«La Crucifixión» - Rafael Zambrano (1902-1973)

Con la presente publicación, «Decíamos ayer...», desea una vez más a sus lectores, una piadosa Semana Santa y una muy feliz y santa Pascua.

Rafael Zambrano ha sido arquetipo del hombre de consejo, en quien descollaban la prudencia y la diafanidad de trato que engendra confianza ilimitada. Tales condiciones hicieron de él un médico notable no sólo por su versación científica, sino por su sentido de humanidad, por su comprensión de los problemas espirituales y psicológicos que acompañan en el enfermo al embate del mal físico.

Ese mismo equilibrio que fue en Zambrano parte de su imponente señorío se derramaba igualmente en las muchas actividades culturales a que se dedicó. Actividades esencialmente prácticas, de aquellas cuyos frutos hacen habitualmente olvidar a quienes las fecundaron. Porque Rafael Zambrano era humilde al punto de no buscar resonancias exteriores para sus dotes intelectuales; allí reside la explicación de su desinterés por publicar, parejo al abrumador trabajo de comentarista recaído sobre los libros y documentos de su biblioteca una de las más valiosas del país, en la cual recogió todo el material bibliográfico relativo a la provincia de Salta a lo largo de su historia. Así, los catálogos tan minuciosos que de la misma preparara configuran verdaderos tratados sobre los temas en que tan a fondo indagó este hombre de selección.

El presente inédito sobre La Crucifixión fue hallado en 1973, tras la muerte de Rafael Zambrano, cuando sus deudos y amigos debimos revisar aquellas colecciones y papeles en los cuales queda invisible huella de su dueño, que los reunió y a quien parecen añorar.

Fernando de Estrada


La pena en la cual se procura la muerte por medio de la crucifixión fue considerada, desde siempre, como el más cruel e infamante de los suplicios punitorios. Los escritores de la antigüedad pagana, cuyas referencias son la fuente de donde nos ha llegado la mayor parte de los conocimientos que poseemos sobre los pormenores de este espantoso procedimiento, decían que era «el tormento más cruel y horroroso de todos». Cuando Cicerón acusa a Verres, en el curso de su largo alegato alude repetidas veces a esta forma de condena, y la llama «cruel y terrible tormento»[1], y en otro pasaje de su discurso: «el más infamante suplicio reservado a los esclavos»[2].

Esta manera de condenar a muerte fue ideada y practicada por los primitivos Persas. Luego pasó a los Cartagineses y de ellos la aprendieron los Romanos. Los Romanos la aplicaron en todos los pueblos que llegaron a dominar, y aún en su propio territorio, aunque siempre en las afueras de Roma y nunca dentro del recinto sagrado de la Ciudad. Fue usada también por los Griegos que, asimismo, sólo la aplicaban fuera del territorio de su patria. Alejandro Magno, en el Asia Menor, crucificó a 2.000 tirios. Los sitios en que estas muchedumbres de crucificados pendían de los palos, se convertían así en «bosques de cruces»[3]. Las penas capitales más usadas por los Griegos fueron la hoguera y la horca. La crucifixión no fue practicada nunca por los Hebreos; éstos usaban la lapidación.

Los Romanos conocían varias formas de pena de muerte: la decapitación «bajo el hacha del verdugo»[4]; el garfio (uncus) con que los criminales eran arrastrados hasta ser arrojados en el Tíber[5]. La crucifixión, a la que Cicerón califica como «el suplicio que nuestros antepasados establecieron»[6], fue desarrollada por los Romanos, como sistema penal, procurando obtener tres fines: 1° la muerte punitiva; 2° una tortura máxima y prolongada y 3° un espectáculo público que sirviera a la vez de diversión y de escarmiento. «Cuando esperaban –dice Cicerón– deleitar el ánimo y los ojos con su tormento y suplicio...»; «el satisfactorio espectáculo de unos enemigos presos y atados...»; «establecidos, como pena y ejemplaridad, el tormento y la cruz...»[7].

Esta pena, extremadamente horrorosa y humillante, sólo era aplicada a los esclavos y a los extranjeros, o a los romanos que habían perdido su condición de ciudadanos y eran encontrados culpables de traición o de crímenes muy graves. Cumplir este castigo en un ciudadano romano habría significado infringir las leges sacratae. En el ya mencionado alegato contra Verres, Cicerón lo acusa de haber «...atormentado como esclavos, con muerte en cruz, a los ciudadanos romanos...»[8]. Esta acusación está repetida en cada uno de los capítulos y, al dar término a su discurso, con el énfasis de su oratoria, la enuncia como el más grave de los cargos formulados durante el proceso. «Maldad es encadenar a un ciudadano romano; crimen azotarle; casi parricidio matarle; ¿qué será clavarle en una cruz? No es posible encontrar palabras para calificar como se merece un hecho tan abominable»[9]. La crucifixión fue abolida en el Imperio, después de Constantino, «en memoria y en honor de la Pasión de Jesucristo»[10].

