de santos que combaten por nosotros desde
Causegadia hasta Almería, desde el Muradal hasta la Higuera.
Dios nos
conservó la victoria, y premió el esfuerzo perseverante dándonos el destino más
alto entre todos los destinos de la historia humana: el de completar el
planeta, el de borrar los antiguos linderos del mundo. Un ramal de nuestra raza
forzó el cabo de las Tormentas, interrumpiendo el sueño secular de Adamastor,
reveló los misterios del sagrado Ganges, trayendo por despojos los aromas de
Ceilán y las perlas que adornaban la cuna del sol y el tálamo de la aurora. Y
el otro ramal fue a prender en tierra intacta aun de caricias humanas, donde
los ríos eran como mares, y los montes, veneros de plata, y en cuyo hemisferio
brillaban estrellas nunca imaginadas por Tolomeo ni por Hiparco.
¡Dichosa edad aquélla, de prestigios y maravillas, edad de juventud y de robusta vida! España era o se creía el pueblo de Dios, y cada español, cual otro Josué, sentía en sí fe y aliento bastante para derrocar los muros al son de las trompetas o para atajar al sol en su carrera. Nada aparecía ni resultaba imposible; la fe de aquellos hombres, que parecían guarnecidos de triple lámina de bronce, era la fe, que mueve de su lugar las montañas. Por eso en los arcanos de Dios les estaba guardado el hacer sonar la palabra de Cristo en las más bárbaras gentilidades; el hundir en el golfo de Corinto las soberbias naves del tirano de Grecia, y salvar, por ministerio del joven de Austria, la Europa occidental del segundo y postrer amago del islamismo; el romper las huestes luteranas en las marismas bátavas con la espada en la boca y el agua a la cinta y el entregar a la Iglesia romana cien pueblos por cada uno que le arrebataba la herejía.
España,
evangelizadora de la mitad del orbe; España martillo de herejes, luz de Trento,
espada de Roma, cuna de San Ignacio...; ésa es nuestra grandeza y nuestra
unidad; no tenemos otra. El día en que acabe de perderse, España volverá al
cantonalismo de los arévacos y de los vectores, o de los reyes de Taifas.
A este término
vamos caminando más o menos apresuradamente, y ciego será quien no lo vea. Dos
siglos de incesante y sistemática labor para producir artificialmente la
revolución, aquí donde nunca podía ser orgánica, han conseguido, no renovar el
modo de ser nacional, sino viciarle, desconcertarle y pervertirle. Todo lo
malo, todo lo anárquico, todo lo desbocado de nuestro carácter se conserva
ileso, y sale a la superficie cada día con más pujanza. Todo elemento de fuerza
intelectual se pierde en infecunda soledad o sólo aprovecha para el mal. No nos
queda ni ciencia indígena, ni política nacional, ni, a duras penas, arte y literatura
propia. Cuanto hacemos es remedo y trasunto débil de lo que en otras partes
vemos aclamado. Somos incrédulos por moda y por parecer hombres de mucha
fortaleza intelectual. Cuando nos ponemos a racionalistas o a positivistas, lo
hacemos pésimamente, sin originalidad alguna, como no sea en lo estrafalario y
en lo grotesco. No hay doctrina que arraigue aquí; todas nacen y mueren entre
cuatro paredes, sin más efecto que avivar estériles y enervadoras vanidades y
servir de pábulo a dos o tres discusiones pedantescas. Con la continua
propaganda irreligiosa, el espíritu católico, vivo aún en la muchedumbre de los
campos, ha ido desfalleciendo en las ciudades; y, aunque no sean muchos los
librepensadores españoles, bien puede afirmarse de ellos que son de la peor
casta de impíos que se conocen en el mundo, porque (a no estar dementado como
los sofistas de cátedra) el español que ha dejado de ser católico es incapaz de
creer en cosa ninguna, como no sea en la omnipotencia de un cierto sentido común
y práctico, las más veces burdo, egoísta y groserísimo. De esta escuela
utilitaria suelen salir los aventureros políticos y económicos, los arbitristas
y regeneradores de la Hacienda y los salteadores literarios de la baja prensa,
que, en España como en todas partes, es un cenagal fétido y pestilente. Sólo
algún aumento de riqueza, algún adelanto material, nos indica a veces que
estamos en Europa y que seguimos, aunque a remolque, el movimiento general.
No sigamos en
estas amargas reflexiones. Contribuir a desalentar a su madre, es ciertamente obra
impía, en que yo no pondré las manos. ¿Será cierto, como algunos benévolamente
afirman, que la masa de nuestro pueblo está sana y que sólo la hez es la que
sale a la superficie? ¡Ojalá sea verdad! Por mi parte,
prefiero creerlo, sin escudriñarlo mucho. Los esfuerzos de nuestras guerras
civiles no prueban ciertamente falta de virilidad en la raza; lo futuro ¿quién lo sabe? No suelen venir dos siglos de oro
sobre una misma nación; pero mientras sus elementos esenciales permanezcan los
mismos por lo menos en las últimas esferas sociales; mientras sea capaz de creer,
amar y esperar; mientras su espíritu no se aridezca de tal modo que rechace el
rocío de los cielos; mientras guarde alguna memoria de lo antiguo y se
contemple solidaria con las generaciones que la precedieron, aun puede
esperarse su regeneración, aun puede esperarse que, juntas las almas por la
caridad, torne a brillar para España la gloria del Señor y acudan las gentes a su
lumbre y los pueblos al resplandor de su Oriente.
El cielo
apresure tan felices días. Y entre tanto, sin escarnio, sin baldón ni
menosprecio de nuestra madre, dígale toda la verdad el que se sienta con
alientos para ello. Yo, a falta de grandezas que admirar en lo presente, he
tomado sobre mis flacos hombros la deslucida tarea de testamentario de nuestra
antigua cultura. En este libro he ido quitando las espinas; no será maravilla
que de su contacto se me haya pegado alguna aspereza. He escrito en medio de la
contradicción y de la lucha, no de otro modo que los obreros de Jerusalén, en
tiempo de Nehemías, levantaban las paredes del templo, con la espada en una
mano y el martillo en la otra, defendiéndose de los comarcanos que sin cesar
los embestían. Dura ley es, pero inevitable en España, y todo el que escriba
conforme al dictado de su conciencia, ha de pasar por ella, aunque en el fondo
abomine, como yo, este hórrido tumulto y vuelva los ojos con amor a aquellos serenos
templos de la antigua sabiduría, cantados por Lucrecio:
¡Edita
doctrina sapientum templa serena!
7 de junio de 1882.
* Epílogo a la «Historia de los Heterodoxos Españoles», T° VII, Editorial Espasa-Calpe Argentina S.A. - Buenos Aires 1951.
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