«Las negaciones de Pedro» - Mons. Fulton J. Sheen (1895-1979)
«...Pedro le dijo: “¿Por qué no puedo seguirte ahora? Yo daré mi vida por Ti”. Respondió Jesús: “¿Tú darás tu vida por Mí? En verdad, en verdad te digo que no cantará el gallo hasta que tú me hayas negado tres veces”» (Del Evangelio del Martes Santo).
Cuando Pedro entró en el patio,
lo primero que hizo fue calentarse a la lumbre. Puesto a la luz de las llamas,
era más fácil que le reconociera la criada que le había dejado entrar. Si el
desafío a la lealtad de Pedro le hubiera venido de una espada o de un hombre,
probablemente se habría mostrado más fuerte; pero, con la desventaja de su amor
propio y de su orgullo, se vio más fácilmente vencido por una joven, que
resultó ser así demasiado fuerte para el presuntuoso Pedro. El propósito de
Cristo era vencer por medio del sufrimiento; el propósito de Pedro era vencer resistiendo.
Pero aquí la oposición con que se encontró era poco evidente. Cogido de
sorpresa por la criada, Pedro negó a Jesús por vez primera. La criada le dijo
así:
También tú estabas con Jesús el galileo.
Mt 26, 69.
Pero, delante de todos, Pedro
respondió:
No sé lo que dices. Mt 26, 70
Pedro empezó a sentirse molesto
ante lo que le pareció la luz escudriñadora de una llama que parecía querer
sondear su alma al mismo tiempo que examinaba su rostro; por ello se dirigió
unos pasos más allá, hacia el pórtico. Deseoso de evitar preguntas
comprometedoras y miradas indiscretas, se sintió más seguro en la obscuridad
del pórtico. La misma criada, o probablemente otra, vino a él diciendo que él
había estado con Jesús de Nazaret, cosa que Pedro volvió a negar, pero esta vez
con juramento, diciendo:
No conozco a ese hombre. Mt 26, 72
El que unas pocas horas antes
había sacado la espada en defensa del Maestro, ahora negaba al mismo a quien
había tratado de defender. El que había llamado a su Maestro «Hijo de Dios
viviente», ahora le llamaba simplemente «ese hombre».
Trascurrió el tiempo, y su
Salvador fue acusado de blasfemia y entregado a la brutalidad de sus verdugos;
pero Pedro se hallaba todavía rodeado de enemigos. Aunque era probablemente más
de medianoche, las calles estaban abarrotadas de gentes que habían salido de
sus casas a la noticia del proceso de Jesús. Entre esta gente se hallaba un
pariente de Malco que recordó perfectamente que Pedro era quien había cortado
la oreja de su pariente en el huerto de los Olivos, y que Jesús le había sanado
la herida poniendo nuevamente la oreja en su lugar. Con objeto de disimular su
nerviosidad y aparentar cada vez más que no conocía a Jesús, Pedro debió de
hablar seguramente en demasía; y esto fue lo que le perdió. Su acento
provinciano reveló que se trataba de un galileo; se sabía que la mayor parte de
los adeptos de Jesús provenían de aquella región, cuyo dialecto no era el
lenguaje refinado de Judea y Jerusalén. Aquí se pronunciaban sonidos guturales
que los galileos no sabían pronunciar, e inmediatamente uno de los presentes
dijo así:
Verdaderamente tú también eres uno de ellos,
porque aun tu habla lo hace manifiesto. Mt 26, 73
Entonces Pedro comenzó a
maldecir y a jurar, diciendo:
¡No conozco a ese hombre! Mt 26, 74
Tan fuera de sí estaba Pedro
esta vez, que no vaciló en invocar a Dios omnipotente en testimonio de su
reiterada mentira. Nos preguntamos si con ello no volvería en cierto modo a sus
viejos tiempos de pescador; tal vez cuando se le enredaba la red en el lago de
Galilea perdía los estribos y recurría a la blasfemia. Sea lo que fuere, ahora
juró a fin de obligar a que los incrédulos le creyeran.
Entonces acudieron en tropel
antiguos recuerdos a su mente. El Señor le había llamado «bienaventurado» al
darle las llaves del reino de los cielos y al permitirle contemplar su gloria
en la transfiguración. Ahora, en la helada aurora de la conciencia de su culpa,
percibió un son inesperado:
Cantó un gallo. Mt 26, 74
Incluso la naturaleza protestaba
de la negación que Pedro hacía de Cristo. Entonces cruzó como una centella por
su mente el recuerdo de las palabras que Jesús le había dicho:
Antes que cante el gallo me negarás tres
veces. Mt 26, 75
En aquel momento pasó por allí
nuestro Señor con el rostro cubierto de esputos. Acababa de ser azotado.
Y, volviéndose el Señor, fijó la mirada en
Pedro. Lc 22, 61
Aunque estaba atado
ignominiosamente, los ojos del Maestro buscaron a Pedro con una compasión
indescriptible. Nada dijo; solamente le miró. Aquella mirada sirvió
probablemente para refrescar la memoria de Pedro y reavivar su amor. Pedro
podía negar al «hombre», pero Dios seguía amando al hombre Pedro. El mismo
hecho de que el Señor tuviera que volverse para mirar a Pedro indica que Pedro
había vuelto la espalda al Señor.
El ciervo herido estaba buscando
la espesura del bosque para desangrarse a solas, pero el Señor venía a arrancar
la flecha del corazón herido de Pedro.
Y, saliendo afuera, lloró amargamente. Lc
22, 62
Pedro se sentía ahora lleno de
arrepentimiento, como Judas dentro de unas horas se sentiría invadido por el
remordimiento. El dolor de Pedro estaba producido por el pensamiento del pecado
en sí o de haber ofendido a la persona de Dios. El arrepentimiento no repara en
las consecuencias; pero el remordimiento está inspirado sobre todo por el temor
a las consecuencias. La misma misericordia que se extendió a uno que le negaba,
se extendería a los que le clavaron en la cruz y al ladrón arrepentido que le
pediría perdón. En realidad, Pedro no negó que Cristo fuese el Hijo de Dios.
Negó conocer a aquel «hombre», o que fuera uno de sus discípulos. Pero fue
infiel al Maestro. Y, sin embargo, sabiendo todas las cosas, el Hijo de Dios
hizo de Pedro, y no de Juan, la Roca sobre la cual edificaría su Iglesia, a fin
de que los pecadores y los débiles no desesperaran jamás.
* En «Vida de Cristo». Editorial Herder – Barcelona, España – 1959, pp.451-454.
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