«31 de julio de 1966 - San Ignacio» - Leonardo Castellani (1899-1981)
«…Hay que decir brevemente una verdad enorme; la Compañía
de Jesús fue suprimida en 1773 por obra de los masones, los enciclopedistas y
un Rey cristiano tonto y disoluto –tres personas distintas y una sola calamidad
verdadera. Verdad histórica demostrada 10 veces...»
La palabra «panegírico» ha ido tomando
sentido peyorativo; y eso con razón, cuando en vez de ser una simple exposición
de la vida del Santo se convierte en fuerzas retóricas pomposas hinchadas y
huecas que ponen al santo por las nubes, pero lo quitan de la tierra.
Pero las vidas de los Santos es
la lectura más útil al cristiano después de la Sda. Escritura; esa lectura
convirtió a San Ignacio de Loyola.
Una monja mejicana me escribió
hace poco que no le gusta la vida de los santos porque son aburridas y
mentirosas; tiene razón con respecto a las biografías escritas por devotos
ininteligentes. En su Vida de Sn. Ignacio el escritor inglés Christopher Hollis
dice que los devotos suelen ser poco honrados; quiere decir que escriben vidas
de Santos hombres que no tienen la inteligencia y la experiencia requeridas por
ese género literario, el más difícil de todos. «Hay que ser un santo para
escribir bien la vida de otro santo» dijo Tomás de Aquino con alguna
exageración. Pero hay numerosas vidas de santos buenas: hace poco la Sra. Clara
Luce Booth ha publicado un libro «Santos de Ahora», entre quienes cuenta a San
Ignacio; vidas breves escritas por los mejores escritores yanquis –de ahora.
San Ignacio no ha tenido suerte
en biografía: no he hallado ninguna que me satisfaga, y he leído muchas.
Incluso hay no pocas equivocadas y aun calumniosas, como la del austríaco
Filop-Müller y la del suizo Blunck, que ha publicado Peuser entre nosotros.
Casi todas conciben a Iñigo de Yañez y Loyola (no Iñigo López de Reclade que
dicen algunos) como el «Gran Inquisidor»; un hombre tieso, rígido, implacable,
inhumano incluso; porque p. e. a un jesuita que dio por broma una palmada en el
trasero a otro que estaba agachado, lo echó al instante de la Compañía; rasgo
accidental que no define a San Ignacio, y pudo ser un error, por cierto; pero
para mí, en el fondo es un rasgo de sentido común; como el rasgo de Onganía al
cerrar Tía Vicenta.
He aquí un soldado cojo y calvo,
«soldado desgarrado y vano», de estatura casi enano, hijo de un terruño rudo,
que jamás supo bien el castellano ni el vasco ni el latín ni el francés ni el
italiano... se pone en el siglo XVI –dice el historiador protestante Lord
Macaulay– «en el rango de los más grandes estadistas europeos» y el hombre que
más ha influido en el mundo moderno –dentro de la Iglesia: A san Ignacio se
podría aplicar lo que me dijo por broma un vasco no hace mucho: «Nosotros los
vascos somos todos buenos; pero somos muy brutos. Ahora que cuando un vasco
sale inteligente, como yo por ejemplo... ¡arripoa!». San Ignacio fue un vasco
genial. No les han faltado tampoco a los vascos genios especulativos.
Ignacio no fue ni el gran
inquisidor de la leyenda de Dostoiewski, ni el jefe taimado y tramposo de
Carducci y Víctor Hugo, ni el «Perinde ac cadáver» (frase que no inventó él
sino San Francisco de Asís) ni el sargento mayor encalabrinado de disciplina, ni
el «profesor de energía» que dice el P. Laburu, ni el gran politicastro, ni el
Quijote viviente de Unamuno. Eso es leyenda o caricatura. Más cerca de encender
hogueras estuvo él de ser mandado a la hoguera; y salvó de la hoguera a muchos.
El nombre que él se daba era el de «Peregrino», el de «Pecador» o el de «Pobre
en virtud»; y quienes lo conocían lo llamaban «Padre».
