«El tercer día resucitó de entre los muertos» - Ronald A. Knox (1888-1957)
«Al leer una y otra vez la historia de la Iglesia, tropezarás con épocas en que te dará la impresión de que todo va a terminar... Pero la Iglesia es la Iglesia de Cristo resucitado, y hasta el fin de los tiempos cada muerte que sufra será el preludio de una nueva resurrección».
No cometamos una equivocación:
Él afirmó su poder de hacer milagros y, con esos milagros, probaba de dónde
venía; confirmaba que Él venía directamente de Dios. Hoy en día, a la gente no
le producen un especial entusiasmo los milagros del Evangelio. Parece que
tienen la extraña sensación de que multiplicar panes en el desierto es un tanto
vulgar; que no es para tanto el transformar el agua en vino. Esta gente te dirá
que todo esto está muy bien, pero realmente prefieren pensar en Jesús de
Nazaret simplemente como alguien que hacía el bien.
Si alguna vez te hablan así,
contéstales enseguida con la siguiente pregunta: «De acuerdo, y exactamente
¿qué clase de bien hacía? ¿Es que hemos leído alguna vez que se encontrara con
una vieja cargada con algo pesado y Él se ofreciera para llevárselo? ¿Saltó al
agua, alguna vez, para salvar la vida de alguien? ¿Hemos oído alguna vez que
distribuía dinero entre los pobres? ¿Es que confortaba a los enfermos,
diciéndoles que no pasaba nada? No, no hay ni rastro de eso. No se metió en el
agua, sino que anduvo por encima de ella. Cuando la gente tenía hambre, no
distribuía dinero, sino pan, milagrosamente multiplicado. No confortó a los
enfermos, sino que les curó. Lo que tú quieres decir, sin darte cuenta de lo
que estás diciendo, no es que iba por ahí haciendo el bien, sino que iba
haciendo milagros. De esto tenemos muchísimas pruebas y no de otras cosas».
Y no se contentaba con librar a
la gente de un peligro o del hambre o de la enfermedad, sino que los resucitaba
de entre los muertos. ¿Cuántas veces? Como todos conocemos los Evangelios,
podemos responder inmediatamente: tres veces. Pues no; nos equivocamos.
Resucitó a la hija de Jairo, al hijo de la viuda de Naín y a Lázaro, y
finalmente se resucitó a Sí mismo. No habéis pensado en eso, ¿verdad? Pero, de
todos sus milagros, éste fue el más grandioso. La hija de Jairo había muerto
unos momentos antes; el hijo de la viuda ya estaba en camino de la sepultura; y
Lázaro llevaba cuatro días en la tumba. Pero aún faltaba lo más grandioso: ¿qué
pasaría si se resucitara a sí mismo un hombre que había muerto en una Cruz, al
que habían atravesado con una lanza para asegurar su muerte, que estaba
sepultado tras una inmensa puerta de piedra y vigilado por soldados?
Él había dicho a sus enemigos
que lo haría. Les dijo: «Destruid este templo y lo levantaré en tres
días». Los judíos fingieron que no le habían comprendido, decían que
estaba hablando del templo de Herodes, pero, en el fondo, lo sabían y la prueba
es que se acordaron de ello. Tan pronto como murió, fueron a Pilato y pidieron
que se vigilara la tumba: «Señor, recordamos que este impostor dijo,
después de tres días resucitaré». Habían entendido y aceptaron el desafío,
y, cuando se encontró vacía la sepultura, ni siquiera tuvieron la honradez de
confesar que habían sido vencidos; lo mejor que pudieron inventar fue que se lo
habían llevado por la noche. La Cruz fue el experimento decisivo con el que
quisieron acabar de una vez con sus milagros, asesinándole; pero el experimento
se volvió contra ellos. Ése es un significado, muy importante además, del día
de Pascua.
Pero, asimismo, sale al
encuentro de un reto mucho más antiguo y formidable: decidió, de una vez para
siempre el resultado de esa antigua lucha, ese tira-y-afloja entre la vida y la
muerte. Ésta es una batalla que se libra ante nuestros propios ojos, si
reparamos en ella, en cada primavera y cada otoño: la batalla entre la Vida y
la Muerte de la naturaleza. ¿Cuál de las dos es la más poderosa? ¿Cuál, a la
larga, devorará a la otra?
Cada otoño, la Muerte le grita a
la Vida: «Perdóname que te diga, pero da la impresión de que yo te he dejado en
ridículo, ¿qué ha sido de todas tus bellezas primaverales? ¿Dónde están tus
geranios, dónde tus madreselvas, dónde tus verduras?». Por supuesto, aún quedan
unos cuantos árboles de hoja perenne que confunden la situación: la hiedra, el
acebo, las aspidistras en los balcones de las casas; pero, a todos los efectos,
la muerte puede afirmar, cada otoño, que ha barrido el enemigo. Y la vida no
tiene respuesta, se limita a decir: «ya verás, espera un poquito».
Y hay que esperar hasta la
venida de la primavera, entonces la vida señala orgullosamente al campo de
batalla de la naturaleza, y dice: «¡Allí están mis geranios, aquí la
madreselva, allá los verdes con nuevo frescor! ¿Pensaste que las habías matado,
tonta de ti?» Y así se plantea, año tras año, la nueva cuestión. Es como una
situación prolongada entre iguales en un partido de tenis: ventaja para uno en
mayo, y ventaja para otro en noviembre.
