«Las negaciones de Pedro» - Mons. Fulton J. Sheen (1895-1979)

«...Pedro le dijo: “¿Por qué no puedo seguirte ahora? Yo daré mi vida por Ti”. Respondió Jesús: “¿Tú darás tu vida por Mí? En verdad, en verdad te digo que no cantará el gallo hasta que tú me hayas negado tres veces”» (Del Evangelio del Martes Santo).

Cuando nuestro Señor fue preso, Pedro le siguió a cierta distancia; Juan le acompañaba también. Ambos llegaron hasta la casa de Anás y Caifás, donde Jesús sufrió el proceso religioso. La casa del sumo sacerdote estaba construida, al igual que muchas otras casas orientales, alrededor de un patio cuadrangular al que se entraba por un pasillo desde la parte delantera del edificio. Este pasaje abovedado era un pórtico cerrado a la calle por medio de una pesada puerta. En aquella ocasión se hallaba guardando la puerta una criada del sumo sacerdote. El patio interior a que daba acceso este pasaje se hallaba descubierto, y el suelo estaba pavimentado con lajas. Aquella noche hacía frío, pues era en los primeros días de abril. Pedro había sido infiel al Señor en el huerto, al quedarse dormido en vez de velar; ahora se le presentaba la ocasión de reparar su falta. Pero el peligro acechaba a Pedro, sobre todo porque éste tenía una confianza exagerada en su propia lealtad. Aunque un antiguo profeta había dicho que las ovejas serían dispersadas, el creía que, al habérsele dado las llaves del reino de los cielos, quedaba dispensado de semejante contratiempo. Un segundo peligro lo constituía su misma falta anterior de cuando se le rogó que «velara y orase». No había velado, sino que se había dormido; no oró, puesto que substituyó la espiritualidad por el activismo al hacer uso de la espada. Un tercer peligro podía ser el que la distancia física que le separaba de Jesucristo fuese el símbolo de la distancia espiritual que le mantenía alejado del Maestro. Y todo apartamiento del sol de justicia no es más que tinieblas.

Cuando Pedro entró en el patio, lo primero que hizo fue calentarse a la lumbre. Puesto a la luz de las llamas, era más fácil que le reconociera la criada que le había dejado entrar. Si el desafío a la lealtad de Pedro le hubiera venido de una espada o de un hombre, probablemente se habría mostrado más fuerte; pero, con la desventaja de su amor propio y de su orgullo, se vio más fácilmente vencido por una joven, que resultó ser así demasiado fuerte para el presuntuoso Pedro. El propósito de Cristo era vencer por medio del sufrimiento; el propósito de Pedro era vencer resistiendo. Pero aquí la oposición con que se encontró era poco evidente. Cogido de sorpresa por la criada, Pedro negó a Jesús por vez primera. La criada le dijo así:

También tú estabas con Jesús el galileo. Mt 26, 69.

Pero, delante de todos, Pedro respondió:

No sé lo que dices. Mt 26, 70

Pedro empezó a sentirse molesto ante lo que le pareció la luz escudriñadora de una llama que parecía querer sondear su alma al mismo tiempo que examinaba su rostro; por ello se dirigió unos pasos más allá, hacia el pórtico. Deseoso de evitar preguntas comprometedoras y miradas indiscretas, se sintió más seguro en la obscuridad del pórtico. La misma criada, o probablemente otra, vino a él diciendo que él había estado con Jesús de Nazaret, cosa que Pedro volvió a negar, pero esta vez con juramento, diciendo:

No conozco a ese hombre. Mt 26, 72

El que unas pocas horas antes había sacado la espada en defensa del Maestro, ahora negaba al mismo a quien había tratado de defender. El que había llamado a su Maestro «Hijo de Dios viviente», ahora le llamaba simplemente «ese hombre».

