«Un país en torno a un ataúd» - Eugenio Montes (1900-1982)
Gracias a una publicación del blog amigo «La Cigüeña de la Torre», en el cual su autor hace una referencia a la muerte acaecida «en olor de multitud como los héroes y en olor de santidad como los santos», hemos conocido la existencia de «un memorable artículo sobre el asesinato del Canciller Dollfuss», escrito por la magistral pluma de Eugenio Montes cuando se hallaba en Austria como corresponsal periodístico. Pues bien, lo hemos encontrado, publicado en el ABC, y nos parece bueno recordarlo. Aquí va, con nuestro agradecimiento a Pacopepe.
Seis y media de la mañana. Ya
corre el tren por la tierra austríaca. Con ojos sucios de carbón, de noche y de
sueño, leo los primeros periódicos vieneses. Al frente, ocupando la primera
página de todos ellos, una esquela de Dollfuss por el príncipe Starhemberg:
«Siempre fue nada menos que todo un hombre y a la vez toda una idea. Ahora,
tras su martirio, será para nosotros algo más grande aún: será una llama
eternamente encendida. Muriendo por su patria, murió por la civilización, por
la paz y la dignidad del mundo. Porque Austria es hoy la barricada de Europa
contra todos los bolchevismos. Contra el bolchevismo internacional, que tiene
la sinceridad y el coraje de llamarse así, y contra aquel otro que se oculta y
se disfraza –aunque ya no engañe a nadie– con el nombre de nacional. En nuestra
lucha contra los bárbaros del siglo XX nos sigue lo más noble del mundo entero.
Somos el espíritu de la tradición europea contra la demagogia
nacional-socialista».
Me van sonando como un martillo
estas palabras duras, mientras el tren rueda monótono por los campos de Austria
camino a Viena. Conforme avanza el sol y entra a chorros la luz por las
abiertas ventanillas se va entristeciendo en doloroso contraste el tren. En
cada estación suben gentes enlutadas que van al entierro del canciller.
Asociaciones de antiguos combatientes, con la ropa negra un poco raída y el
pecho cubierto de medallas. Mujercitas de luto con ropas de viuda. Quizá
Austria enviudó también. Y por eso el país entero afluye a congregarse en torno
a un ataúd.
La ciudad
enlutada
Diez de la mañana. Estamos en
Viena. Cuelgan largas banderas negras de todos los balcones. Faroles enlutados.
Gentes enlutadas. Tranvías enlutados con crespones en el trole y en los
alambres. Vuelan por encima de las calles bandas negras de tejado a tejado. En
la plaza municipal, una inmensa muchedumbre se apretuja para ver por última vez
un cuerpo que pronto se va a comer la tierra.
Dollfuss,
en el féretro
Entre el temblor de los hachones
y la muda rigidez de cuatro soldados, Dollfuss en un ataúd de negro y oro. Las
manos cruzadas como en un rezo. Y una expresión beatífica, un olor a cera, a
oración y santidad, como debían tener los Santos Franciscanos. Así, entre
cuatro tablas, tiene aire de tabla también, de tabla iluminada por el oro de
las aplicaciones, el oro antiguo y tembloroso de las luces y el oro de una
sonrisa inextinguida. Mínimo y dulce fue el canciller en vida. Ahora, en el
ataúd, parece grande. Cuando se muere por lo que él murió y como él murió, la
muerte no engrandece, que agiganta.
Mediodía. Los soldados sacan a
viva fuerza a las gentes, empujando con la culata de los fusiles. Llegan las
primeras representaciones oficiales. Estolas blancas de sacerdotes. Van
saliendo embrazadas, interminables, las coronas. Ahora la multitud se abre en
dos filas para dejar paso a una señora a quien acompaña y consuela el príncipe
de Starhemberg. La cabeza hundida entre velos. Un largo manto y un largo y roto
sollozo. La viuda de Dollfuss. Por la puerta entreabierta sale un rumor de
llanto y de latines. A hombros de cuatro amigos sale el ataúd. Sobre el ataúd,
una bandera roja, blanca y roja con una cruz encima. Sobre la bandera un solo
ramo de sangrantes rosas.
Marcha
fúnebre
En medio de la plaza Municipal
hay un gran catafalco. Candelabros de plata. Como colgada del cielo, una enorme
banderola negra. Y en medio, tapándose la cabeza para esconder su dolor bajo
las alas, el águila imperial de los Habsburgo: «Tu infelix Austria».
Rodean el féretro los antiguos
camaradas de Armas, Cazadores del Rey, en donde Dollfuss hizo la guerra. Las
representaciones oficiales ocupan todo el ancho espacio de la plaza. Llega una
gran delegación de italianos, siguiendo a su embajador. El pueblo se apiña en
fila, que va desde el Ayuntamiento al cementerio, a lo largo de dos leguas de
silencio y de pena. Ya el nuncio de Su Santidad ha santificado el cadáver. La
carroza inicia el lento, lentísimo cortejo. Rasga un clarín el aire, con un
gemido que desangra al viento. Suenan enlutados los tambores. Y el llanto
universal de las campanas tiene también como una voz de luto. Armones de
Artillería, regimientos, regimientos. Las milicias patrióticas contienen a la
multitud en la acera. Va por la orilla del río a San Esteban. A orillas del
Danubio, el presidente de la Confederación –Austria ya no es República–
pronuncia unas palabras, que se ahogan en su propio sollozo y el sollozo popular,
que ya no se puede contener y rompe y no concluye nunca.
Lágrimas
de soldados
A las cuatro de la tarde, el
cortejo divisa la torre gótica de San Esteban. Sale el cardenal a esperar el
cadáver. Tras el féretro viene el coche del presidente, los coches del
Gobierno, y para que todo esto sea conmovedor, en «taxis» de alquiler,
humildemente, la madre del canciller y sus familiares, vestidos con atuendos
pobres y modestos de campesinos. En las naves de la catedral, donde Napoleón
oyó un Tedéum, suena con emoción indescriptible el Miserere. Avanza el cardenal
con la cruz alzada. Sigue la larga teoría del sacerdocio. Todas las abadías del
Danubio han enviado a Viena a esas gentes que viven sólo para la meditación y
la paz. Y entonces yo he visto lo que no había visto nunca, lo que no sé si
volveré a ver jamás. Entonces vi en aquella atmósfera cálida, compungida,
católica, cómo corrían las lágrimas por el rostro con cicatrices de un viejo
soldado.
Murió en
olor de multitud
Archiduques, diplomáticos. No
veo entre ellos el rostro de Von Papen. Por el aire pasan tres escuadrillas de
aviones. Por las aceras reparten en octavillas de luto un telegrama de pésame
del Papa. En las ventanas hay cirios encendidos y gentes arrodilladas. A la
hora del crepúsculo, cuando el cielo intima con la tierra, lo bajaron al
cementerio de Hietzing. El pueblo, el pueblo católico de Austria antigua y
católica, le siguió hasta el último instante. Murió en olor de multitud,
como los héroes, y murió en olor de santidad, como los santos.
* En «ABC - Madrid», 29 de julio de
1934. Edición de la mañana.
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