Veremos brevemente la conversión
de San Ignacio, la fundación de la Compañía de Jesús y el estado de la Compañía
hoy en día.
I
Dice Papini en su libro «Los
Operarios de la Viña» que Ignacio de Loyola no es un santo popular: pocas veces
los hombres de mando y de lucha y de orden son populares para el vulgo; son muy
amados por los que están en contacto inmediato con ellos; y esto sucedió
grandemente con San Ignacio. Por otra parte tuvo siempre enemigos y
calumniadores –hasta nuestro días. Grandes amigos y grandes enemigos; porque
simplemente, era grande.
La conversión de San Ignacio se
verificó en 1521 a los 30 años, en su lecho de convaleciente; en la misma fecha
en que Lutero se sublevó contra la Iglesia de Roma. En el sitio de Pamplona por
el ejército francés, una bala de cañón le trizó la pierna derecha, no el muslo
sino la canilla; y apenas cayó él, el puñado de españoles que defendía la
fortaleza se rindió. Los médicos le ensamblaron los huesos rotos mal que bien;
mejor dicho mal; y después se vio que una punta de hueso se proyectaba como un
tarugo debajo de la piel; impidiendo el uso de la bota alta y estrecha que
usaban los oficiales. Iñigo de Loyola exigió que le arreglaran eso: dijeron
había que reabrir la herida, serruchar el hueso y estirar la pierna con poleas:
sin anestesia. Iñigo soportó la horrible operación sin un gemido, solamente
suspirando «¡Ay Jesús!» de vez en cuando. Quedó sin embargo rengo: «martirio de
vanidad» lo llamará más tarde. No era su primer acto hazañoso; y mucho menos el
último: toda su vida hizo actos arrojados, indomables, atrevidos incluso; es
decir, caballerescos.
En su 2ª larga convalecencia
Iñigo leyó vidas de Santos; había pedido le trajeran novelas de caballería y le
trajeron a falta dellas la «Vida de Cristo» del Cartujano y el «Flos Santorum»,
o Vidas de los Santos. Leyéndolas, su ánimo ardiente y ambicioso decía: «¿Esto
hizo San Francisco? Pues yo también lo puedo hacer. ¿Esto hizo Santo Domingo?
Pues yo lo tengo de hacer» Y notó que cuando se pasaba horas soñando con «la
dama de sus pensamientos» (que era nada menos según parece que la princesa
Juana de Aragón, casada más tarde con el Rey de Nápoles; «pues no era condesa
ni duquesa sino más arriba que eso» –dice él en su Autobiografía), más cuando
pensaba en las grandes hazañas y hechurías que iba a hacer por ella, el final
de los pensamientos le dejaba un extraño amargor; mas cuando pensaba en los
Santos, el final era tranquilo y gozoso. Después de una larga lucha de
sentimientos («discernimiento de espíritus» lo llamará más tarde) se decidió a
dejar la caballería terrena y seguir a Jesucristo, visto por él como un Jefe
temporal (mucho mejor que el Duque de Nájera, su señor) que hace reclutamiento
en todo el orbe de la tierra para su sempiterna campaña contra Satanás. «Si San
Bernardo hizo esto (la primera Cruzada) yo también lo haré».
Se arrancó de su casa no sin
resistencia de los suyos y fue, cojeando, mendigando y desconocido al
monasterio de Montserrat, donde veló una noche entera en oración, conforme a la
costumbre de los caballeros antes que un Rey o una Reina (o «su señor natural»)
les diesen el espaldarazo con la espada y les calzasen las espuelas de oro,
consagrándolos para siempre al servicio de la Justicia –y de la patria. Pero él
dejó su espada al pie del altar de Nuestra Señora; y se fue, hecho un mendigo
rengo y penitente a la vecina ciudad de Manresa. Allí buscó una cueva a la
orilla del Río Cardoner y comenzó la más extraordinaria tanda de penitencias,
privaciones y oraciones. «Si San Antonio Abad hizo esto, yo también lo haré».
