«Nota sobre el Derecho de Propiedad en el orden cristiano de la Justicia» - Tomás D. Casares (1895-1976)

«...El deber de ejercer el derecho de propiedad con sentido social está claramente impuesto por la doctrina católica como un deber de justicia que no puede ser suplido por actos de misericordia, según expresa palabra de su S.S. Pío XI en una de sus encíclicas...»

El problema de la justicia es, en cierto sentido, un problema de propiedad. En la noción de «lo suyo» que la idea de justicia incluye va implícito lo esencial del problema concerniente a este derecho.

Señalaremos someramente tres puntos relativos a él: 1º, la comunidad de los bienes es de derecho natural en el sentido de que ningún bien exterior está concretamente destinado a nadie en particular; 2º, también es de derecho natural, y de derecho divino, la posesión por parte de los hombres de los bienes exteriores, en razón de que lo inferior está siempre, por naturaleza, ordenado a lo superior; 3º, en el ejercicio de esa posesión la perfección de la caridad aconseja renunciar a la propiedad privada y disfrutar de todo en comunidad, pero la condición común del hombre, del cual no hay que olvidar nunca, en el orden práctico, que es naturaleza caída, hace que responda más razonable y adecuadamente a las exigencias de su naturaleza el régimen de la propiedad privada, tanto del punto de vista de la eficacia con que el hombre explotará los bienes exteriores con beneficio para todos como desde el de la garantía de libertad que comporta la propiedad individual.

Nada más propicio a las peores injusticias, cuando no media la perfección de la Caridad, que la posesión de los bienes exteriores en común. La avaricia del hombre le conduce a incontables excesos es cierto en el ejercicio del derecho de propiedad; pero el régimen mismo de la propiedad individual constituye un límite para esos excesos. En un imaginario régimen de comunidad ni siquiera ese límite existiría. Sólo la fuerza del Estado convertido en gestor supremo y exclusivo de todos los medios de producción puede concebirse como barrera –tan frágil como peligrosa–, a la anarquía de la avaricia en un régimen de comunidad. Pero semejante exaltación del Estado, semejante concepción de sus atribuciones bajo la cual desaparece toda espontánea distinción individual, es mucho más antinatural de lo que puede ser en la propia concepción comunista la propiedad que se trata de eliminar.

Hay aquí una transposición materialista destinada a suplantar una verdad cristiana. En el estado de justicia original puede concebirse como conforme con ese estado de la naturaleza humana el régimen de comunidad. La perfección de la Caridad puede hacer que los hombres que la alcancen o que formalmente la procuren traten de vivir en un régimen de los bienes análogo al del estado de justicia original porque todos los problemas que plantea la propiedad provienen de la avaricia que en nuestra naturaleza caída –que es una naturaleza vuelta hacia las cosas perecederas– constituye una pasión avasalladora. Y la perfección de la Caridad se asienta, precisamente, en el avasallamiento de esas pasiones. El uso común se hace posible en este caso a causa de la renuncia a las cosas temporales que es a un mismo tiempo condición y fruto de la verdadera Caridad. Esta forma particularmente perfecta de vida es, merced a la efusión de Gracia que la alimenta y la sostiene, una anticipación de esa gloriosa y sobrenatural exaltación del espíritu que es la beatitud eterna.

En el comunismo hay una adulteración materialista de todo esto cuya más entrañable significación –que no es económica– suele pasar desapercibida. Trata al hombre como lo trata el cristianismo y reclama de él un heroísmo, pero con la aberración de pretender que esa aceptación por parte del hombre del uso común, que esa renuncia a la propiedad, corresponda a la instauración de una beatitud temporal y sensible.

Cuando las cosas han de ser sólo usadas y no gozadas, porque el verdadero goce es puesto en una realidad adecuada a la naturaleza espiritual y al destino sobrenatural del hombre, esto es en la contemplación y el amor de Dios, puede concebirse el uso común de ellas. Pero si el goce es puesto precisamente en las cosas sensibles y sólo en ellas, cuando a todo el natural e incoercible anhelo humano de felicidad no le es ofrecida otra satisfacción que la que puede alcanzarse en esta vida y mediante los bienes de este mundo, ¿cómo puede concebirse la existencia normal y pacífica de una sociedad comunitaria?

Esta concepción comunitaria de la justicia puesta en una concepción del mundo del hombre y de la vida para la cual no existe otra realidad ni otro destino que la realidad sensible y material y el destino del hombre en este mundo, quema las raíces de toda verdadera espiritualidad. La auténtica vida del espíritu, es decir, la de un espíritu que es señor de su carne, no se concibe en un hombre urgido por la conquista de una felicidad inmediata –ya que todo concluye con la muerte– y en un mundo que no le propone otra felicidad que la que puedan dar los bienes materiales. La comunidad del uso de esos bienes tiene evidentemente por objeto darle consistencia a esa ilusión de paraíso literalmente terrenal.

