«El perdón» - Clive Staples Lewis (1898-1963)
Creemos que Dios perdona
nuestros pecados, pero también que no lo hará si nosotros no perdonamos a los
demás cuando nos ofenden. La segunda parte de esta afirmación es indudable,
porque se menciona en la Oración de Nuestro Señor. Él lo afirmó enfáticamente:
si no perdonáis, no seréis perdonados. Nada es más claro en su enseñanza, y
esta regla no tiene excepciones. Dios no nos pide perdonar los pecados del
prójimo sólo si no son en extremo graves o cuando existen circunstancias
atenuantes; debemos perdonar todas las faltas, aunque sean muy mal
intencionadas, ruines y frecuentes. De lo contrario, ninguno de nuestros pecados
será perdonado.
En mi opinión, con
frecuencia interpretamos equivocadamente el perdón de Dios y de los hombres. En
cuanto a Dios, cuando creemos pedirle perdón, a menudo deseamos otra cosa (a menos
que nos hayamos observado con cuidado): en realidad, no queremos ser
perdonados, sino disculpados; pero son dos cosas muy distintas. Perdonar es
decir «Sí, has cometido un pecado, pero acepto tu arrepentimiento, en ningún
momento utilizaré la falta en contra tuya y entre los dos todo volverá a ser
como antes». En cambio, disculpar es decir «Me doy cuenta de que no podías
evitarlo o no era tu intención y en realidad no eras culpable». Si uno no ha
sido verdaderamente culpable, no hay nada que perdonar, y en este sentido
disculpar es en cierto modo lo contrario. Sin duda, entre Dios y el hombre o
entre dos personas, en muchos casos existe una combinación de ambas cosas. En
realidad, lo que en un principio parecía un pecado, en parte no era culpa de
nadie y se disculpa, y el resto es perdonado. Con una excusa perfecta, no
necesitamos perdón; pero si una acción requiere ser perdonada, es imposible una
excusa. La dificultad reside en el hecho de que al «pedir perdón a Dios» muchas
veces en realidad estamos pidiéndole aceptar nuestras excusas. Este error es
producto de la existencia de ciertas «circunstancias atenuantes» en la
generalidad de los casos. Estamos tan deseosos de recalcar estas circunstancias
ante Dios (y ante nosotros mismos) que tendemos a olvidar lo esencial, es
decir, esa pequeña parte inexcusable, pero no imperdonable, gracias a Dios. En
estas condiciones, creemos arrepentirnos y ser perdonados, pero en realidad
simplemente hemos quedado satisfechos con nuestras excusas, que en gran medida
pueden ser insuficientes: todas las personas se satisfacen muy fácilmente
consigo mismas.
Existen dos maneras de evitar
este peligro. Por una parte, recordemos que Dios tiene presente toda excusa
verdadera de mucho mejor manera que nosotros. Si en realidad existen
«circunstancias atenuantes», en ningún caso las pasará por alto. Con
frecuencia, Él conoce gran cantidad de excusas en las cuales nosotros jamás
hemos pensado, y al morir las almas humildes tendrán la encantadora sorpresa de
descubrir que en algunas ocasiones sus pecados no habían sido tan graves como
creían. Él se hará cargo de todo lo excusable. Nuestro deber consiste en darle
cuenta de la parte inexcusable, del pecado. Perdemos el tiempo hablando de todo
lo disculpable (según nosotros). Cuando consultamos un médico, le damos a
conocer nuestras afecciones. Si tenemos un brazo quebrado, es inútil explicarle
que las piernas, los ojos y la garganta están en perfecto estado. Tal vez nos
equivocamos, pero si esos órganos están en buenas condiciones, el doctor se
dará cuenta.
Este peligro también desaparece
si de verdad creemos en el perdón de los pecados. En gran medida, el afán de
presentar excusas es producto de nuestra incredulidad: pensamos que Dios no nos
acogerá sin un argumento en favor nuestro; pero en esas condiciones no existe
perdón. El perdón verdadero implica mirar sin rodeos el pecado, la parte
inexcusable, cuando se han descartado todas las circunstancias atenuantes,
verlo en todo su horror, bajeza y maldad y reconciliarse a pesar de todo con el
hombre que lo ha cometido. Eso –y nada más que eso– es el
perdón, y siempre podremos recibirlo de Dios, si lo pedimos.
El perdón entre los seres
humanos es en parte similar y en parte diferente. Es semejante porque tampoco
consiste en disculpar, como creen muchas personas. Cuando les pedimos perdonar
un engaño o un abuso, piensan que estamos sugiriendo el hecho de que en
realidad no se ha cometido una falta; pero en ese caso no habría nada que
perdonar. Los afectados nos dirán: «Este hombre no ha cumplido un compromiso de
gran importancia». Eso es lo que deben perdonar (no significa que vayan a creer
en él cuando se comprometa nuevamente; significa que deben hacer todo lo
posible por eliminar su resentimiento por completo y cualquier deseo de
humillar, herir o castigar al ofensor). Existe una diferencia entre esta
situación y el hecho de pedir perdón a Dios: admitimos con gran facilidad
nuestras propias excusas, pero no juzgamos a los demás con el mismo criterio.
Cuando hemos pecado, nos parece que las excusas podrían ser mejores (aun cuando
no tenemos certeza); cuando los demás nos ofenden, consideramos excesivas las
excusas (aun cuando tampoco tenemos certeza). Por consiguiente, en primer lugar
debemos observar con detención si existen circunstancias atenuantes en virtud
de las cuales una persona no sea tan culpable como creíamos; pero la
perdonaremos aun cuando sea absolutamente culpable, y si el noventa y nueve por
ciento de esa culpa aparente puede justificarse en buena forma con excusas, el
problema del perdón reside en el uno por ciento restante. No hay caridad
cristiana, sino mera justicia, al disculpar lo excusable. Para ser cristianos,
debemos perdonar lo inexcusable, porque así procede Dios con nosotros.
Es difícil. Tal vez no es tan
difícil perdonar sólo una gran ofensa. ¿Pero cómo olvidar las provocaciones
incesantes de la vida cotidiana?, ¿cómo perdonar de manera permanente a una
suegra dominante, a un marido fastidioso, a una esposa regañona, a una hija
egoísta o a un hijo mentiroso? A mi modo de ver, sólo es posible conseguirlo
recordando nuestra situación, comprendiendo el sentido de estas palabras en
nuestras oraciones de cada noche: «Perdónanos nuestras ofensas, así como
nosotros perdonamos a los que nos ofenden». Sólo en estas condiciones podemos
ser perdonados. Si no las aceptamos, estamos rechazando la misericordia divina.
La regla no tiene excepciones y en las palabras de Dios no existe ambigüedad.
* En «El perdón y otros ensayos
cristianos», Editorial Andrés Bello, 1998.