El demonio lo tentó como a San Antonio, también extraordinariamente, con
tristezas, escrúpulos, desesperación, hasta el punto de incitarlo a suicidarse.
Pero él venció las tentaciones con decisiones heroicas, y tuvo grandes visiones
de Dios. Esta fue la conversión de Iñigo, que tiene destellos épicos,
novelescos, dramáticos y estremecedores; los cuales son conocidos. Un año
estuvo en Montserrat y Manresa; y de ahí se trasladó a Barcelona, después a
Venecia, después a Jerusalén.
Fue a Barcelona como etapa para
Jerusalén. Una noble dama catalana que tenía un marido ciego y vivía dedicada a
su cuidado y a la piedad, Isabel Rosell, estando en la iglesia sintió como una
voz interior que le decía «Ese mendigo que está en la puerta». Enseguida que
habló con él quedó prendida o prendada: le oyó el lenguaje de los caballeros; y
lo protegió todo el tiempo de Barcelona y todo el tiempo de su vida, como otra
dama, Inés Pascual en Manresa; y con esta y otra monja, Teresa Rejadella,
Ignacio se escribió toda la vida. Blunck dice que San Ignacio fue un misógeno,
es decir, enemigo de las mujeres; y en realidad fue lo contrario, demasiado
atraído por las mujeres, digamos enamoradizo. En Roma fundó una casa para
mujeres arrepentidas; y se iba él mismo a las casas malas, peleaba con los
rufianes o «cafishios» y siendo ya General de la Compañía, consejero del Papa y
conocido en todo el mundo, las acompañaba a pie por las estrechas y lodosas
calles de Roma. Un enemigo de los Jesuitas, Miguel Mir, ex-jesuita, escribió:
«Ignacio de Loyola prohibió a sus secuaces la dirección espiritual de mujeres;
y él dirigió hasta su muerte un montón de mujeres. Impuso a sus secuaces una
obediencia férrea; y él no obedeció una sola vez en su vida...» Lo primero es
verdad, lo segundo falso.
Vuelto a España (en las mismas
condiciones hazañosas de siempre, de Venecia a Barcelona a pie y mendigando,
pasando por Francia, que estaba en guerra con España) Ignacio se puso a
estudiar o quiso ponerse a estudiar: la Inquisición le había mostrado que lo
que importa no es el saber, lo que importa es el título; que no basta tener
talento, hay que tener permiso de tener talento.
Se fue a Alcalá y después a
Salamanca algo más de dos años: en Alcalá a la escuela del maestro Arévalo,
donde iban niños de 10 años, sentado en el último banco; y de hecho era el
último de la clase. Se ponía a decorar la primera conjugación, Amo amas amare
amavi amatum y se acordaba del amor de Dios, se abstraía y no aprendía; ni a
palos, pues le pidió al maestro Arévalo que le pegase como a los chicos si no
sabía la lección. A los dos años Arévalo cansado lo mandó a Salamanca. Como
siempre, se le apegaron tres compañeros; y como siempre, andaba predicando y
visitando enfermos y encarcelados; y como siempre, alarmó a la Inquisición y
los metieron presos tres veces por lo menos.
La 1ª vez los interrogaron
interminablemente y los largaron mandándoles se comprasen zapatos y no
anduvieran descalzos. Ignacio le dijo al Inquisidor Figueroa que le regalase él
los zapatos; y añadió: «Con tanta y tanta pregunta, ¿qué ha sacado Ud.? ¿Ha
encontrado algo malo en lo que enseño?» «No,» –dijo Figueroa– «porque si
hubiese encontrado algo malo, os mandaba a la hoguera». «Y yo también a vos, en
el mismo caso» dijo el peregrino.