No ha de preocupar tanto la injusticia inmediata de que algunos o muchos sean privados por obra de un régimen comunista de lo que legítimamente les pertenece, sino la injusticia esencial que se comete con el hombre por ese camino al cegarlo para la vida del espíritu y para su destino eterno mediante la inversión de la jerarquía de los principios que lo constituyen. El espíritu no es suprimido en esa tentativa –sólo la muerte separa al espíritu del cuerpo–; es subordinado a la sensibilidad, es hecho siervo y es confiado al destierro de este mundo. Para que el hombre no tenga nada que esperar fuera de este mundo y viva totalmente, radicalmente, como si no fuese hijo de Dios y heredero de su gloria; como si Dios no existiera.

La propiedad privada es de derecho natural, pero el derecho de propiedad, como todo derecho, tiene su razón de ser en el deber. La licitud de la propiedad privada está pues, condicionada por el efectivo cumplimiento del deber que le da razón de ser. No se trata de demostrar que la propiedad de tal o cual cosa en particular esté o no justificada mediante el cumplimiento de tal o cual deber. La relación de deber y derecho en el caso de la propiedad privada puede resumirse, siguiendo a Santo Tomás, así: tengo derecho a poseer en propiedad individual bienes exteriores porque mediante la condición de propietario puedo cumplir mejor el deber de hacer rendir a esos bienes todo el beneficio –particular y común– que son capaces de producir[1]. Lo que quiere decir que la licitud de la propiedad, en cada caso, no del punto de vista del derecho positivo, sino del de la conciencia cristiana, está condicionada por el recto uso que lo poseído en propiedad se haga. Y en ese uso hay dos fases: la explotación propiamente dicha de la propiedad y los actos de libre disposición que se realicen con ella. Cada faz tiene su orden propio y no se repara, en justicia, la violación de uno de ellos, mediante una mayor sujeción a las exigencias del otro. En estricta justicia las más grandes limosnas no reparan la violación de ella en que se haya incurrido en la explotación de los bienes, como pagando salarios míseros o prestando a intereses usurarios. Decimos en estricta justicia, porque en el misterio de la Caridad sólo Dios sabe qué valor puede tener una limosna.

En el orden de la explotación o uso de los bienes propios la norma fue dada por Aristóteles y la reitera, la explica, la extiende y la perfecciona Santo Tomás: «Es preferible que la propiedad sea particular (afirmación del derecho de propiedad privada) y que el uso la haga común». Hay, pues, una, propiedad de las cosas, y una propiedad del uso de las cosas. «En cuanto al uso -enseña Santo Tomás-, el hombre no debe poseer los bienes exteriores como si fuesen propios, sino como si fuesen de todos, en el sentido de que debe estar dispuesto a hacer partícipes en ellos a los necesitados», lo cual no es una invitación a la limosna sino al establecimiento de una rigurosa obligación de justicia. Es tratando de la justicia que Santo Tomás escribe esas palabras en el art. 2 de la cuest. 66 de la 2º, 2º. Y en la cuestión 118 de la misma parte agrega: «las mismas riquezas no pueden ser poseídas a la vez por muchos; la superabundancia en algunos trae como consecuencia la penuria en los otros». Esto recuerda aquella enseñanza tantas veces repetida por los Padres de la Iglesia: «Tú eres el ministro de Dios, el intendente común de todos tus compañeros de servidumbre –decía San Ambrosio a los ricos–. Todo lo que posees no ha sido destinado al aplacamiento de tu hambre; administra, pues, como bienes de otro los bienes que están en tus manos». El deber de ejercer el derecho de propiedad con sentido social está claramente impuesto por la doctrina católica como un deber de justicia que no puede ser suplido por actos de misericordia, según expresa palabra de su S.S. Pío XI en una de sus encíclicas.

Por consiguiente, sean cuales fueren las posibilidades de acumulación que ofrezca la economía vigente, se tiene, en el orden cristiano de la conducta, el deber de limitar la extensión de la propiedad a lo que puede ser objeto de una gestión personal directa o indirecta que asegure el beneficio común de la explotación. Y la doctrina es igualmente clara y precisa en lo que se refiere a los beneficios de la propiedad del punto de vista de la independencia económica y de la libertad de exultación que esa propiedad es capaz de asegurar. Por consiguiente, el cristiano en cuanto tal ha de ser enemigo de una acumulación de riquezas que sobre no estar justificada por ninguna necesidad de quien las acumula, y ser difícilmente compatible con un efectivo ejercicio social de la propiedad, dificulta el acceso de la mayoría a ese derecho esencial, «entraña para repetir la enérgica palabra de Santo Tomás, la penuria de los otros».

En «La Justicia y el Derecho», Buenos Aires – Cursos de Cultura Católica – 1945, pp. 277-283.


[1] Sto. Tomás, 2ª 2ª q. 66, art. 2

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