«A propósito de Martín Fierro» (fragmento) - Roberto de Laferrère (1900-1963)

Junto con la presente publicación, «Decíamos ayer...» ofrece a sus lectores el texto completo de este magnífico trabajo sobre nuestro «Martín Fierro» y su autor, el cual puede descargarse al pie de la página.

Nadie discute hoy los valores de «Martín Fierro», pero esta consagración definitiva no le fue concedida de buen grado por los contemporáneos de su autor, quien, durante largos años, sólo mereció el desdén de los críticos y de los profesores de literatura. En el prólogo a una antología de poetas nacionales, hecha por Coronado, Juan Antonio Argerich calificó a Hernández, junto con Ascasubi, de «insoportablemente prosaicos». Pero sería un error atribuir esta malquerencia sólo a remilgos literarios, y parece más lógico buscar su causa en el contenido mismo del poema, en su sentido político, en la crítica sagaz de la realidad social de su tiempo que apenas disimula bajo formas poéticas. Eso es, ante todo, Martín Fierro: un alegato apasionado, un desafío a la polémica, la iniciación de un debate que se frustró en el principio, porque Hernández no halló contradictores que recogieran el guante.
   Mas no dejó de provocar el malhumor de los aludidos, y fue el General Mitre quien, en carta dirigida a Hernández hacia 1879, señaló su intención beligerante con estas claras palabras de censura:
   «No estoy del todo conforme con su filosofía social, que deja en el fondo del alma una precipitada amargura, sin el correctivo de la solidaridad social. Mejor es reconciliar los antagonismos por el amor y por la necesidad de vivir juntos y unidos, que hacer fermentar los odios, que tienen su causa, más que en las intenciones de los hombres, en las imperfecciones de nuestro ser social y político».
   Esos «antagonismos», que Mitre veía fermentar en «Martín Fierro», eran el resultado de una lucha que había venido desarrollándose a lo largo de la historia argentina, desde 1810, entre los elementos nacionales, la población auténticamente argentina, y los agentes de una política extranjerizante que, por odio a España, procuró desde el primer día sustituir la población nativa con multitudes traídas de otras partes. Mariano Moreno y Bernardino Rivadavia fueron los primeros caudillos de esa política de suicidas. El haber sido españoles, el seguir siendo hispánicos, por la raza, por la religión, por la cultura, por las costumbres, era, para ellos, el pecado original de los argentinos, del cual debían redimirse si aspiraban a pertenecer al mundo del Progreso y de la Civilización. Había que romper con el pasado, repudiarlo, calumniarlo, aún atribuirle todas nuestras desgracias y... dejar de ser quienes éramos para convertirnos en cualquier otra cosa. Erigidos en improvisadores de la nueva nacionalidad, nuestros ideólogos quisieron rehacerla conforme a su teoría del pueblo feliz, y se propusieron transformar el pueblo argentino en un conglomerado monstruoso de gentes extrañas traídas de todas partes.
   La imposición a sangre y fuego de este sistema trajo las luchas civiles, la reacción del ser nacional en defensa de sí mismo, las pasiones terribles que separaron a uno y otro partido, y de este curioso modo el odio a España se transfiguró con el tiempo en odio al criollo, al descendiente de los conquistadores, al nativo del país, al «bárbaro» que combatía contra el triunfo de la Civilización.
   Las campañas, naturalmente, se levantaron en primer término contra esa política extranjerizante, y sus habitantes cayeron por eso mismo bajo el anatema de los que la sostenían. No tiene otra explicación el odio al gaucho, cuya sangre no debía ser ahorrada, origen de la anarquía, causa de todas las desgracias nacionales, valla permanentemente opuesta a cualquier tentativa del progreso. El señor Rivadavia organizó su persecución ya en 1812, y la continuó más tarde como ministro de Martín Rodríguez y desde la Presidencia de la República. En la legislación que lo ha hecho famoso, opuso al argentino de las campañas el inmigrante, como rival con privilegios en la distribución de la tierra y las funciones del trabajo. Hipotecó todo el territorio nacional para llevar adelante el plan de colonización del país con poblaciones europeas. No tuvo otro objeto el empréstito inglés de 1825. Mediante la ley de enfiteusis, quitó al nativo toda posibilidad de adquirir en propiedad la tierra pública e ideó el sistema de entregar esta tierra en arrendamiento a los colonos extranjeros, cuya inmigración organizaba desde el gobierno. No creó para el argentino ninguna fuente nueva de trabajo y de «progreso», manteniéndolo obligatoriamente en su condición invariable de peón de estancia, cuyo abandono constituía un delito que transformaba en «vago» al delincuente, es decir en soldado de las luchas contra el indio, cuyo destino militar consistía de este modo en conquistar nuevas tierras para el extranjero. En ningún país del mundo se inventó jamás un sistema tan abominable de esclavitud y de despojo.
   Desde los tiempos famosos de Rivadavia eran, pues, profundamente verdaderas las quejas de estas estrofas:

Monté y me encomendé a Dios,
rumbiando para otro pago;
que el gaucho que llaman vago
no puede tener querencia,
y ansí de estrago en estrago
vive yorando la ausencia.