Este rasgo de humor de Ignacio
es uno entre muchísimos: tenía el sentido del humor, que según Aristóteles es
propio del hombre magnánimo; y en él era cosa habitual; en este vasco que
suelen pintar como seco, seriote, ceñudo, adusto, frío y aun lúgubre. Por
ejemplo, cuando por 3ª vez lo metieron preso, en Salamanca, con grillos y
cadenas, fue a verlo el Inquisidor Frías con el Obispo Mendoza –el que después
se haría famoso en el Concilio de Trento, hecho Cardenal de Burgos, confesor y
amigo íntimo de Carlos V–; y Frías le preguntó irónicamente: «¿Me tiene odio
por estos grillos y cadenas?» «Dr. Frías» contestó el reo «sepa que no hay en
toda Salamanca tantos grillos y tantas cadenas cuantos yo desearía sufrir por
Cristo. Lo que me impacienta son unos animalejos que hay por aquí, muy
chiquitos, pero muy bravos». La respuesta le ganó la voluntad del Cardenal de
Burgos, que lo había ido a ver por curiosidad como a un chiflado cualquiera.
Podría multiplicar los ejemplos
del humor un poco tosco y aun salvaje pero siempre amable del peregrino. (Una
vez en Roma dijo que a él «le gustaría ser judío para tener en las venas sangre
de la raza de Jesucristo», y un tal Mateo López le dijo, «¿Judío, señor?» y
escupió. «Sí señor, judío... como Vuestra Merced» dijo Ignacio, y escupió
también).
Una vez, ya General, encontró a
un lego que estaba barriendo un corredor y le dijo: «Hermano, este trabajo ¿lo
haces por Dios o por los hombres?» –«Por Dios» dijo el lego–. «¡Qué lástima!
Porque si lo hicieras por los hombres no me importaba; pero haciéndolo por Dios
y barriendo tan mal como barres te tengo de dar una buena penitencia».
Las penitencias que solía dar
era mandar al culpable a rezar a la Capilla hasta que él le avisase. Y cuando
le preguntaban «¿Por quién debo rezar?» respondía: «Por mí, para que no me
olvide».
Dando Ejercicios al Dr. Ortiz,
un célebre profesor de Teología y encontrándolo deprimido se puso a bailar
delante con su pata renga para hacerlo reír; y cuando, salido de Ejercicios,
Ortiz le pidió entrar en Compañía, le dijo «No, porque sois muy gordo». Prohibió
admitir en la Compañía hombres de cara fea; sin embargo Diego Laínez, el 2°
General, era feísimo. «Me admitieron de noche» –decía él.
Se puede contar también como
rasgo de humor las 14 horas que esperó sentado a la puerta del Papa Paulo IV,
su enemigo, sin comer, sin beber y sin dormir. Lo que quería el Papa era que se
fuese; pero tuvo que recibirlo.
El P. Nadal en su «Memorial»
dice que el buen humor era continuo en él: «En la recreación y en su aposento
estaba siempre alegre y risueño, pero guay cuando fruncía el ceño; ninguno
podía sostener su mirada de enojo», esa misma mirada que dirigió en Pamplona a
sus compañeros de armas y al Capitán Herrera cuando querían rendirse a los
franceses.
Lo hemos dejado en Salamanca,
preso. Lo soltaron, con el mandato de no predicar más sobre la diferencia del
pecado venial y el pecado mortal. Él no se avino a ese mandato: «Me voy a
estudiar a París».
Al Prior de San Esteban que,
habiéndolo invitado a almorzar, le preguntó de sobremesa, después de haberlo
interrogado sobre su vida y haber respondido él ingenuamente: «Bueno, si Ud. no
tiene estudios, y predica cosas teológicas, entonces a Ud. ¿le ha enseñado el
Espíritu Santo?» Ignacio respondió: «Si lo que yo predico está bien ¿qué le
importa a Ud. quién me lo ha enseñado?». «Pues ahora veréis», dijo el Prior y
salió furioso y lo denunció, y esta fue su tercera prisión. Cuando salió, dejó
a sus primeros compañeros, se fue a París y fundó la Compañía de Jesús.
II
Apenas dio el tremendo examen de
la Piedra seleccionó seis de sus muchos seguidores, los llevó a la Capilla de
Montmartre (Monte de los Mártires) donde hoy está la suntuosa basílica del
Sacré Coeur; y allí hicieron votos de pobreza, celibato, obedecer al Papa e ir
a Jerusalén. Esta fue la primera fundación de la Compañía. Los siete nuevos
monjes eran:
Francisco Javier,
navarro, que de joven casquivano y divertido se habría de convertir en el
misionero más grande que ha habido después de San Pablo.