La cruz, ya sea dibujada sobre la superficie de un plano o construida como una pieza de tres dimensiones, ha sido usada como objeto de adorno o motivo simbólico antes y con independencia de que fuera utilizada como instrumento de inmolación: así, la cruz svástica; la cruz egipcia; la cruz de los primitivos pueblos americanos. Entre los Romanos nunca tuvo significado de símbolo; para ellos solamente era un instrumento de castigo y de muerte. Este instrumento empezó siendo simplemente la rama de un árbol (arbor infelix) pero con el transcurso del tiempo se convirtió en un poste (infelix lignum) al cual se le agregó luego el travesaño horizontal con el objeto de fijar al condenado (cruci figere). Así se configura la cruz que la imaginería cristiana ha divulgado en el mundo entero. La palabra con que los Hebreos la han designado siempre, significa «árbol»; en sánscrito equivale a «cayado», y en griego a «palo» o «estaca». La palabra castellana «cruz» viene del latín crux que se aplicaba también al simple poste, e indicaba, al mismo tiempo, el carácter supliciatorio de este instrumento; su significado deriva del verbo crucio que quiere decir «atormentar» o «torturar»[11].

Existían varios tipos de estas cruces supliciales, pero las más conocidas son: en primer lugar la cruz immisa, que es la utilizada en la imaginería cristiana; la cruz commisa, en forma de T, conocida también como «cruz antoniana» en memoria de San Antonio Abad; la cruz decusata o en aspa, llamada también «cruz de San Andrés»; la cruz «griega» formada de palos de igual longitud que se cortan en los puntos medios.

El poste vertical de la cruz (stipes crucis) estaba profundamente enclavado en el lugar donde se realizaban las crucifixiones, de tal manera que pudiera soportar todo el peso del ajusticiado y las maniobras propias del acto. El tormento comenzaba ya antes de la crucifixión; el reo era azotado («dábanle con varas en los ojos», dice Cicerón)[12], quedaba expuesto a los insultos, al escarnio y a la mofa y por último se lo obligaba a llevar cargado el travesaño de la cruz (patibulum) a lo largo de los callejones que conducían al sitio donde se iba a consumar el suplicio: «cuando los malhechores van al suplicio cada uno lleva su propia cruz»[13]; «ya que ellos (los verdugos) te llevarán por las calles, el palo del suplicio sobre la nuca[14]. Llegado a aquel sitio, se le quitaba toda la ropa, y así desnudo, era tendido sobre el suelo con los brazos extendidos a lo largo del travesaño, al cual eran clavadas sus muñecas. El clavo se introducía entre los dos huesos del antebrazo, donde no podía herir a las arterias radial o cubital. El desgarro de uno de estos vasos hubiera acelerado la muerte por hemorragia. Tal como la practicaban los romanos, la crucifixión era exangüe.

Con los brazos ya asegurados al travesaño, este era izado por medio de cuerdas hasta que calzaba en la mortaja labrada en la parte alta del poste vertical. Allí se lo aseguraba para que quedara definitivamente fijo. Con las piernas flexionadas, los pies eran entonces clavados al palo vertical, la mayor parte de las veces con un clavo único que atravesaba sucesivamente uno y otro pie. Alguna vez, acaso cuando el peso del ajusticiado pudiera parecer excesivo, se usaron dos clavos, uno para cada pie. La existencia de un soporte adicional al poste (suppedaneum), donde pudieran tomar apoyo los pies, no está claramente ni establecida ni negada. Lo probable es que se lo usara ocasionalmente. De ninguna manera constituía una regla. Se ha dicho que es una invención de los artistas del Renacimiento, que les permitía no descomponer la armonía de las líneas en la reproducción de las piernas fuertemente flexionadas y la extensión forzada de los pies. A cierta altura del palo vertical se fijaba una pieza de madera, saliente hacia adelante, que venía a quedar entre los muslos del ajusticiado y sobre el cual podía sentarse. Justiniano la comparó al «cuerno de un rinoceronte»; Tertuliano la llamó sedilis (asiento); San Ireneo, uno de los primeros escritores cristianos que se ocupó de la cruz de Cristo, la describe con cinco puntas, la quinta al medio «sobre la cual estaba sentado». El arte cristiano pronto hizo desaparecer el sedilis en sus representaciones, por el aspecto indecoroso que ofrecía.

La muerte se producía generalmente en tres o cuatro horas; pero había casos en que los horrores se prolongaban por dos o tres días. El mecanismo de la muerte, particularmente como se cumplió en el caso de Jesucristo, ha sido atribuida a la hipotensión ortostática e insuficiencia cardíaca consecuente, o bien a calambres tetánicos que llevaban a la sofocación, «ya que la sangre del crucificado no podía circular por sus miembros, violentamente extendidos, y por esta causa, era retenida en los pulmones y constreñía el corazón hasta que lo paralizaba, y todo con pleno conocimiento»[15].

