Lealtad y defensa propia
FEDERICO IBARGUREN (1907-2000)

 ... Pues bien: ¿qué causas profundas movieron los acontecimientos ocurridos en Buenos Aires en mayo de 1810?
     Vinculados a España, nuestros patriotas –como natural reacción a la decadencia borbónica, pero leales al viejo espíritu de familia común– abrigaban, es cierto, ocultos propósitos de reforma institucional. ¿Eran legítimas sus aspiraciones a esta especie mínima de «independencia» en las leyes? En otras palabras: ¿fueron aquellas miras auténticas, o, por el contrario, artificialmente fomentadas por potencias extrajeras en tren de repartirse los maltrechos dominios de Carlos V en el nuevo mundo?
     Voy a leerles a continuación el testimonio indubitable de dos protagonistas de los referidos sucesos: Cornelio Saavedra y Tomás Manuel de Anchorena respectivamente. A través de sus propias palabras podrán ustedes darse cuenta del verdadero sentido que originariamente tuvo el movimiento porteño de 1810, tan tergiversado –y no siempre de buena fe– en los relatos de nuestra deleznable historia oficial.
     Textualmente sobre este particular, escribe Saavedra en sus Memorias.
    «La invasión de Napoleón a la España, la destrucción del rey Fernando, sus abdicaciones a favor de su padre el rey Carlos IV, y las de éste en la dinastía del mismo Napoleón; el reconocimiento que se hizo del nuevo rey José, hermano de aquél, en la misma corte de Madrid, y obediencia que le tributaron los grandes y nobles del reino en la mayor parte; la ocupación de casi toda la península, excepto Cádiz y la isla de León; el abandono que experimentamos de aquella Corte cuando se le pidieron auxilios de tropas y armas para repeler la segunda expedición inglesa y su insultante contestación de defiéndanse ustedes como puedan, etc., etc. ¿Qué otro resultado habían de tener que el desenrolar y hacer salir a la luz el germen de nuestra libertad e independencia? Es indudable, en mi opinión, que si se miran las cosas a buena luz, a la ambición de Napoleón y a la de los ingleses, de querer ser señores de esta América, se debe atribuir la revolución de mayo de 1810... Si no hubieran sido repetidas éstas, si hubieran triunfado de nosotros, si se hubieran hecho dueños de Buenos Aires ¿qué sería de la causa de la patria?, ¿dónde estaría su libertad e independencia? Si el trastorno del trono español por las armas o por las intrigas de Napoleón, que causaron también el desorden y desorganización de todos los gobiernos de la citada península y rompió, por consiguiente, la carta de incorporación y pactos de la América con la corona de Castilla; si esto y mucho más, que omito por consultar la brevedad, no hubiese acaecido ni sucedido ¿pudiera habérsenos venido a las manos otra oportunidad más análoga y lisonjera al verificativo de nuestras ideas, en punto a separarnos para siempre del dominio de España y reasumir nuestros derechos? Es preciso confesar que no, y que fue forzoso y oportuno aprovechar la que nos presentaban aquellos sucesos. Sí, a ellos es que debemos radicalmente atribuir el origen de nuestra revolución, y no a algunos presumidos de sabios y doctores, que en las reuniones de café y sobre la carpeta hablaban de ella, mas no se decidieron hasta que nos vieron (hablo de mis compañeros y de mí mismo) con las armas en la mano, resueltos ya a verificarla. Haré justicia en esta parte y doile a cada uno lo que es suyo, y así se conservarán los derechos de todos».
     A su vez, Tomás Manuel de Anchorena, en carta a Juan Manuel de Rosas (su primo), le recuerda la génesis emancipadora en la que intervino, con las siguientes palabras, que es interesante repetir[1].
    «... Ud. sabe que el 25 de este mes (mayo de 1810), o por mejor decir el 24, se estableció por nosotros el primer gobierno patrio a nombre de Fernando VII, y que bajo esta denominación, reconociendo por nuestro rey al que lo era de España, nos poníamos, sin embargo, en independencia de esta nación que consideraba a todas las Américas como colonia suya; para preservarnos de que los españoles, apurados por Napoleón, negociasen con él su bienestar a costa nuestra, haciéndonos pavo de la boda. También le exigimos, a fin de aprovechar la oportunidad, de crear un nuevo título para con Fernando VII y sus legítimos sucesores, con que poder obtener nuestra emancipación de la España, y que considerándosenos una nación distinta de ésta, aunque gobernada por un mismo rey no se sacrificasen nuestros intereses a beneficio de la Península española; pues a todo esto nos daba derecho, no sólo el habernos defendido de los ingleses sin auxilio alguno de la España, manteniéndonos siempre fieles y leales al soberano que lo era de la España, sino también el nuevo