Pedro Fabbro, francés,
beatificado por Paulo V.
Simón Rodríguez,
portugués.
Alfonso Salmerón,
castellano.
Nicolás Bobadilla,
granadino.
Diego Laínez, judío, hijo
de judíos conversos.
Constituidos en «Societas
Iesus», nueva sociedad religiosa, partieron hacia Roma, caminando, mendigando y
predicando, estilo Loyola, en medio de la 3ª guerra entre Francisco I y Carlos V.
En Roma se pusieron a predicar en todos los barrios y después en varias
ciudades de Italia con gran expectación: la gente comenzaba por reírse del
cocoliche que hablaban, mezcla de español, francés e italiano, pero luego
quedaban prendidos por el fuego y verdad de sus palabras: surgieron los eternos
impugnadores, que metieron presos a dos de ellos en Ravenna, y también los
amigos que los apelaban «los Santos». Se enteró Paulo III, que les había negado
una audiencia, y los invitó a almorzar; y esos harapientos le cayeron en gracia
y les dijo: «¿Para qué quieren ir a Jerusalén? Italia es su Jerusalén». Gracias
a esta caída en gracia existe hoy la Compañía de Jesús. Dos años más tarde
aprobó el esquema de sus Constituciones. «El dedo de Dios está aquí» dijo al
leerlas.
Paulo III subió al Papado a los
60 años y vivió hasta los 85. No hubiese subido al Papado de no ser el hermano
de Julia Farnesio, la concubina de su antecesor, Alejandro VI. Era propenso a
la ira y estaba siempre rabioso contra la Iglesia, contra Francia, contra
España, contra Inglaterra, contra el Turco y contra sí mismo; los Romanos
decían «la iracundia deste viejo no parece cosa deste mundo». Antes de morir le
asesinaron un hijo suyo, Pier Luigi; y entre los asesinos estaba un Cardenal,
el Cardenal Gambara. Murió lleno de ira como había vivido, pero su ira no hizo
daño a la Iglesia; pues cuando estaba enojado, acertaba. Cristopher Hollis ha
escrito: «Es curioso que Paulo III, si no hubiese tenido una hermana manceba de
un Papa no hubiese llegado a Papa; y que si no llegaba a Papa, la Iglesia
perdía a toda Europa». En efecto, Paulo III estableció a los jesuitas, convocó
el Concilio de Trento y fundó el Colegio Romano, mi Universidad, la Universidad
Gregoriana hoy día. Fue el primer Papa de la Contrarreforma y el más eficaz de
todo. Como Uds. Ven, tenía motivos para andar enojado.
Después de Paulo III vinieron
dos Papas contrarios a los jesuitas, uno los molestó poco, Julio III, pero el
otro quiso suprimirlos, Paulo IV; y otro favorable, pero que reinó sólo 21
días, Marcelo I. La Compañía de Jesús empezó a crecer con rapidez tal que tan
sólo el Imperio de Alejandro y el Imperio de Napoleón pueden comparársele.
Entonces fue elegido el Cardenal Juan Pedro Caraffa, Paulo IV. Cuando le
anunciaron a Ignacio la elección, le temblaron los huesos; el P. Nadal dice que
se puso pálido y se le estremeció la osamenta. Caraffa era enemigo personal de
San Ignacio porque, en primer lugar, Ignacio era español y él era napolitano y
odiaba a los españoles; en segundo lugar porque lo había invitado a entrar en
la Orden de los Teatinos que él había fundado junto con San Cayetano en Thiena;
y tercero, después de hecha la Compañía los había instado a fundirse con su
Orden que tenía porvenir mientras ellos no tenían ninguno –creía él; e Ignacio
se había negado. Era para temblar porque Paulo IV era intemperante y
arbitrario; y por cierto gobernó desastrosamente.