Él anda siempre juyendo,
siempre pobre y perseguido.
No tiene cueva ni nido
como si juera maldito;
porque el ser gaucho. . . caramba
el ser gaucho es un delito.

Es como el patrio de posta,
lo larga éste, aquél lo toma,
nunca se acaba la broma;
dende chico se parece
al arbolito que crece
desamparao en la loma.

Y se cría viviendo al viento,
como oveja sin trasquila
mientras su padre en las filas
anda sirviendo al Gobierno;
aunque tirite en invierno
naides lo ampara ni asila.

Le llaman «gaucho mamao»,
si lo pillan divertido,
y que es mal entretenido
si en un baile lo sorprienden;
hase mal si se defiende,
y si no, se ve...  fundido.

No tiene hijos, ni mujer,
ni amigos, ni protetores,
pues todos son sus señores,
sin que ninguno lo ampare.
Tiene la suerte del güey.
¿Y dónde irá el güey que no are?

Su casa es el pajonal,
su guarida es el desierto;
y, si de hambre medio muerto,
le echa el lazo a algún mamón,
lo persiguen como a pleito,
porque es un «gaucho ladrón».

Él nada gana en la paz
y es el primero en la guerra;
no lo perdonan si yerra
que no saben perdonar,
porque el gaucho en esta tierra
sólo sirve pa votar.

Para él son los calabozos,
para él las duras prisiones.
en su boca no hay razones
aunque la razón le sobre,
que son campanas de palo
las razones de los pobres.

Si uno aguanta, es gaucho bruto;
si no aguanta, es gaucho malo.
¡Déle azote, déle palo!
¡Porque es lo que él necesita!
De todo el que nació gaucho,
esta es la suerte maldita.

Vamos, suerte, vamos juntos,
dende que juntos nacimos,
y ya que juntos vivimos,
sin podernos dividir.
yo abriré con mi cuchillo
el camino pa seguir.

   En la época de Martín Fierro, la política inmigratoria de Rivadavia, cuyo nuevo plan trazara Alberdi en las Bases, era todo el programa de gobierno de los vencedores de Caseros. Traducía siempre el odio a lo español y a lo argentino tal como era, al hombre de la realidad nacional. No ahorrar sangre de gauchos fue el lema de Sarmiento y de Mitre, también discípulos de Don Bernardino, como el otro. Los habitantes de las pampas y los llanos, en cuyas pulperías seguíase gritando ¡Viva Rosas!, veinte años después de su caída, levantábanse siempre detrás de sus caudillos, como nuevas reencarnaciones de la resistencia nacional. Una batalla perdida podía significar hasta la vuelta de Don Juan Manuel. Ese era el terror que tradujo más de una vez Rufino de Elizalde en la Legislatura de Buenos Aires. El asesinato de El Chacho, ordenado, evidentemente, por Sarmiento, fue una de las consecuencias brutales de ese estado de ánimo que vivían los hombres del partido unitario.
   Añádase a esto el temor que también inspiraba la posibilidad de una conquista violenta de nuestro territorio por los ejércitos europeos. En las Bases, cuya Introducción es la página más ignominiosa que haya podido escribir nunca un argentino, Alberdi había declarado abiertamente que estábamos usurpando estas tierras a la Civilización. Detentábamos su dominio exclusivo con injusticia, porque, en realidad, no eran nuestras, sino del mundo, en virtud de la «ley de dilatación del género humano». España había impedido que esta ley se cumpliera en América, y nosotros, pueblo de «complexión inferior», persistíamos en el mismo error funesto. Pero la ley se cumpliría fatalmente, bien por los medios pacíficos, bien por la conquista de la espada. Había, pues, que optar, y Alberdi optaba por la entrega pacífica de nuestros territorios a las poblaciones extranjeras, para que «la dilatación del género humano» se operase sin sangre y sin violencia. Ese es el pensamiento político de las Bases, cuyo autor lo expresa claramente al decirnos que sólo procura establecer en su libro el sistema mediante el cual se habría de cumplir la invasión civilizadora.
[...]

* En «Revista Sol y Luna», n° 6, Buenos Aires, 1941.

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