«Notas marginales» (fragmento) - Rubén Calderón Bouchet (1918-2012)
Nuevo
mundo feliz
La primera versión de «La
Cenicienta» que llegó a mis oídos traía una versión cruel pero aleccionadora
sobre el medio empleado por las hijas de la madrastra para hacer entrar sus
grandes pies en el zapatito de «La Cenicienta». Tomaron un cuchillo y cortaron
todo cuanto podía rebasar la medida del calzado. El zapato entró, pero como no
podían caminar, el Príncipe no se convenció que una de ellas fuera la estupenda
bailarina de la noche anterior.
La lección vino con los años y
se traduce en esta modesta reflexión que ofrezco a quien quiera escucharla,
porque su aplicación es de valor universal y puede extenderse a todas las
esferas de la acción humana: el zapato debe ser hecho a la medida del pie y no
el pie a la del zapato.
Ofrecer modelos de sociedades
perfectas fue una inocente manía que, desde Campanella a Tomás Moro, entretuvo
a muchos hombres de pensamiento, dándoles solaz y ocasión para afilar una pluma
que no gustaba estar tranquila en su tintero. Lo terrible asoma a su cabeza
cuando surge la idea de que una amputación metódica y tenaz de los enemigos de
la perfección absoluta producirá la entrada triunfal de nuestros mutilados pies
en el cristalino zapatito de la Cenicienta.
En ese preciso momento corremos
el riesgo de no poder caminar más, porque nuestros pies, con todas sus
deformidades y su incapacidad para entrar en cualquier zapato, nos sirven para
andar y movernos un poco por todas partes.
Con nuestra sociedad ocurre algo
parecido. No es gran cosa, huele mal y duele en algunas de sus partes, pero si
pasamos a cuchillo todo cuanto no puede entrar en el molde de una comunidad
ideal, corremos el riesgo de convertirla en un cementerio o en una cárcel
modelo donde la última vigilancia, la custodia de las custodias, se encuentre
bajo la observación de un cerebro electrónico para evitar la imperfección de
alguna debilidad demasiado humana.
Quien sueña con la mujer ideal
corre el riesgo de quedar soltero y el que se encuentra demasiado incómodo en
los desórdenes de un mundo transido de pecados, puede luchar para reformarlo,
pero sin descuidar la realidad, ni olvidar que una auténtica reforma comienza
por su conversión personal, por un autoperfeccionamiento y no por la práctica
del tiro al blanco en la cabeza de los otros.
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Igualdad
y desigualdad
Nadie es más que otro, pero si
hace más es más. Esta afirmación de Don Quijote pone en claro el problema de
las necesarias desigualdades sociales y de la consiguiente distribución de las
jerarquías. Indudablemente nuestra condición humana quiere que nazcamos en el
seno de una familia y nos beneficiemos o perjudiquemos según el talante, la
capacidad y la energía desplegada por nuestros padres en su lucha por la vida. Los
partidarios de la igualdad encuentran injusto que los hijos reciban de sus
padres previsores e inteligentes un patrimonio de esfuerzos materiales y
espirituales que los coloca en situación de evidente privilegio con respecto a
otros que no han tenido esa suerte, o al revés, se resienten de una herencia
deficitaria que los pone irremisiblemente en inferioridad de condiciones. Sueñan
con una utópica igualdad de posibilidades en un orfelinato modelo, donde las
matrices humanas tendrían que ser reemplazadas por otras de material plástico
para evitar los privilegios provocados por la mejor salud o las más favorables
condiciones físicas y morales auspiciadas por un ánimo femenino pleno de alegría.
Las clases sociales se
constituyen inevitablemente sobre la base de las desigualdades existenciales
que la naturaleza humana, en contradicción con las matemáticas, prohíja sin cesar
y mantiene sin ningún miramiento igualitario. Estoy por afirmar, contra el sueño
monótono de una sociedad sin clases, que una comunidad humana es tanto más rica
y perfecta, cuanto más variadas son las condiciones de sus miembros y más marcadas
las diferencias entre los diversos sectores de su constitución. Un mundo como
el nuestro, obsesionado por el «status» y la presión constante de sus
contadores, solo tiene ojos para advertir las desigualdades fundadas en la
posesión del dinero y cree que las diversificaciones cualitativas toman su
condición esencial y su fuerza de un buen respaldo económico.
Sería imbécil negar la
importancia de los bienes materiales en la formación de un carácter
distinguido. Nada bueno se puede hacer cuando se carece de lo necesario para
sobrevivir, pero no es cuerdo pensar que el valor de un hombre depende exclusivamente
del volumen de sus depósitos bancarios.
Una sociedad sin clases no puede
existir. Esta es una verdad fundada en la naturaleza misma del hombre. Lo
triste en el espíritu de la revolución burguesa y sus sucesoras socialistas, es
la escala de valores que preside este inevitable proceso diversificador: el
negocio por un lado y el servilismo burocrático por el otro. ¿Que excelencias
pueden incubar estos patrones para medir la nobleza del hombre?
