«Un ideal cristiano - La Caballería» Daniel-Rops (Henri Petiot) (1901-1965)
¡El
caballero!
Entre todos los tipos representativos de la Edad Media que se han
impuesto a la memoria, ¿existe otro que todavía impresione más nuestro espíritu
y que conmueva tanto nuestro corazón? Todo lo que el hombre llevaba en sí de
pasión animal y de voluntad de poder, todo lo que en las zonas obscuras de su
conciencia, tendía trágicamente a la violencia y a la destrucción, quedaba satisfecho y
trascendido en aquella noble imagen del guerrero justo y noble, orlado de
intacta pureza, y cuyo fin último más bien era el sacrificio que la victoria,
más la sangre ofrecida que la sangre derramada.
La Caballería
no nació en tierra cristiana, sino en las tradiciones de las tribus germánicas,
en las cuales el joven no llevaba las armas mientras no las hubiese recibido
–casco, escudo y frámea–, de manos de su padre o de su jefe. ¡Con qué lentitud
y con qué paciencia trabajó la Iglesia hasta hacer de la investidura militar
esa especie de Sacramento que hubo de ser el espaldarazo! Transcurrieron en
ello algunos siglos, en los que se realizó, en todos los planos, la fusión
íntima de las dos tradiciones, la del Norte, salvaje, y la del Sur, romano y
bautizado, de cuya síntesis sería la Caballería el más completo signo. En el
mismo corazón de la Época Bárbara, empezó la Iglesia a realizar esta unión
bendiciendo las armas de quienes iban a combatir y proponiéndoles consignas
para ello. Hacia el Año Mil, el sacerdote oraba así por el adolescente
dispuesto a convertirse en guerrero: «Escuchad,
Señor, nuestras oraciones, y bendecid con Vuestra Mano majestuosa esta espada
que desea ceñirse vuestro servidor con el fin de poder defender y proteger a
las iglesias, a las viudas, a los huérfanos y a todos los servidores de Dios
contra la crueldad de los paganos, y con el de poder aterrorizar a los felones».
A partir de mediados del Siglo XI, este ideal fue profundizándose y
cristianizándose más aún. En el umbral del siglo XII, la institución se hallaba
establecida por entero, y, en los países de gran civilización, era
universalmente difundida y amada.
¿Qué era,
pues, un caballero? ¿Qué cualidades, qué virtudes se exigían de quien llevase
ese título? Era un soldado, un hombre de a caballo,
pues pelear a caballo era un privilegio; un guerrero, cuya primera vocación era
el combate; pero era también un hombre al cual se le habían propuesto unos
principios morales, a servir a los cuales se había comprometido mediante
juramento; un hombre que reconocía que por encima de la fuerza existían uno
valores a los cuales pretendía consagrarse. Así los mandamientos que regían su
vida llevaban el sello militar y el sello cristiano indisociablemente unidos.
Como soldado, debía, por encima de todo, ser valeroso, no retroceder jamás;
enfrentarse con el enemigo por cuantas partes lo quisieran sus jefes, pues en
eso consistían los deberes de su estado; y para que a ellos fuese totalmente
fiel, se exigían de él fuerzas físicas, salud perfecta y destreza; entre los
caballeros no había pequeñajos ni patizambos. Pero estas cualidades,
indispensables, no bastaban.
Es tan prudente como lo parece
Quien juntas tiene estas dos cosas:
¿Qué entendía
el romance por «bondad de alma»? Las más altas virtudes, en toda su escala,
tanto religiosas como laicas y sociales. La Fe las coronaba y daba su sentido y
alcance a las demás. El caballero, por ser creyente, debía venerar a la Iglesia
y defenderla en toda ocasión; pero sabía también que cuanto realizaba en la
ruda tarea de las armas, lo hacía por Dios. Si algún tipo de hombre ha tenido
alguna vez la sensación de vivir bajo la mirada de Dios, fue el caballero
perfecto, conforme al tipo que encarnaron Godofredo de Bouillon, Balduino el
Leproso o San Luis, aquellos soldados, cuya vida y cuya muerte se habían
puesto, por anticipado, en manos del Todopoderoso.
Todas las
cualidades requeridas a este hombre ponían en práctica el mandato cristiano.
Era fiel, leal a sus jefes, y cumplía estrictamente sus deberes de vasallo. Era
leal, detestaba la mentira y tenía frente a sí la verdad tan de frente como con
el enemigo. Era justo, y más aún, fiel servidor del ideal de Justicia, «a fin
de que –como decía el Pontifical de
Guillermo Durand, verdadero código de la liturgia caballeresca–, la justicia
tuviese aquí abajo un apoyo». Era caritativo, y tan generoso con quienes
estaban a sus órdenes, como con el enemigo. Ideal admirable, que ninguna
Civilización ha podido superar; cierto que fue alcanzado pocas veces y que las
ambiciones humanas lo ensombrecieron con frecuencia, pero ello no hace menos
hermoso el que una Sociedad entera lo conceptuase válido y procurase difundirlo
por la acción de sus mejores representante[2].
