«La Bandera» - Francisco Luis Bernárdez (1900-1978)
En el día de nuestra bandera argentina, vaya este poema como sentido homenaje y patriótica fidelidad a nuestro símbolo patrio.
Éste
es el sol que une los cuerpos y éste es el cielo cuyo amor une las almas.
Ambos
están sobre nosotros para mostrarnos el camino que no engaña.
Y
levantarnos de la tierra con la energía de las cosas sobrehumanas.
Su
luz nos junta en el recuerdo y al mismo tiempo nos congrega en la esperanza.
Mientras
su fuego nos domine seremos libres como el vuelo de sus llamas.
Si
alguna vez nos dividimos, quiera el Señor que levantemos la mirada.
Y
contemplemos en el cielo celeste y blanco la bandera de la patria.
En su virtud encontraremos aquella fuerza que una vez nos hizo falta.
Y
volveremos a estar juntos como los hijos bajo el techo de la casa.
Su
limpia historia es la del río que se desborda por amor y fertiliza.
Cruzó
desiertos y montañas para calmar la sed de un mundo en sus orillas.
Bajó
del cielo de la patria para mostrarnos la razón de nuestra vida.
Para
enseñarnos a ser libres como el espacio que en sus pliegues nos traía.
Hombres
de ayer la recibieron en la raíz del corazón, con alegría.
Y
la llevaron en los ojos llenos de fuego y en las manos decididas.
Desde
aquel día, su carrera fue la del sol que la besaba y la encendía.
Y
que, al pasar sobre los pueblos, los despertaba de la muerte y los unía.
Con
su calor fundió cadenas y con su luz abrió las cárceles sombrías.
Donde
alumbró se disiparon todas las sombras y empezó la luz del día.
La
obscuridad de la derrota llenaba el mundo con su voz y con su llanto.
Noche
de labios temblorosos, noche de frentes escondidas en las manos.
Noche
de gritos reprimidos, noche de dientes y de puños apretados.
Noche
final en que la historia ya estaba a punto de volver sobre sus pasos.
Y
en que el camino de las horas ya no llevaba al porvenir, sino al pasado.
Pero
la patria no moría, porque algo suyo era invencible, sin embargo.
Un
resto limpio de bandera se defendía entre la muerte y sobre el caos.
La
roca viva entre las olas y la semilla junto al árbol desplomado.
En
torno al resto de bandera, la patria entera en un momento estaba junta.
Todos
los vivos que quedaban y hasta los muertos arrancados de las tumbas.
La
patria eterna convocaba sus energías más remotas y profundas.
Y
en un impulso de victoria se derramaba como un mar lleno de furia.
Olas
inmensas de caballos y de caballos inundaban la llanura.
Y
reventaban en los pechos que se oponían vanamente a su locura.
En
lo más alto de las olas, aquel jirón que iba flotando era la espuma.
Cuando
se hundía entre las lanzas era un relámpago perdido entre la lluvia.
Al
fin llegaba la victoria, para mecer al pueblo fuerte con su música.
Y
aquel jirón se adormecía, vivo y glorioso como nadie y como nunca.
Esta
bandera es la bandera que nos congrega en un solar y en una historia.
Si
algo valemos es por ella, que nos agranda con su fuerza generosa.
Y
que, después de agigantarnos, nos da el ejemplo soberano de sus obras.
El
elemento en que palpita ya no es el aire, sino el viento de la gloria.
Y
el resplandor que la ilumina ya no es del sol, sino del Ser que hizo las cosas.
Su
luz de cielo nos alumbra, su sombra de árbol nos ampara y nos convoca.
Mientras
vivamos en la tierra, seamos dignos de su luz, y de su sombra.
Quiera
el Señor que la sigamos cuando nos llame como ayer a la victoria.
Y, si la
muerte no nos deja, que por nosotros nuestros hijos le respondan.
* En «Poemas Nacionales», Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1949.
Con ilustraciones –algunas de las cuales hemos reproducido aquí– de Héctor Basaldúa.
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