Pero San Ignacio, una vez que el
médico le había dicho que evitara todo disgusto, y los presentes le preguntaron
qué cosa le podría dar a él el mayor disgusto, se recogió un momento y
respondió: «Si mi Compañía se deshiciese como la sal en el agua; pero si mi
Compañía, que me ha costado tantos esfuerzos, luchas y sufrimientos se
deshiciese como la sal en el agua, me bastaría hacer un cuarto de hora de
oración para quedar de nuevo tranquilo y en paz». Y, en efecto, después de
haberle temblado los huesos, al día siguiente se fue a verlo al Papa; el Papa
lo hizo esperar 14 horas y después no pudo menos que recibirle media hora y, al
salir el Santo, Paulo IV no estaba amigado pero sí estaba advertido: había
visto ante sí un hombre de poderoso carácter cuya mirada le hacía bajar los
ojos. Siguió un tira y afloje hasta la muerte de San Ignacio; una serie de
desafueros que no puedo detallar, para obligar a los jesuitas a disgregarse y
entrar en los Teatinos; los cuales jesuitas vivían en el más extremo apuro; pues
tenían voto especial de obediencia al Papa y el Papa no podía verlos ni en
pintura. Mas Ignacio aguantó: cuando en la recreación alguno comenzaba a hablar
de Paulo IV (todos en Roma hablaban mal del Papa), Ignacio lo cortaba diciendo:
«Hablemos del Papa Marcelo», frase que se usa aún como proverbio entre los
jesuitas. El gobierno de Paulo IV fue desastroso. Al morir, él le dijo al Padre
Diego Laínez que estaba a su cabecera: «Mi Pontificado ha sido el más
desastroso que ha habido». No era verdad del todo, pero era verdad en parte. (Es
curioso que este Papa de vida intachable y gran letrado, pero sonso para
gobernar, hiciese más daño a la Iglesia que otros Papas disolutos –pero mejores
estadistas– como Julio II y Alejandro Borgia. Es que, como dijo Macaulay, un
Rey sonso hace más daño que un Rey malvado; y Santo Tomás dice que los sonsos
pueden ir al cielo, con tal que no sean gobernantes. Así que el que saca a un
sonso del gobierno, aunque sea por medio de un golpe, se hace un bien a su
alma).
La Compañía creció y se
plantificó en todas las partes del mundo: los Teatinos se extinguieron. El Rey
Juan III mandó a su Embajador en Roma pidiese a Ignacio seis jesuitas para
Portugal; y el reciente General dijo: «Embajador, somos diez actualmente: si
mando seis a Portugal ¿qué me queda para todo el mundo?». Pareció una humorada
y era una verdad. «Los jesuitas conquistaron a Sud América para la Iglesia de
Roma» dijo Lord Macaulay, que es muy adverso a ellos. Es exageración grande
pues cooperaron muchísimo franciscanos, dominicos y clero secular; pero la
verdad es que los jesuitas llevaron la batuta, por decirlo así, en la
evangelización del Nuevo Mundo; no olvidemos las Misiones del Paraguay, o sea
de la Argentina (pues la mayoría dellas estuvieron en territorio actualmente
argentino donde tuvieron tres mártires, un paraguayo, Roque González de Santa
Cruz, pariente de Hernandarias; y dos españoles) y no olvidemos que un hermano
carnal de San Ignacio fue uno de los fundadores de Santiago del Estero.
Así quedó establecida en el
mundo la 1ª gloriosa Compañía de Jesús.
Después, Ignacio la gobernó 15
años y murió apaciblemente y silenciosamente, con sólo un compañero a su lado y
dos médicos. Sus últimas palabras fueron iguales a las de Juan Manuel de Rosas:
–«¿Cómo se siente Padre?» –«No sé» dijo. –«Cómo se encuentra, tatita?» preguntó
Manuelita a su padre –«No sé, niña». A lo mejor lo hizo adrede el “astuto
tirano” –porque tenía gran admiración por San Ignacio de Loyola.