Trascurrió el tiempo, y su Salvador fue acusado de blasfemia y entregado a la brutalidad de sus verdugos; pero Pedro se hallaba todavía rodeado de enemigos. Aunque era probablemente más de medianoche, las calles estaban abarrotadas de gentes que habían salido de sus casas a la noticia del proceso de Jesús. Entre esta gente se hallaba un pariente de Malco que recordó perfectamente que Pedro era quien había cortado la oreja de su pariente en el huerto de los Olivos, y que Jesús le había sanado la herida poniendo nuevamente la oreja en su lugar. Con objeto de disimular su nerviosidad y aparentar cada vez más que no conocía a Jesús, Pedro debió de hablar seguramente en demasía; y esto fue lo que le perdió. Su acento provinciano reveló que se trataba de un galileo; se sabía que la mayor parte de los adeptos de Jesús provenían de aquella región, cuyo dialecto no era el lenguaje refinado de Judea y Jerusalén. Aquí se pronunciaban sonidos guturales que los galileos no sabían pronunciar, e inmediatamente uno de los presentes dijo así:

Verdaderamente tú también eres uno de ellos,

porque aun tu habla lo hace manifiesto. Mt 26, 73

Entonces Pedro comenzó a maldecir y a jurar, diciendo:

¡No conozco a ese hombre! Mt 26, 74

Tan fuera de sí estaba Pedro esta vez, que no vaciló en invocar a Dios omnipotente en testimonio de su reiterada mentira. Nos preguntamos si con ello no volvería en cierto modo a sus viejos tiempos de pescador; tal vez cuando se le enredaba la red en el lago de Galilea perdía los estribos y recurría a la blasfemia. Sea lo que fuere, ahora juró a fin de obligar a que los incrédulos le creyeran.

Entonces acudieron en tropel antiguos recuerdos a su mente. El Señor le había llamado «bienaventurado» al darle las llaves del reino de los cielos y al permitirle contemplar su gloria en la transfiguración. Ahora, en la helada aurora de la conciencia de su culpa, percibió un son inesperado:

Cantó un gallo. Mt 26, 74

Incluso la naturaleza protestaba de la negación que Pedro hacía de Cristo. Entonces cruzó como una centella por su mente el recuerdo de las palabras que Jesús le había dicho:

Antes que cante el gallo me negarás tres veces. Mt 26, 75

En aquel momento pasó por allí nuestro Señor con el rostro cubierto de esputos. Acababa de ser azotado.

Y, volviéndose el Señor, fijó la mirada en Pedro. Lc 22, 61

Aunque estaba atado ignominiosamente, los ojos del Maestro buscaron a Pedro con una compasión indescriptible. Nada dijo; solamente le miró. Aquella mirada sirvió probablemente para refrescar la memoria de Pedro y reavivar su amor. Pedro podía negar al «hombre», pero Dios seguía amando al hombre Pedro. El mismo hecho de que el Señor tuviera que volverse para mirar a Pedro indica que Pedro había vuelto la espalda al Señor.

El ciervo herido estaba buscando la espesura del bosque para desangrarse a solas, pero el Señor venía a arrancar la flecha del corazón herido de Pedro.

Y, saliendo afuera, lloró amargamente. Lc 22, 62

Pedro se sentía ahora lleno de arrepentimiento, como Judas dentro de unas horas se sentiría invadido por el remordimiento. El dolor de Pedro estaba producido por el pensamiento del pecado en sí o de haber ofendido a la persona de Dios. El arrepentimiento no repara en las consecuencias; pero el remordimiento está inspirado sobre todo por el temor a las consecuencias. La misma misericordia que se extendió a uno que le negaba, se extendería a los que le clavaron en la cruz y al ladrón arrepentido que le pediría perdón. En realidad, Pedro no negó que Cristo fuese el Hijo de Dios. Negó conocer a aquel «hombre», o que fuera uno de sus discípulos. Pero fue infiel al Maestro. Y, sin embargo, sabiendo todas las cosas, el Hijo de Dios hizo de Pedro, y no de Juan, la Roca sobre la cual edificaría su Iglesia, a fin de que los pecadores y los débiles no desesperaran jamás.

* En «Vida de Cristo». Editorial Herder – Barcelona, España – 1959, pp.451-454.

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