«Los orígenes del Temple» - Régine Pernoud (1909-1998)
Las peregrinaciones no se
interrumpieron nunca totalmente, excepto en los periodos de persecuciones
particularmente crueles contra los cristianos, como fue, por ejemplo, el
reinado del califa Hakim a principios del siglo XI. Esas peregrinaciones fueron
fomentadas considerablemente por esta reconquista de los santos lugares, pero
en condiciones precarias, pues la mayor parte de los barones cruzados, una vez
cumplido su voto, regresaban a Europa. Las fuerzas que quedaban en Tierra Santa
eran irrisorias y no iban a desarrollarse más que en algunas plazas
fortificadas o en los castillos edificados o reconstruidos apresuradamente en
los puntos neurálgicos del reino; «bandidos y ladrones infestaban los caminos,
sorprendían a los peregrinos, despojaban a un gran número y masacraban a
muchos» (Jacques de Vitry).
Conscientes de esta situación,
algunos caballeros prolongan su voto consagrando su vida a la defensa de los
peregrinos. Se agrupan alrededor de uno de ellos, Hugues, originario de Payns
en Champagne, y de su compañero Geoffroy de Saint-Omer. Esta iniciativa, que
nace en 1118 o más bien en 1119, reúne pronto a altos barones: entre los nueve
primeros miembros se encuentra André de Montbard, tío del abad Bernardo de
Claraval; Foulques d’Angers, en 1120, se unirá a ellos, y algún tiempo después,
ciertamente antes de 1125, Hugues, conde de Champagne.
Estos caballeros se comprometen
a defender a los peregrinos, a proteger los caminos que llevan a Jerusalén.
Consagran a ello sus vidas y se comprometen mediante un voto que pronuncian
ante el patriarca de Jerusalén.
El rey Balduino II los recibe en
una sala de su palacio de la explanada del Templo, mientras que los canónigos
de la Ciudad Santa les ceden un terreno contiguo al suyo; eso, en el primer año
de su existencia, 1119-1120. Algunos años más tarde, el rey de Jerusalén, al
mudarse él a la torre de David, cederá a los «Pobres Caballeros de Cristo» (es
el nombre que ellos se han dado) esta primera residencia real que se identifica
con el templo de Salomón y donde los musulmanes habían antes instalado la
mezquita de Al-Aksa. Desde ese momento, la orden fundada será la del Temple, y
sus miembros, los Templarios.
Semejante fundación no es, en su
origen, más que una manifestación de ese sentido de la adaptación, el afán de
responder a las necesidades del momento que parece caracterizar a las
fundaciones religiosas durante todo el periodo feudal. Antes de ésta, había
tenido lugar, mediante una iniciativa parecida y también espontánea, la
creación del Hospital de San Juan donde, en Jerusalén, se albergaba a los
peregrinos enfermos o pobres. Los «Hospitalarios», tal como los «Pobres
Caballeros», se comprometían por voto y, para mantener su fidelidad al abrigo
de las debilidades humanas, adoptaban una regla inspirada en la de san Agustín.
La orden del Temple –que no
dejará de considerar como su casa principal, la casa capitana, este Templum
Salomonis que figurará en su sello– es una creación enteramente original,
pues llama a caballeros seculares a poner su actividad, sus fuerzas, sus armas
al servicio de quienes necesitan ser defendidos. Concilia, pues, dos
ocupaciones que parecían incompatibles: la vida militar y la vida religiosa.
También sienten desde el principio la necesidad de una regla precisa que guarde
a sus miembros de posibles desviaciones y les permita ser reconocidos por la
Iglesia en la función que ejercen.
En el otoño del año 1127, Hugues de Payns cruzaba el mar con cinco compañeros. Llega a Roma, solicita del papa Honorio II un reconocimiento oficial e interesa en su causa a san Bernardo, que reunió en Troyes un concilio para regular los detalles de su organización (13 de enero de 1128). El concilio está presidido por el legado del papa Mateo d’Albano. Reúne a los arzobispos de Sens y de Reims, los obispos de Troyes y de Auxerre, numerosos abades, entre ellos el de Cîteaux, Étienne Harding, y muy probablemente –aunque el hecho se haya puesto en duda– Bernardo de Claraval. Hugues de Payns relata su fundación, expone las costumbres que sigue con sus compañeros y pide al que se llamará san Bernardo que redacte una regla. Ésta, después de discusión y con algunas modificaciones, es adoptada por el concilio. A esta primera redacción le seguirá otra, debida a Étienne de Chartres, patriarca de Jerusalén (1128-1130); es la Regla latina, cuyo texto nos ha sido conservado; una versión francesa posterior (hacia 1140), se realizará sobre este texto[1]. Como en la mayor parte de las órdenes religiosas de la época, la regla prevé varias clases de miembros: los caballeros que pertenecen a la nobleza (se sabe que entonces sólo los nobles asumen la función militar) y que son los combatientes propiamente dichos; los sargentos y escuderos, que son sus auxiliares y pueden ser reclutados entre el pueblo o la burguesía; los sacerdotes y los clérigos, que aseguran el servicio religioso en la orden; y finalmente servidores, artesanos, domésticos y diversos ayudantes.