Recientemente George E. Burch, conocido cardiólogo norteamericano, piensa que la muerte era producida por sofocación, pero obedeciendo a un mecanismo diferente: «La sucesión de hechos que finalmente conducían a la sofocación era como sigue: mientras el peso del cuerpo estaba soportado por el sedilis, los brazos quedaban tensos, estirados desde arriba. Esto hacía que los músculos intercostales y pectorales estuviesen estirados inmóviles. A los movimientos de estos músculos se oponía, además, el peso del cuerpo. Con los músculos de la respiración así estirados, los fuelles de la respiración permanecían relativamente inmóviles. Mientras la disnea se desarrollaba y el dolor en las muñecas y en los brazos aumentaba, la víctima se veía forzada a levantar el cuerpo por arriba del sedilis, transfiriendo el peso del cuerpo a los pies. La respiración se hacía más fácil, pero con el peso del cuerpo soportado por los pies, el dolor en ellos y en las piernas iba en aumento hasta hacerse insoportable. Entonces la víctima otra vez se desplomaba sobre el sedilis, tirando nuevamente con su peso de las muñecas y otra vez estirando los músculos respiratorios.

De esta manera la víctima alternaba entre levantar su cuerpo por arriba del sedilis con el fin de respirar, y desplomarse sobre el sedilis para aliviar el dolor de sus pies. Finalmente terminaba exhausto o caído en la inconsciencia, tanto que ya no podía levantar su cuerpo del sedilis. En esta posición, con los músculos respiratorios prácticamente paralizados, la víctima se ahogaba y moría»[16].

Si la agonía se prolongaba demasiado y el interés público había decaído, lo que habitualmente ocurría después de algunas horas, se procuraba acelerar la muerte por medio de la fractura de las piernas por debajo de las rodillas (cruri fragium), y otras veces con la transfixión del cuerpo a lanza o a espada, o ahogando a las víctimas con humo. El crurifragium hacía que el reo no pudiera ya levantar su cuerpo y entonces la muerte se producía rápidamente por sofocación.

Los Romanos no permitían que los cadáveres fueran descendidos y por lo tanto permanecían clavados en sus cruces para ser pasto de las aves de rapiña. «Porque cuando sus hijos hayan muerto bajo el hacha, sus cuerpos serán arrojados a las fieras»[17]. En cambio los Hebreos solían permitirlo y también que los sepultaran, siempre que así lo acordara la sentencia del juez.

Los pormenores de este largo y horrendo proceso están referidos por varios escritores paganos: Plutarco, Cicerón, Plauto, Plinio, Josefo, y esos detalles coinciden con el relato que los cuatro Evangelistas hacen de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo. La cruz en que se consumó la Redención fue una cruz latina (immisa) de acuerdo a que los Evangelistas dicen que el «letrero» estaba clavado «sobre» la cabeza de Cristo.

Jesucristo fue condenado, por estar acusado de sedición y tumulto, y condenado a crucifixión, por no ser ciudadano romano. Por esas mismas razones fue azotado, escarnecido, acarreó su cruz, y pudieron haberle fracturado los huesos de las piernas. Sabemos que no sufrió el crurifragium porque su muerte se produjo a las tres horas, con lo que quedó cumplida la profecía: «No quebrantarán tus huesos».

  

Hemos pretendido hacer una descripción detallada de la realidad material de ese horripilante suplicio que es la crucifixión, y esperamos que esta lectura haya sido edificante para el lector. Sin embargo no debemos olvidar que si bien la crucifixión en su materialidad es esto, para el cristiano encubre además un misterio insondable, cual es el misterio teológico de la Redención: en la Cruz está el Señor de la Gloria; el Hijo de Dios; el amor de Dios; la sabiduría y el poder de Dios[18].

Esta imagen, cuyo autor es Juan Antonio Ballester Peña, ilustra la publicación original del presente artículo.

* En «Mikael, Revista del Seminario de Paraná», año 4, n°10, Primer cuatrimestre de 1976, pp.103-108.


[1] VI, 64; traduc. Menéndez y Pelayo.
[2] Ibid. VI. 66.
[3] Loiseleur, «Los crímenes y las penas en la antigüedad».
[4] Cf. Cicerón, Verres; VI, 28.
[5] Cf. Cicerón, Filípicas; I, 2.
[6] Verres, VI, 5.
[7] Verres, VI, 5 y 26.
[8] I, 5.
[9] VI, 46.
[10] Catholic Encyclopedia, IV, 519.
[11] Diccion. Latino «Bibliograf.».
[12] Varres, VI, 43.
[13] Plutarco, La tardía venganza divina, IX.
[14] Plauto, La Mastelaria; act. I, 1.
[15] Enciclopedia de la Biblia; Barcelona, Herder, 1964.
[16] American Heart Journal, 66, 434, 1963.
[17] Cicerón, Verres, VI, 45.
[18] Cf. 1 Cor., 2, 8; Gal. 2-20; 1 Cor. 1,23-24; Hebr. 6,6.
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