«Reflexiones de la Política» - P. Julio Meinvielle (1905-1973)

«…La enfermedad política se ha producido porque antes se produjo la enfermedad espiritual. No puede haber salud política hasta que el empuje espiritual no la restituya…».

Para que la actividad política sea buena, es necesario que esté dirigida por la inteligencia. Y la inteligencia en ésta, como en toda labor de actividad concreta, debe penetrar en la esencia de las cosas (qué debe ser la cosa) y ha de tener presente las posibilidades de su realización y qué condiciones hic et nunc limitan la posibilidad de esa esencia.

¿Qué debe ser la política? En otro lugar (Concepción Católica de la Política, Ediciones de los Cursos de Cultura Católica, 1932) ha sido determinado. Baste decir que es la función de ordenar todas las actividades comunes de los hombres para que resulte una convivencia virtuosa.

Aunque la definición es precisa, la subversión de lenguaje que sufrimos obliga a advertir que ella debe ser interpretada en función de la metafísica tomista de la Summa Theologica.

La convivencia virtuosa, el vivere secundum virtutem de Santo Tomás, comprende el ejercicio de la virtudes naturales y sobrenaturales, según su estructura jerárquica.

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¿Cuáles son las condiciones que en las sociedades modernas limitan este impulso que hacia el bien debe imprimirles la política? Hablamos de las condiciones más universales y que por ende afectan a todas.

Las sociedades modernas han perdido la idea de bien y la idea de común y la idea de que todo bien se deriva de arriba hacia abajo.

Han perdido la idea de bien. Porque bueno sólo es Dios y quien vive a su semejanza. Y las sociedades modernas han llamado bueno a los impulsos primarios de la multitud. El pueblo se ha constituido en soberano, es decir, con facultad a regirse como le cuadre, sin Dios ni Rey que pueda cercenar en lo más mínimo esta facultad.

A esta pérdida de la idea de bien que ha sufrido la sociedad moderna, se le llama Democracia o soberanía del pueblo.

Esta Democracia brutal y suicida informa toda la vida política del siglo XIX.

Han perdido la idea de común. Si algo hay común es por efecto de una comunicación, o sea por el acto de darse mutuamente entre varios, diversas cosas. Lo común importa por tanto diferenciación de funciones unidas en un acto de comunicación.

La sociedad, por tanto, debe ser jerárquica. Una jerarquía de servicio porque toda función es para comunicar, esto es para servir. En esta jerarquía de servicio se deben establecer cuatro funciones esenciales, que aquí sólo se pueden indicar sin especificar sus fundamentos ontológicos. Función sacerdotal, función política o de gobierno, función económica que se puede desdoblar en patronal y obrera.

La sociedad moderna ha perdido la idea de común al substituir la idea de jerarquía por la de igualdad. Y el igualitarismo se defiende también como la esencia de la Democracia.

Muchos que repudian el concepto brutal de Democracia-soberanía del pueblo, continúan hablando de la democracia-forma de gobierno, o sea del régimen en que el pueblo gobierna.

Estos tales si quieren percatarse de defender un régimen injusto deben precisar el concepto de «pueblo». Que por pueblo no entiendan la expresión mayoritaria, sino «un gran conjunto histórico que comprenda todas las generaciones ligadas, no sólo las vivientes, sino las del pasado, las de nuestros padres y abuelos» (Berdiaeff).

 No aparece injustica en que el pueblo viviendo como un organismo –diferenciado y jerárquico– se gobierne a sí propio. En este sentido, y sólo en éste, la Iglesia ha considerado como legítima la democracia-forma de gobierno, que ha encontrado su mejor realización en la antigua democracia helvética. En rigor de lenguaje, este régimen mixto no debe llamarse sino república. (Ver Concepción Católica de la Política, pág. 112 y sig.).

Ha perdido la idea que todo bien se deriva de arriba hacia abajo. Es ésta una verdad elemental de la metafísica que encuentra aplicación física en el segundo principio de la termodinámica. El calor no se comunica sino de un cuerpo caliente a uno menos caliente. La ordenación política que debe informar al cuerpo social debe venir de las jerarquías superiores a las jerarquías inferiores. En esta regencia consiste su función de servir. Regir no consiste en mandar, sino en ordenar. Cuando la jerarquía superior deja de servir a la inferior para mandarla, corrompe su función y se expone a ser suplantada por la jerarquía más inferior.

El orden sacerdotal rige al orden de la nobleza en quien debe estar depositada la función política o de gobierno. El orden de nobles rige al orden económico en su doble función patronal y obrera.

Cada orden es autónomo en su ámbito, pero se subordina al superior en razón de la mayor amplitud del ámbito en que éste se desenvuelve. Así en el ámbito económico la clase patronal y obrera armonizan con plena autonomía, aunque se subordinan a la nobleza en lo que se refiere a la política. En el ámbito político el poder gubernamental se desenvuelve con perfecta autonomía, aunque se subordina al orden sacerdotal en lo que se refiere al ámbito de lo espiritual.

La Democracia de las sociedades modernas no concibe sino el gobierno ejercido por el pueblo, imaginando que es éste el mejor gobierno para el pueblo. Es como imaginar que el mejor modo de dirigir los pies es pedir la dirección a los pies y eliminar la cabeza.

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De las reflexiones apuntadas surge claro el abismo enorme que media entre lo que debe ser la política y lo que en realidad es en las sociedades modernas. Surge sobre todo claro, que actualmente, bajo la palabra Democracia, se ocultan todos los corrosivos de «la política».

Pero ahora se plantea este otro problema. ¿Cómo ir de lo que la política es a lo que la política debe ser?

Algunos colocan su confianza en los medios políticos legales y otros en los medios políticos dictatoriales. Unos y otros están equivocados, pero los primeros lo están doblemente.

Están equivocados ambos porque la salud no viene de abajo, sino de arriba. La enfermedad política se ha producido porque antes se produjo la enfermedad espiritual. No puede haber salud política hasta que el empuje espiritual no la restituya. Y sólo Dios sabe cuándo la santidad de los cristianos tendrá como en los primeros siglos de la Iglesia, la eficacia cultural necesaria (que se da por añadidura) para restituir el orden económico y político.

Están más equivocados los legalistas que los dictatoriales. Porque los legalistas quieren llegar al orden por medio del desorden. En realidad, lejos de remontar el curso del mal, se dejan arrastrar por sus olas. Es el caso de todos los partidos democráticos católicos. Los dictatoriales, en cambio, con mejor sentido práctico, saben que el orden se implanta de arriba hacia abajo. Las multitudes no empujan sino por la fuerza misma de su inercia. Debe imponérseles el orden y no esperar el absurdo de que ellas lo impongan. Y así los dictatoriales quieren imponer un cierto orden a la multitud. Y logran imponerlo.

Orden artificial, es cierto. Pero por lo menos este cierto orden artificial crea un estado de docilidad en los pueblos que los habilita para escuchar y aprender el orden verdadero. En cambio, mientras se viva en el caos democrático, no hay otra posibilidad que la de sumergirse más profundamente en el caos.

Sólo Dios sabe si el orden auténtico retornará y por qué medios.

Bástenos saber que la trama de cosas que acaecen en este mundo inferior se va urdiendo bajo la sapientísima ordenación de Aquel que todo lo refiere a su gloria.

En «Revista Baluarte», n°14, Buenos Aires, julio de 1933.
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