«Funeral por el Prof. Francisco Elías de Tejada» - P. Raúl Sánchez Abelenda (1929-1996)
Palabras
pronunciadas por el Pbro. doctor Raúl Sánchez Abelenda al celebrarse el solemne
funeral en sufragio del profesor de Filosofía del Derecho y de Derecho Natural,
doctor don Francisco Elías de Tejada y Spínola, en la Catedral de la Almudena
de Madrid, el lunes día 19 de febrero de 1979, al cumplirse el primer
aniversario de su fallecimiento.
Estimados católicos y queridos
amigos:
Por ambas razones nos convoca el
católico cabal y el entrañable amigo que ha sido, sigue y debe seguir siendo
Francisco Elías de Tejada y Spínola.
De lo primero: católico, plena
certeza; embebido su espíritu en la plenitud de la Verdad Primera, su corazón
arraigado –con seguridad eterna– en el Sumo bien y su efectividad saturada
diáfanamente en la Belleza inagotable y que no se marchita. En ese Dios, el
Dios católico, uno y trino, en el que creyó, esperó y a quien amó con pasión
católica.
De lo segundo: su amistad, tan
leal, tan benévola, nada interesada, la ha anclado en Dios. Nosotros aquí en la
tierra, podemos –no permita el Señor– responderle en forma pendular.
Al rogar en la celebración de
esta misa católica –misa de siempre– por su felicidad eterna y sin tasa,
rogámosle también a Nuestro Señor una amistad fiel y firme.
Fidelidad y firmeza a lo que fue
y es Francisco Elías de Tejada: Primero, su amor a la verdad, su
fanatismo, en el sentido más positivo y puro del término, por la Verdad. Y a la
verdad concreta, desde Dios y para Dios, y en el hombre concreto
–desfalleciente, lábil e inseguro– que necesita en todo instante –en lo que es
y en lo que hace– la ayuda de la gracia divina. Gracia que por curarla,
perfeccionarla y elevarla hasta la dignidad sobrenatural gratuita y amorosamente
conferida por Dios, no anula su naturaleza humana. He aquí una de las claves
fundamentales de Francisco Elías de Tejada, iluminadora de su catolicidad
heroica o, si queréis, de su heroicidad católica.
Segundo, su reconocimiento y
toda su vida de concienzudo, metódico y fecundo estudio por el legado de los
muertos, de nuestros muertos (vivió convencido de que «sólo es cabal
la vida de los muertos», a cuyo ejemplo los vivos se conozcan lo que son y lo
que deben ser y, así, se mejoren, sin desmayos, espiritual y materialmente, con
la plena conciencia de la tradición, que al ser lo más vital no admite hibrys
arqueologistas ni utópicas.
De ahí que Francisco Elías de Tejada
y Spínola respetara y amara infinitamente todas las civilizaciones como
manifestaciones de la eterna búsqueda humana de Dios, sin temor a destacar,
como otrora las grandes luminarias de la Iglesia, Santos Padres y Doctores de
la verdad católica y los grandes teólogos hispánicos de la «potentia oboedentialis»,
la chispa de verdad que contienen en relación con el mensaje eterno de
Jesucristo.
En este contorno, comulgando
estas concretísimas realidades, será sin mentiras, será noble, será entrañable
nuestra firme y fiel amistad con Francisco Elías de Tejada en una coincidencia
fundamental, lo único que arrastra o puede arrastrar los corazones, como arrastró
el de nuestro querido amigo. Convergencia que, semejante a la rosa de los
vientos de sus Españas áureas y universales –nuestras Españas hoy,
peninsular y extrapeninsularmente, tan postradas, tan ajadas, tan befadas, tan
traicionadas–, nos ha congregado desde lejos y desde cerca, pero siempre desde
lo íntimo, porque el hogar de nuestro encuentro es el corazón ardiente, vivo,
de nuestro amigo.
Sus elogios, verdaderos y no
fingidos, merecidos con justicia creciente, se han hecho –los habéis hecho
vosotros– y seguirán haciéndose. No cabe aquí –en este recinto y momento
tan sagrado– una estampa, so pena que nos olvidemos de rogar por su alma, por
su eternidad dichosa. Pero sí le cabe a Francisco Elías de Tejada el «os
bilingue detestor»[1]
de la Sagrada Escritura y su correlato agustiniano «odium peperit veritas»[2],
porque toda su vida fue una afirmación tangible del «veritas liberavit vos» del
Evangelio. Ese Evangelio y su maestro San Agustín que le hizo sentir la certeza
de que «in necessariis unitas (la unidad de la verdad), «in dubiis libertas»
(la amplitud para todo reflejo divino, inclusive «extra Ecclesiam»), «in ómnibus
caritas» (el «hacer la verdad en la caridad», del Apóstol).
Pero todo esto, arraigado en la
doble afirmación de su también maestro impar, Santo Tomás: «intellectum valde
ama» («Ama intensamente la inteligencia») y «contemplata aliis tradere» («transmitir lo contemplado»). Por eso Francisco Elías de Tejada cifra
todo lo que nos lega y que a él nos ata y obliga: Tradición versus modernidad.
Modernidad borrascosa, nominalista, intramundana, inmanente, nihilista y
gnóstica, cuya crisis total –dilatada y profunda puede ser salvada, sin
abstracciones, sin utopías ni componendas por la catolicidad de la verdad, sólo
contenida y vigente en la Tradición. Una vigencia empero, por momentos débil,
hecha con tiempo, pero diamantina con su rumbo inexorable hacia la eternidad.
Francisco Elías de Tejada vivió convencido –dichosa y amorosa convicción– de
que «esta es la victoria que vence al mundo: vuestra fe». Así se explica su
tenaz cabalgada civil –«opportune et importune»– por la verdad. ¡Tradición
versus modernidad!
Ahora rogamos por el merecido
descanso de este amigo, cuya tarea parece incansablemente doblarse: «exit homo
ad opus et laborem suum usque ad vesperam» (El hombre salió a su trabajo y trabajó hasta la tarde, Ps. 103, 23)
(maduros 60 años) porque nos sobredimensiona y compromete a continuarla y
fructificarla. Y esto sin pesimismo antropológicos, porque a él como también a
nosotros nos corresponde el único sentido de la vida: la posibilidad, la
capacidad que tenemos de salvarnos o condenarnos.
Tal fue la andadura terrenal de Francisco Elías de Tejada, convencido por
su fe católica de la omnipotencia de la gracia divina. Y ello con grandeza de
ánimo. Y pienso por momentos –cuando el Señor de un alarde de su poder nos
priva de las causas segundas cuanto más urgen– que la ausencia física de
Francisco Elías de Tejada es para nuestras Españas, yermas hoy de una clase, a
guisa del martirio de San Hermenegildo, cuya sangre cimentó la gloriosa historia
por más de diez siglos de las Españas eternas. Pidámosle, pues, a N. Señor, por
intercesión de su Madre y Señora nuestra, la gracia de su eternidad feliz. Que
así sea. Ave María purísima.
* En «Revista Verbo – Speiro», N° 173-174, 1979.