La
entrada en la Caballería se hacía por una minuciosa y grandiosa ceremonia: el espaldarazo. Su carácter propiamente
religioso demuestra que la institución era, realmente, una Orden, constituía
una especie de Sacramento. Su ceremonial, podría decirse su liturgia –sencillo
en el siglo XI–, no cesó de perfeccionarse, de enriquecerse con símbolos.
Subsistieron en él los viejos ritos germánicos, como el de un baño purificador
y el de la entrega de la espada, pero integrados en un ritual místico,
tendiente a hacer sentir al postulante la extensión de las responsabilidades
que iba a asumir ante Dios.
En una noche
santa, vigilia de Pascua o de alguna fiesta mayor, un joven doncel encerrado en
una iglesia, a solas con algunos cirios que oraban con él a Dios en aquel denso
silencio, velaba y meditaba. Tenía veinte años y rebosaba fuerza y valentía. En
la «mesnada» de su señor, se venía habituando desde hacía muchos años a montar
a caballo, a manejar la espada y a derribar a botes de lanza aquel fantoche de
tela con que se figuraba al enemigo. La víspera por la noche, debidamente
confesado, se había bañado, ceremonialmente, para que cuerpo y alma estuvieran
igualmente puros, y había revestido una larga túnica blanca, como para un
segundo bautismo, pues para él, en realidad, se trataba de una vida nueva.
Al llegar la
mañana del gran día, una larga ceremonia desarrollaba sus fastos hora tras
hora. Llegaban los testigos, ordinariamente doce, todos caballeros afamados, y
también la familia y gente de todos los alrededores. Algún alto dignatario de
la Iglesia celebraba la Misa, rodeado de un inmenso clero. Y cuando la Sagrada
Comunión había confirmado en él las resoluciones de su piadosa vigilia,
empezaba la recepción. Ante su padrino, el postulante «reclamaba la
Caballería». Los testigos lo revestían de sus nuevos hábitos: dos le ponían la
«cota de malla» de espesa tela, atándole cada uno una mano; otro, la armadura;
otros dos, las calzas de hierro; y el último le colocaba las espuelas; en cada
etapa de este revestimiento se le recordaba que estas armas debían «servir
rectamente a la justicia», y él contestaba cada vez: «¡Que Dios me lo
permita!».
Entonces se
adelantaba el padrino, con la espada desnuda. Tendía al doncel la hoja para que
la besase; y luego le daba con ella un gran golpe de plano sobre los hombros,
el espaldarazo o palmada[3],
recuerdo del antiguo ritual germánico. Pronunciaba después la fórmula consagratoria,
que invocaba primero a San Miguel y a San Jorge, y luego daba entrada al joven
en la Orden de la Caballería. El nuevo caballero, con su espada al cinto, se
erguía ante el altar y, con la diestra extendida, prestaba juramento.
Tal era la
solemne mezcla de ritos militares y litúrgicos que constituía el espaldarazo;
nada marca mejor, cómo había introducido la Iglesia su ideal en lo que, en fin
de cuentas, no era, en substancia, más que una formalidad de incorporación.
¿Quién podía ser admitido a esta ceremonia? Contrariamente a una opinión
demasiado difundida, esto no era en modo alguno privilegio de la sangre o de la
fortuna. «Nadie nace caballero», decía un proverbio. Los plebeyos, podían –en
principio–, verse conferir la Caballería, por su valor o por su abnegación. «La
Caballería confería nobleza» y «el medio de ser ennoblecido sin títulos fue el
de ser hecho caballero». La institución provocó así el anhelo entusiasta de la
juventud. Francisco Bernardone, hijo de un comerciante de Asís, soñó a los veinte
años con llegar a ser caballero, antes de que Cristo le llamase para otros
servicio, y el esplendor de tal título tuvo ciertamente alguna parte en el
fervor que tantos jóvenes pusieron en cruzarse. En ciertos países (el primero
fue la Sicilia normanda, hacia 1160), sólo a fines del siglo XII se decidió que
únicamente los hijos de caballeros podrían llegar a ser caballeros, salvo casos
muy excepcionales; lo cual era falsear el sentido mismo de la institución,
fosilizarla, anquilosarla, arrebatarle su carácter esencial de permanente
renovación de los selectos.
La Caballería
podía perderse, del mismo modo que se merecía; el que faltaba a sus deberes, se
mostraba felón, cobarde o cruel, corría el riesgo de verse degradado, en una
penosa ceremonia en la que se le cortaban las espuelas al ras de los talones. Honni soit hardiment ou il n’a gentillesse,
malhaya el arrojo donde no hay gentileza; la nobleza del alma se emparejaba,
pues, con el valor en el combate.