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Bajeza
y señorío
El vicio adquiere cierta
grandeza trágica cuando irrumpe en la serenidad de un orden virtuoso y eso
ocurría con el libertinaje cuando no era accesible a todo el mundo, ni
constituía un ingrediente indispensable para la promoción publicitaria. Byron
podía darse el gusto de provocar un estremecimiento remilgado ente las niñas y
D’Annunzio un terror casi religioso.
Pero cuando todo el mundo se
encanalla y hace de las malas costumbres un conformismo al revés, los mejor
dotados para el desarrollo de un destino excepcional comienzan a sentirse
atraídos por la nostalgia del orden y el placer heroico de las virtudes.
Las buenas costumbres cobran el
prestigio perdido y se convierten nuevamente en una fuerza alegre y señorial,
en un aristocrático dominio del espíritu sobre la sensibilidad animal. Los mejores
descubren que la castidad voluntaria no es una simple inhibición y advierten el
rigor fecundo de la fidelidad conyugal.
Esta es una época de exaltación
de la bajeza, y el principio de la humana sabiduría consiste en huir de la
intrepidez y el heroísmo. La figura literaria del anti-héroe acaricia la
veta democrática de todos esos borrosos sobrinos sin herencias que se
apelotonan en los cinematógrafos. Festejan al desertor y al cobarde porque
riman con sus aspiraciones y están dispuestos a pedir por Barrabás en cada
oportunidad en que se crucifique a Cristo.
Dichoso tiempo este que nos
invita a mostrar un temple original con sólo oponernos a la corrupción y
mantener, en el desfallecimiento general de las voluntades, un sereno dominio
de las pasiones y una lúcida posesión de nuestra intimidad.
Porque en la falta de intimidad
está el secreto bochornoso de un hombre que busca la solidaridad con los otros
por el camino de la destrucción personal. La impudicia universal es el indicio
más claro de la falta de valor íntimo que tienen nuestros cuerpos, porque el
pudor no es el ocultamiento de aquello que nos avergüenza, sino el secreto de
lo que reservamos para la intimidad más sagrada y profunda.
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Elegir
la vida
Educar noblemente es poner al
hombre en condiciones de elegir siempre la respuesta más alta que puede dar la
vida. Elegir la vida ante cualquier circunstancia difícil no es un mero reflejo
defensivo, algo así como el movimiento del brazo para parar el golpe a la
cabeza. Elegir la vida es preferir lo que vale más, lo que eleva la existencia
a una más alta participación con Aquel que dijo de sí mismo: Yo soy la Verdad y
la Vida. Y añadió algo, cuyo sentido estamos perdiendo para siempre: quien vive
en mi Palabra, no morirá jamás.
La vida es lo que trasciende la
muerte. Elegirla en cada circunstancia en que se determina nuestra libertad es
dar preferencia al valor que exalta y ennoblece, a ése que nos lleva allende
las fronteras de nuestro egoísmo y nuestra singularidad. He elegido la vida
cuando he logrado el tono más alto que mi existencia puede dar y aunque en su
tope me espere el tránsito de la muerte física, confío en que mi respuesta
positiva al Señor de la vida me libre de la muerte definitiva.
El pecado es un defecto, una
respuesta menguada en la elección y un modo desfalleciente de encarar el
problema de la realización personal. He pecado cuando he dicho no a la vida,
cuando he optado por lo más pobre en el elenco de posibilidades que se me ofrecieron,
cuando elegí mi pequeño placer personal contra la responsabilidad de la
generosidad fecunda.
La tradición enseña que la
justicia divina da a cada uno de nosotros aquello que marcó el camino de sus
predilecciones más hondas y personales. Si en todos nuestros actos buscamos las
miserables satisfacciones de nuestro egoísmo, es lógico que hayamos logrado
para nuestro solaz la soledad eterna, y es perfectamente justo que tengamos,
por única compañía aquello que amamos por encima de todas las cosas: nuestro propio
yo.
Elegir la vida es, en el orden
de la existencia natural, como elegir la Gracia en el de la vida sobrenatural:
cuestión de plenitud, de fuerza y de vigor virtuoso. Cuando he preferido la
generosidad a la tacañería, la amistad a las compañías frívolas, el amor
verdadero, fecundo, intenso y durable, a los contactos superficiales de la
piel, he elegido la vida, porque en cada uno de esos actos he preferido el valor
más alto, más noble y cercano a esa plenitud que es Dios.
* En «Notas marginales», artículo
publicado en «Mikael – Revista del Seminario de Paraná», Año 6, n° 18, tercer
cuatrimestre de 1978, p. 79.
blogdeciamosayer@gmail.com
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