«Jesús en la cruz» (fragmento) - S.S. Benedicto XVI (1927-2022)
En el capítulo 6, al hablar de
la oración de Jesús en el Monte de los Olivos, hemos conocido también otro
significado de la misma palabra (teleioũn) basándonos en Hebreos
5,9: en la Torá significa «iniciación», consagración en orden a la
dignidad sacerdotal, es decir, el traspaso total a la propiedad de Dios. Pienso
que, haciendo telereferencia a la oración sacerdotal de Jesús, también aquí
podemos sobrentender este sentido. Jesús ha cumplido hasta el final el acto de
consagración, la entrega sacerdotal de sí mismo y del mundo a Dios (cf. Jn
17,19). Así resplandece en esta palabra el gran misterio de la cruz. Se ha
cumplido la nueva liturgia cósmica. En lugar de todos los otros actos cultuales
se presenta ahora la cruz de Jesús corno la única verdadera glorificación de
Dios, en la que Dios se glorifica a sí mismo mediante Aquel en el que nos
entrega su amor, y así nos eleva hacia Él.
Los Evangelios sinópticos describen explícitamente la muerte en la cruz como acontecimiento cósmico y litúrgico: el sol se oscurece, el velo del templo se rasga en dos, la tierra tiembla, muchos muertos resucitan.
Pero hay un proceso de fe más
importante aún que los signos cósmicos: el centurión –comandante del pelotón de
ejecución–, conmovido por todo lo que ve, reconoce a Jesús como Hijo de Dios:
«Realmente éste era el Hijo de Dios» (Mc 15,39). Bajo la cruz da
comienzo la Iglesia de los paganos. Desde la cruz, el Señor reúne a los hombres
para la nueva comunidad de la Iglesia universal. Mediante el Hijo que sufre
reconocen al Dios verdadero.
Mientras los romanos, como intimidación, dejaban intencionadamente que los crucificados colgaran del instrumento de tortura después de morir, según el derecho judío debían ser enterrados el mismo día (cf. Dt 21,22s). Por eso el pelotón de ejecución tenía el cometido de acelerar la muerte rompiéndoles las piernas. También se hace así en el caso de los crucificados en el Gólgota. A los dos «bandidos» se les quiebran las piernas. Luego, los soldados ven que Jesús está ya muerto, por lo que renuncian a hacer lo mismo con él. En lugar de eso, uno de ellos traspasa el costado –el corazón– de Jesús, «y al punto salió sangre y agua» (Jn 19,34). Es la hora en que se sacrificaban los corderos pascuales. Estaba prescrito que no se les debía partir ningún hueso (cf. Ex 12,46). Jesús aparece aquí como el verdadero Cordero pascual que es puro y perfecto.
Podemos por tanto vislumbrar
también en estas palabras una tácita referencia al comienzo de la obra de
Jesús, a aquella hora en que el Bautista había dicho: «Éste es el Cordero de
Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29). Lo que entonces debió
ser incomprensible –era solamente una alusión misteriosa a algo futuro– ahora
se hace realidad. Jesús es el Cordero elegido por Dios mismo. En la cruz, Él
carga con el pecado del mundo y nos libera de él.
Pero resuena al mismo tiempo
también el Salmo 34, donde se lee: «Aunque el justo sufra muchos males,
de todos lo libra el Señor; él cuida de todos sus huesos, y ni uno solo se
quebrará» (v. 20s). El Señor, el Justo, ha sufrido mucho, ha sufrido todo y,
sin embargo, Dios lo ha guardado: no le han roto ni un solo hueso.
Del corazón traspasado de Jesús brotó sangre y agua. La Iglesia, teniendo en cuenta las palabras de Zacarías, ha mirado en el transcurso de los siglos a este corazón traspasado, reconociendo en él la fuente de bendición indicada anticipadamente en la sangre y el agua. Las palabras de Zacarías impulsan además a buscar una comprensión más honda de lo que allí ha ocurrido.
Un primer grado de este proceso
de comprensión lo encontramos en la Primera Carta de Juan, que retoma
con vigor la reflexión sobre el agua y la sangre que salen del costado de
Jesús: «Este es el que vino con agua y con sangre, Jesucristo. No sólo con
agua, sino con agua y con sangre. Y el Espíritu es quien da testimonio, porque
el Espíritu es la verdad. Tres son los testigos en la tierra: el Espíritu, el
agua y la sangre, y los tres están de acuerdo» (5,6ss).
¿Qué quiere decir el autor con
la afirmación insistente de que Jesús ha venido no sólo con el agua, sino
también con la sangre? Se puede suponer que haga probablemente alusión a una
corriente de pensamiento que daba valor únicamente al Bautismo, pero relegaba
la cruz. Y eso significa quizás también que sólo se consideraba importante la
palabra, la doctrina, el mensaje, pero no «la carne», el cuerpo vivo de Cristo,
desangrado en la cruz; significa que se trató de crear un cristianismo del
pensamiento y de las ideas del que se quería apartar la realidad de la carne:
el sacrificio y el sacramento.