Pero debemos hacer una
consideración importante: la vida sigue, aunque produciendo nuevos ejemplares;
no vuelve a recrear los ya caducados, no vuelve a hacer los que la muerte ha
destruido. Es decir, la vida persiste en las especies, no en los individuos. El
geranio plantado en aquel rincón del jardín puede que sea el mismo que el año
pasado, pero sus flores de hoy no son las de ayer, que se secaron; y si es el
geranio el que se seca, el que se muere, podemos plantar en el mismo sitio otro
geranio, que también dará flores, pero no será el mismo geranio que, secándose,
murió.
Hay una especie en la naturaleza que tiene para nosotros un interés especial: el hombre. Los hombres también nacen y mueren; cada vez que cogemos un periódico, vemos una larga lista de gente nueva que ha llegado y, luego, otra gran lista de gente que se nos ha ido. La especie prosigue, pero ¿qué me decís del individuo? ¿Pertenece la inmortalidad solamente a la raza? ¿Puede el ser humano, como individuo, esperar esa inmortalidad, de una forma u otra?
Hemos dicho que la Resurrección
de Nuestro Señor es el más grande de sus milagros; pero, en un sentido, no fue
milagroso en absoluto lo que hizo Nuestro Señor en el día de Pascua: es,
simplemente, lo que todos nosotros haremos el día del Juicio Final, resucitó
con Su Cuerpo. Que fuera capaz de salir del sepulcro dejando intactos la piedra
y el sello, que fuese capaz de entrar en el Cenáculo, aun con las puertas
cerradas, era de lo más natural; Su Cuerpo resucitado obedecía a las
propiedades de los cuerpos resucitados. Lo que fue mucho más maravilloso es que
cenase con sus Apóstoles después de haber resucitado. Pero lo hizo por una
especial y milagrosa disposición de la Providencia; no es propio de la
naturaleza de un cuerpo resucitado el alimentarse. Comió y bebió con sus
Apóstoles para convencerles de que, de veras, había resucitado. Quiso mostrarse
a nosotros como el primer nacido de la muerte; quiso asegurarnos que algún día
seríamos como Él era entonces. Todos nosotros resucitaremos, incluso los pecadores
no arrepentidos, y podemos alegrarnos, de una manera especial, con esa certeza
de que aquellos que pertenecen a Su cuerpo místico, por ese mismo hecho,
compartirán su inmortalidad. Podemos imaginar a aquellos que hemos querido y
nos han sido llevados, unidos a Él y sólo esperando una señal suya para
resucitar, glorificados con esa misma gloria que iluminaba al Cristo
crucificado y resucitado.
Un tercer punto debemos
considerar. La Pascua no es solamente la prueba culminante de la Divina Misión
de Nuestro Señor; no sólo significa la esperanza de la inmortalidad, sino
también que tú y yo, cristianos bautizados, vivimos aquí y ahora con una vida
resucitada; para el pecado hemos muerto, hemos resucitado con Cristo. San Pablo
siempre subraya eso, «Sepultados con Él en el Bautismo y también, de
nuevo, resucitados con Él». ¿Qué significa eso de sepultados en el Bautismo?
Habéis de recordar que las ceremonias del Bautismo han cambiado desde los
tiempos de San Pablo. En aquella época, la mayor parte de las personas que se
bautizaban eran adultos, y el Bautismo se hacía por inmersión; la gente se iba
al Jordán o a cualquier otro riachuelo que estuviera a mano, y el sacerdote los
sumergía enteramente en el agua. El simbolismo de esta ceremonia significaba
que eras enterrado bajo el agua; morías, eras enterrado y resucitado de nuevo
en unión con la muerte, sepultura y resurrección de Jesucristo. Y cuando salías
del agua eras una nueva persona de pies a cabeza, tu antigua persona había
muerto, y una nueva persona había venido a la vida en su lugar.
No se pueden comprender las
Cartas de San Pablo, hasta que se entienda bien cómo entendía él el Bautismo.
Hoy día, por supuesto, pensamos en el Bautismo más como una manera de lavarnos
los pecados. Pero, si eso fuera todo, ¿por qué es imposible que nos bauticemos
dos veces o las que quisiéramos? Lavarse es algo que puede repetirse. Si tu
madre te dice que vayas a lavarte la cara, no le vas a responder, «lo siento,
es imposible, ya me he lavado». No, lo que no puede repetirse es lo que hemos
explicado de la muerte y la resurrección. Y eso es lo que te sucedió cuando te
bautizaron; la vieja persona que había en ti murió, e igual pasó con la
naturaleza pecaminosa que heredaste como hijo de Adán; te hiciste una nueva
criatura, el hijo de Cristo.
Igual
que Cristo con su Resurrección ha implantado ese principio irresistible de
victoria en nuestras almas, también en su Iglesia la Resurrección supone la
implantación de ese principio irresistible de victoria. Al leer una y otra vez
la historia de la Iglesia, tropezarás con épocas en que te dará la impresión de
que todo va a terminar y de que no le queda a la Iglesia otro remedio que
«arrojar la toalla». Son momentos en los que el mundo parece estar a
punto de triunfar en su persecución. Lo vemos en la época de las invasiones
bárbaras; en tiempos de las guerras napoleónicas, cuando daba la impresión de
que la religión ya no influía para nada. Lo veis en vuestras vidas, quizá en
épocas igualmente difíciles, en que parece que todo lo que tiene valor para
nosotros los católicos zozobra. Pero la Iglesia es la Iglesia de Cristo
resucitado, y hasta el fin de los tiempos cada muerte que sufra será el
preludio de una nueva resurrección.
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