Este tipo de
humanidad superior, evolucionó en el curso de los siglos, en un sentido de
refinamiento, de una especie de depuración. El caballero tipo fue primeramente
el Rolando de la Canción, escrita
hacia 1120 pero heredera de tradiciones ya antiguas; era todavía un terrible
guerrero que sentía gran placer en partir por la mitad a un enemigo o en
hacerle saltar los sesos, y cuya Fe tenía como fundamento la tranquila
seguridad de que vencer a los paganos era la más piadosa de las tareas. En
aquella conciencia, todavía tan ruda, se abrió camino, sin embargo, una idea
admirablemente cristiana; la idea del sacrificio, la de ofrecer la vida a Dios,
tal y como la formuló, también, Rolando en su agonía. El caballero de la Canción había de ejercer una profunda
influencia: muchos de los Cruzados convirtieron tan noble ejemplo en punto de
honor militar. Poco después, cuando el Cantar
del Cid propuso como modelo –idealizándolo mucho–, al gran aventurero
español que había combatido a los Moros tan valerosamente a fines del siglo XI;
y cuando (hacia 1200) la epopeya de los Nibelungos
despertó los antiguos recuerdos del heroísmo germánico, el tipo del caballero,
sin dejar de ser puro y noble, se hizo más realista, más preocupado por la
eficacia que por la sola valentía; por aquella época, el Santo Sepulcro,
amenazado de nuevo por el Islam, iba a necesitar de nuevos combatientes. Pero
el ideal de la Cruzada se matizó muy diferentemente según los caracteres; y así
en lugar de acentuar las cualidades militares o los fines temporales que habían
de lograrse, algunos acentuaron la elevación espiritual; el Caballero no se
consideró ya como un «soldado cristiano» sino como un cristiano que serviría a
Dios por encima de todas las cosas, hasta en sus combates. Surgió así el tipo
de caballero místico que se encuentra en la Busca
del Grial, tal y como habían de contarla el provenzal Guyot y el alemán
Wolfram von Eschenbach, en el curso del siglo XII; alrededor del vaso
misterioso, receptáculo de la Sagrada Sangre de Cristo, y que no era en
definitiva, como dice el poeta, más que la «gracia del Espíritu Santo», se
congregaban las figuras de Parsifal, «todo candor y todo pureza»; de Bohort,
que expiaba sus pecados tan completamente que el Paraíso se abría para él; y de
Galaad, encarnación de la perfecta pureza; sublimes figuras todas ellas de
caballeros que vivían casi como monjes y en quienes se reflejaba el modelo
viviente de San Bernardo o de aquellos Cruzados, fundadores de la Orden del
Temple; San Luis sería su heredero.
Rolando, el
Cid y Galaad, simbolizan tres épocas y tres variedades de una misma grandiosa
imagen. La Edad Media la colocó en el corazón de su orden político y social, en
una situación única, ejemplar; y esa imagen irradió e impuso su influencia
durante tanto tiempo, que, muchos años después de que la Cristiandad se hubiera
desplomado, aquel ideal tuvo todavía el suficiente poder para imponer su estilo
de vida al Caballero Bayardo, que supo morir frente al enemigo, en tiempo de
Lutero y de Maquiavelo, exactamente como murió Rolando en Roncesvalles.
* En «Historia de la Iglesia», T° IV,
«La Catedral y la Cruzada» (Primera parte). Ed. Luis de Caralt, pp. 244-247
[1] Tan test prudhomme si comme semble
Qui a ces deux choses ensemble
Valeur de corps et bonté d’âme
[2] Gustavo Schnürer ha hecho una profunda observación sobre el cambio que se
realizó en el mismo sentido de la palabra honor.
«El honor caballeresco –concluye– estuvo rodeado de un prestigio particular;
hubo un gran progreso moral en la formación, por la Iglesia, de esa concepción
del honor, progreso no sólo con respecto al pasado inmediato, sino también con
relación a la Antigüedad. En la Antigüedad pagana, el sentido de la palabra honor no significaba más que tributar
los honores exteriores. Desde entonces se profundizó la idea. Los honores
exteriores no debían tributarse sino a quien los merecía interiormente: al
hombre honorable que llevaba en sí su dignidad. En la nueva concepción del
honor lo esencial era, pues, el vínculo establecido entre el honor exterior y
la dignidad interior. El honor de su rango no era, para el caballero, más que
una forma particular de su honor de cristiano. El honor debido a Jesucristo y a
Dios debía ser su honor; debía combatir, sufrir y morir por ellos. El caballero
permanecía fiel hasta la muerte a la causa de Cristo, y así, la fidelidad, que
es una obligación particular de la Caballería, se convertía en una obligación
cristiana».
[3] Colada en provenzal y Accolade en francés. Palmada, porque originariamente se daba
con la mano.
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