sacrificio y esfuerzo de lealtad que emprendíamos hacer erigiendo un Gobierno a nombre del rey cautivo, que conservase bajo su obediencia todas estas provincias durante su cautiverio, para continuar después prestando el debido homenaje, luego que recobrase su libertad... Mas esto sucedía, primo, cuando en nuestro país sólo había buenos teólogos, buenos moralistas, buenos abogados, aunque, por lo general, tan inmorales como lo son casi todos en el día; pero no se encontraban hombres que entendiesen de política moderna, ni sé que hubiera otra que el Pacto social, por Rousseau, traducido al castellano por el famoso señor don Mariano Moreno, cuya obra sólo puede servir para disolver los pueblos y formarse de ellos grandes conjuntos de locos furiosos y de bribones... No era mejor el estado del país en el Paraguay, Corrientes, Entrerríos y Banda Oriental; pero, sin embargo de esto, por todas partes resonaba en boca de los patriotas ¡Viva Fernando VII!, y esta exclamación duró hasta que, reunida la Asamblea General de todas las provincias se erigió un supemo director del Estado y se encomendó este elevado cargo al notario de nuestra curia eclesiástica don Gervasio Posadas. Entonces recién se vio un manifiesto despego de la sumisión a Fernando VII y sus legítimos sucesores, porque las cosas de España habían llegado a tal estado de nulidad y había ido en tal crecimiento el poder de Napoleón, según nuestro modo de ver, que ya no había esperanza de que la casa de Borbón volviera a ocupar el trono».
   Tal, la interpretación «anti-ideológica» de nuestra revolución de mayo: impremeditada y auténticamente tradicionalista en sus orígenes, como acaba de verse hasta aquí.
     Por su parte, Juan Bautista Alberdi, en un libro escrito en el año 1863 –Del gobierno en Sud-América– que rectifica la absurda tendencia afrancesada de su juventud, al referirse a aquellos históricos acontecimientos en Buenos Aires, se expresa en forma análoga a Saavedra y Tomás M. de Anchorena. «Así se vio que las Juntas o Gobiernos Provisorios de 1810, con que empezó la revolución contra España –anota el talentoso prócer tucumano–, invocaban como motivo de su instalación, la ley de Partidas, que los autoriza cuando el Rey está cautivo, el hecho de su cautiverio, la mira de salvar su autoridad y de hacerla cumplir; y se instalaban prestando al Rey juramento de obediencia y lealtad, y gobernando en su nombre. Iturbide, en Méjico, en 1821, para iniciar la revolución de la independencia empezó por engañar al virrey Apodaca con protestas mentidas de adhesión al Rey, y obtuvo así el verse reintegrado al mando de su antiguo regimiento de Coyuya, con el que empezó la revolución. Aun así, la empezó por una transacción, por un pacto, el plan de Iguala, que era la amalgama de la independencia de Méjico con la Monarquía, bajo un príncipe español: la idea del conde de Aranda. Así, la revolución de América se hizo en nombre del principio de autoridad y en nombre del deber de obediencia del pueblo a la autoridad del Rey. Al revés de la revolución inglesa, que se hizo en nombre del principio o del derecho de resistencia del pueblo a la autoridad del Rey absoluto. En Sudamérica sublevarse era obedecer; en Inglaterra, era, al contrario, desobedecer... Este paso enteramente legal, oficial y pacífico, de erigir Juntas gubernativas, se ha llamado en América una «revolución de independencia», mientras que en España, la erección de Juntas no significó una revolución, como tampoco en América al principio, sino la creación legal de una Regencia. Era una actitud, no una revolución, ¿contra quién?, ¿contra el Rey? –Estaba prisionero y cautivo–. ¿Contra las Juntas españolas que lo representaban? –Ellas mismas habían invitado a Sudamérica a crear Juntas de esa especie–. ¿Contra los virreyes y los representantes del Rey? –Ellos renunciaban a su poder y convidaban al pueblo a crear Juntas gubernativas–. ¿Contra los Cabildos? –Los Cabildos mismos nombraban las Juntas de acuerdo con el pueblo, conforme a la ley. Si había en ello un cambio, si ese cambio era una revolución –concluye Alberdi–, esa revolución era obra de la Europa no de América, que era agente pasivo de esa novedad. Es verdad que ese cambio empezado europeo se volvió americano. He aquí cómo ese cambio legal, pacífico y español al principio, se volvió naturalmente una revolución americana de independencia y esta independencia se volvió una hecho definitivo y permanente».

En «Lecciones de Historia Rioplatense», Ed. Huemul, 2ª edición, 1966, pp. 143-148.



[1] Esta poco difundida epístola (que dio a conocer por primera vez el historiador Adolfo Saldías), es de fecha 4 de diciembre de 1846.

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