III
Hay
que decir brevemente una verdad enorme; la Compañía de Jesús fue suprimida en
1773 por obra de los masones, los enciclopedistas y un Rey cristiano tonto y
disoluto –tres personas distintas y una sola calamidad verdadera. Verdad
histórica demostrada 10 veces.
¿No dieron motivo los jesuitas
para su eliminación? Dieron asa para ello los jesuitas franceses, como he
explicado en algún libro mío; sin algunos abusos ocurridos en Francia, jamás
Luis XV, el Duque de Choiseul y Madama Pompadour hubieran podido eliminarlos;
pero esos abusos fueron el asa, la ocasión, el pretexto, no la causa. La causa
fue que ellos defendían la religión y el Papa en Europa y todo el mundo.
Pero la nueva Compañía,
restaurada por Pío VII en 1814, ya no es la antigua: se ha sentado, se ha
conventualizado, se ha cuartelizado, ha perdido sus filos. Fue fundada para la
Contrarreforma, ya no tiene nada que hacer. Ya no tiene el espíritu de San Ignacio,
ha cambiado muchas cosas de San Ignacio. Ellos que fueron el martillo de los
herejes y siempre de ortodoxia impecable, han dado nacimiento en su seno a
herejes o sospechosos de herejía, como el P. Telar Chardon, el P. De Lubac, el
P. Rahner... Etcétera. Estas cosas se oyen y se escriben, aquí también en la
Argentina: al primero a quien se las oí fue al filósofo Maritain, cuando vino a
dar conferencias a Buenos Aires. Son sofismas, según creo. Yo no puedo dar
respuesta a esos brulotes y a otra media docena que podría añadir, porque
acabaría a las 12 de la noche. Daré la respuesta breve de Diego Laínez a
Melchor Cano en el Concilio de Trento.
Melchor Cano fue un gran teólogo
español dominico que les agarró una tirria implacable a los jesuitas, a los que
llamaba precursores del Anticristo. Les achacaba que no tenían coro, y por
tanto no eran una verdadera Orden Religiosa; que ayunaban y se azotaban
demasiado poco; y que eran demasiado indulgentes con los pecados carnales –en
el confesionario, por supuesto.
En el Concilio de Trento acusó a
los jesuitas y pidió su abolición. Se levantó Diego Laínez –que era un judiíto
muy feo de cara, endeble y enfermo, pero el hombre más docto del Concilio y
quizá de toda Europa, una inteligencia vivaz y una memoria prodigiosa– y dijo:
–Reverendo Padre, ¿cuántos Papas
hay?
–Uno solo, por supuesto.
–Y entonces ¿por qué recusa Ud.
una orden religiosa aprobada por Paulo III, haciéndose Ud. otro Papa? ¿Quién es
Ud. para eso?
–Ah querido colega, querido
colega –dijo Melchor Cano –¿Qué quiere Ud.? Cuando los pastores del aprisco
duermen, por lo menos que los perros ladren.
–Que ladren –dijo Laínez– pero
que ladren contra los lobos, no contra otros los perros.
Así también, si los Papas todos
han mantenido su confianza en la nueva Compañía y la han colmado de
aprobaciones y elogios ¿quiénes somos nosotros para improperiarlos y
corregirlos?
¡Adelante los que quedan! ¡Oh
mínima Compañía de Iñigo de Loyola –y de Jesús! Yo
quisiera que repitieses los hechos hazañosos y gloriosos de tu primer siglo –y eso
pido de todo corazón a tu Jefe Jesús y a tu fundador el Rengo. Pero si por una
desgracia enorme llegases a caer de tu espíritu y a inutilizarte para las
grandes batallas actuales, si dejases de ser la caballería ligera de la Iglesia
para convertirte en burocracia o rutina, si te contaminases de mundanidad, de vanidad
o de progresismo, si cedieses a la pereza o a la mentira, vicios que tanto
aborreció San Ignacio, entonces... ¡que Dios tenga misericordia de los
cristianos que hayan de vivir en el mundo que se viene!
* Transcripto por «Decíamos ayer...» de una copia del original manuscrito por Castellani.
blogdeciamosayer@gmail.com