Los Padres han visto en este doble flujo de sangre y agua una imagen de los dos sacramentos fundamentales –la Eucaristía y el Bautismo–, que manan del costado traspasado del Señor, de su corazón. Ellos son el nuevo caudal que crea la Iglesia y renueva a los hombres. Pero los Padres, ante el costado abierto del Señor exánime en la cruz, en el sueño de la muerte, se han referido también a la creación de Eva del costado de Adán dormido, viendo así en el caudal de los sacramentos también el origen de la Iglesia: han visto la creación de la nueva mujer del costado del nuevo Adán.
Habíamos encontrado en los
Evangelios personas como éstas, sobre todo entre la gente sencilla: María y
José, Isabel y Zacarías, Simeón y Ana, además de los discípulos; pero ninguno
de ellos pertenecía a los círculos influyentes, aunque provenían de distintos
niveles culturales y diferentes corrientes de Israel. Ahora –tras la muerte de Jesús–
salen a nuestro encuentro dos personajes destacados de la clase culta de Israel
que, aun sin haber osado declarar su condición de discípulos, tenían sin
embargo ese corazón sencillo que hace al hombre capaz de la verdad (cf. Mt
10,25s).
Mientras que los romanos
abandonaban los cuerpos de los ejecutados en la cruz a los buitres, los judíos
se preocupaban de que fueran enterrados; había lugares asignados por la
autoridad judicial precisamente para eso. En este sentido, la petición de José
entra dentro de lo habitual en el derecho judío. Marcos dice que Pilato se
asombró de que Jesús hubiera muerto ya, y que primero se cercioró por el
centurión de la verdad de esta noticia. Una vez confirmada la muerte de Jesús,
concedió su cuerpo al miembro del consejo (cf. 15,44s).
Sobre el entierro mismo, los evangelistas nos transmiten varias informaciones importantes. Ante todo, se subraya que José hace colocar el cuerpo del Señor en un sepulcro nuevo de su propiedad, en el que todavía no se había enterrado a nadie (cf. Mt 27,60; Lc 23,53; Jn 19,41). Esto manifiesta un respeto profundo por este difunto. Al igual que el «Domingo de Ramos» se había servido de un borrico sobre el que nadie había montado antes (cf. Mc 11,2), así también ahora es colocado en un sepulcro nuevo.
Es importante además la noticia
según la cual José compró una sábana en la que envolvió al difunto. Mientras
los Sinópticos hablan simplemente de una sábana, en singular, Juan habla de
«vendas» de lino (cf.19,40), en plural, como solían hacer los judíos en la
sepultura. El relato de la resurrección vuelve sobre esto con más detalle. Aquí
no entramos en la cuestión sobre la concordancia con el sudario de Turín; en
todo caso, el aspecto de dicha reliquia es fundamentalmente conciliable con
ambas versiones.
Finalmente, Juan nos dice que
Nicodemo llevó una mixtura de mirra y áloe, «unas cien libras». Y prosigue:
«Tomaron el cuerpo de Jesús y lo vendaron todo, con los aromas, según se
acostumbra a enterrar entre los judíos» (19,39s). Pero la cantidad de aromas es
extraordinaria y supera con mucho la medida habitual: es una sepultura regia.
Si en el echar a suertes sus vestiduras hemos vislumbrado a Jesús como Sumo
Sacerdote, ahora el tipo de sepultura lo muestra como Rey: en el instante en
que todo parece acabado, emerge sin embargo de modo misterioso su gloria.
Los Evangelios sinópticos nos
narran que algunas mujeres observaban el sepelio (cf. Mt 27,61; Mc
15,47), y Lucas puntualiza que eran las mujeres «que lo habían acompañado desde
Galilea» (23,55). Y añade: A la vuelta prepararon aromas y ungüentos. Y el
sábado guardaron reposo, conforme a lo prescrito» (23,56). Tras el descanso
sabático, el primer día de la semana por la mañana, vendrán para ungir el
cuerpo de Jesús y así dejar lista la sepultura de manera definitiva. La unción
es un intento de detener la muerte, de evitar la descomposición del cadáver.
Pero es un esfuerzo inútil: la unción puede conservar al difunto como difunto,
no puede restituirle la vida.
La mañana del primer día las
mujeres verán que su solicitud por el difunto y su conservación ha sido una
preocupación demasiado humana. Verán que Jesús no tiene que ser conservado en
la muerte, sino que Él –ahora de modo real– está de nuevo vivo. Verán que Dios,
de un modo definitivo y que sólo Él puede hacer, lo ha rescatado de la
corrupción y, con ello, del poder de la muerte. Con todo, en la premura y en el
amor de las mujeres se anuncia ya la mañana de la Resurrección.
* En «Jesús de Nazaret – Segunda parte – Desde la entrada en Jerusalén hasta la Resurrección». Ed. Paneta y Ed. Encuentro – 1ª Edición - Madrid, 2011.
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