Pues su expansión supera todo lo
que hubiesen podido prever y esperar los nueve primeros caballeros, esos
«Pobres Caballeros de Cristo» que, agrupados en torno a Hugues de Payns, asumían
la tarea ingrata de vigilar la ruta, por ejemplo, la que discurría entre Jaffa
y Cesarea de Palestina, verdadero desfiladero entre montañas, donde comenzaron
oscuramente su tarea; y donde, desde 1110, Hugues y su compañero Geoffroy
habían construido una torre, la torre de Destroit, descanso de seguridad para
los peregrinos. Nadie hubiese podido imaginar el despliegue y la importancia
que tendrían las órdenes militares que iban a surgir al lado del Temple, y en
primer lugar el carácter militar que tomaría la de los Hospitalarios, en el
siglo siguiente, siguiendo la fundación de los Caballeros teutónicos; pero,
sobre todo, sus prolongamientos en España donde, desde los primeros momentos,
los Templarios llegan para llevar una lucha semejante a la de Tierra Santa, las
órdenes de Alcántara, de Calatrava, la orden de Avís, la de Cristo –en la que
sobrevivirán después de su supresión–, la de Santiago, etc. Es verdad que la
gran voz de san Bernardo se había elevado a su favor y había proclamado sus
méritos. El elogio que él hacía de la caballería del Temple, De laude novae
militiae (escrito entre 1130 y 1136), era una llamada a los caballeros del
siglo, en la que ridiculizaba «el gusto por el lujo, la sed de vanagloria, o la
concupiscencia de bienes temporales», exhortándoles a buscar una verdadera
superación en la nueva milicia que suponía una pura caballería de Dios. Había
exaltado con su elocuencia fogosa las profundas virtudes del nuevo combatiente,
respaldadas por las exigencias de la Regla:
Ante todo, la disciplina es
constante y la obediencia siempre se respeta; se va y viene por indicación de
quien tiene autoridad; se viste con lo que él da; no se intenta buscar otra
comida ni ropa... Llevan lealmente una vida común sobria y alegre, sin mujer ni
niños; nunca se les ve perezosos, ociosos, curiosos...; entre ellos no hay
acepción de personas: se honra al más valeroso, no al más noble...; detestan
los dados y el ajedrez, les horroriza la caza...; se cortan los cabellos al ras...;
nunca se peinan, raramente se lavan, el pelo descuidado e hirsuto; sucios de
polvo, la piel tostada por el calor y la cota de mallas...
Y trazaba luego un inolvidable
retrato de este tipo de caballero:
Este Caballero de Cristo es
un cruzado permanente, comprometido en un noble combate: contra la carne y la
sangre, contra las potencias espirituales en los cielos. Se adelanta sin miedo,
en guardia este caballero a diestra y siniestra. Ha cubierto su pecho con la
cota de mallas, su alma con la armadura de la fe. Provisto de estas dos defensas
no teme a hombre ni demonio. Avanzad seguros, caballeros, y expulsad con
corazón intrépido a los enemigos de la cruz de Cristo: de su caridad, estáis
seguros, ni la muerte ni la vida podrán separaros… ¡Qué glorioso es vuestro
regreso vencedor del combate! ¡Qué feliz, vuestra muerte de mártir en el
combate!
Aún menos hubiesen podido prever
el torrente de tesis, hipótesis y elucubraciones innumerables que se emitirían
a propósito de la orden del Temple, de sus orígenes, de su funcionamiento y de
sus costumbres. Para el historiador, es tal la diferencia entre las fantasías a
las que se han entregado sin reserva alguna los escritores de historia de una
parte, y de otra parte los documentos auténticos, los materiales ciertos, que
guardan en abundancia nuestros archivos y bibliotecas, que no se podría creer
si no se manifestase esta oposición de una manera tan visible, tan evidente.
Pasa con los Templarios lo mismo que ha pasado, por ejemplo, con Juana de Arco,
donde, al lado de una abundante literatura hagiográfica e hipótesis llamativas,
totalmente gratuitas y uniformemente tontas: nacimiento bastardo, etc., los
documentos se imponen con el rigor más completo. Para los Templarios, una vez
más, es apenas creíble comparar en serio la literatura (no ya hagiográfica,
sino claramente demencial en algunos casos) que ellos han suscitado, y de otra
parte estos documentos tan sencillos, tan probatorios, tan tranquilamente
irrefutables que constituyen su verdadera historia.
* En «Los Templarios», Ed. Rialp S.A. – Madrid – 2021.
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