La desolación de Lugones
P. LEONARDO CASTELLANI (1899 -1981)
Tres años han pasado desde que el más grande poeta nacido en
las tierras del Plata puso fin a su vida con mano violenta[1]; y después de
haber testimoniado acerca de la enfermedad de la Patria en sus obras LA HORA DE LA ESPADA y LA MISIÓN DEL ESCRITOR
selló por desgracia su testimonio con un acto de desesperación infinitamente
deplorable. Tres años, y la nación ha olvidado a Lugones. Tres años, y los «intelectuales»,
que armaron tan grande batifondo y cotorreo de bandar-log cuando sonó aquel trueno, están ya enteramente
entregados a sus pequeños comercios y jueguitos vanos. Tres años, y la
publicación oficial de las obras completas del gran artista duermen en proyecto
en el seno de nuestro parlamento ridículo. De esto hemos de alegrarnos. Los
politiqueros que hoy mangonean los destinos de la Patria no merecen a Lugones,
ya que se puede decir que en cierto modo fueron sus asesinos.
Es mejor que no se reediten las obras de Lugones hasta que
vengan tiempos y hombres capaces de hacerlo con dignidad y justicia. Lugones
mismo redivivo se opondría a ello por muchas razones. La primera de ellas,
porque reunir y amontonar pêle-mêle
la vasta heterogénea y contradictoria producción de Lugones y sin más lanzarla
al gran público, sería chocar contra la expresa voluntad póstuma del gran
poeta, que deseó y proyectó una gran selección, depuración y corrección de sus
escritos, desgraciadamente frustrada por su desdichada y prematura muerte. A un
sacerdote que lo trata poco antes de su muerte Leopoldo Lugones le dijo estas
formales palabras: «No me apure,
Padrecito: Yo me confesaré, yo comulgaré, yo me retractaré de mis errores y yo
corregiré mis obras». Tenemos esta referencia del mismo que la recibió, que
es hombre incapaz de mentir, ni de exagerar un punto. Así pues, ya que el Destino
impidió este propósito generoso del gran poeta, juntar irreflexivamente ahora
su ingente y desigual producción periodística y literaria, y darla a luz sin
discriminación, sería obra de tenderos o de concejales pero no de sabios ni de
estadistas, por más prólogos del doctor Octavio Amadeo que se le mixturasen
encima.
Dijimos arriba que la politiquería asesinó a Lugones.
Queremos decir que Lugones estaba enfermo de la Argentina, así como Unamuno
decía que «le dolía España». En su preclaro libro ACERCA DE UNA POLÍTICA
NACIONAL Ramón Doll ha definido la posición de Lugones en nuestra
política. Lugones no era una mente política, la relación de fines y medios de
acción, y el conocimiento concreto de la psicología y de la moral humana
colectiva, no era su fuerte. Pero Lugones era un gran patriota y un gran poeta,
y entonces la percepción de la Belleza toda, también de la belleza moral, y por
ende, del orden político y de la
grandeza colectiva, eran en él una intuición congénita. No podía decir cómo
había que engrandecer o embellecer a la Patria; pero era juez de decir mejor
que nadie si en este momento la Patria era, si o no, grande y bella. Lugones
percibía las turpitudes patrias, invisibles a tantos satisfechos y vacuos «hombres
de Estado», con la perspicuidad y el estremecimiento de horror con que nosotros
vemos un lupus, o un cáncer en la cara de una muchacha.
«El Estado Argentino
me ha tasado en 570 pesos...» Esta frase amarga que le oyeron muchas veces
sus íntimos no era expresión de codicia, de dinero ni grosera lascivia de
poder, sino el resentimiento profundo de ver que sus dones preclaros de
inteligencia y voluntad no eran aprovechados para el bien del país por los
políticos faroleros y profesionales, que lo usufructúan y revuelven en nombre
de la «democracia» y el «pueblo soberano».
Su inteligencia poderosa y nítida y su voluntad vehemente se
asqueaban y se enfermaban delante del desorden institucional, la plebeya
inquietud anárquica, la crasa mentira del sufragio universal, la licencia
populachera, la vaciedad insolente de los seudoestadistas y seudogobernantes,
la grotesca estupidez de los figurones, la canallería de los vivillos, el
crimen de los aprovechadores; y su alma se consumía en sí misma delante de los
problemas patrios. Si la belleza es «el resplandor
de Dios en la armonía de lo creado», como él repetía continuamente, he aquí
que la misión de su Patria era para él la tortura de la desarmonía más cruel y
cruenta. No afirmaremos que sólo esto fue la causa de su desesperación, pero
sabemos que fue uno de sus más profundos dolores.
Si el Estado Argentino envenenó a Lugones, la Iglesia Argentina no supo salvarlo. Es tiempo de decir esta verdad penosa. No quiso Dios que tuviésemos tanta suerte. En sus últimos años, este hijo errabundo y altanero se había vuelto hacia el Catolicismo con un gesto por afuera más bien protector, pero que mal disimulaba un interno y profundo llamado y pedido, como un niño enfermo y caprichoso. Algunos sacerdotes comprendieron la trascendencia de esta actitud de Lugones y el significado de este gesto; pero un humilde sacerdote, por inteligente y meritorio que fuese, no era bastante para este neófito difícil y altanero que venía de tan lejos y representaba tanto. Al príncipe de nuestras letras concedía que le hubiese tendido la mano compasiva un príncipe de la Iglesia. Uno se abisma pensando qué hubiera pasado si un prelado como el cardenal Federico de Manzoni o como nuestro obispo Esquiú hubiese dado con este gran señor de la inteligencia.
Lugones, a no mediar su suicidio, tenía aún por delante 15 ó
20 años de vida fructífera, tan recia era la fibra y temple de la salud de su
cepa criolla y la robustez de su temperamento. Su talento, lentísimo en madurar
a causa de sus rodeos y errancias, y sobre todo a causa de su misma amplitud,
había llegado a su adultez poderosa con dos obras de todo punto magistrales, y
al mismo tiempo se había puesto a adorar al Dios de sus padres, o por lo menos a
hacer protesta de doblar una rodilla en su templo, que para él era la Patria
tanto como la Iglesia, indisolublemente unidas.
Varios años antes de morir había publicado ya en LA NACIÓN ese fino y fuerte poema católico nativo en honor de
fray Mamerto Esquiú llamado «El Obispo». Ese poema tiene más importancia que
una catedral de dos millones de pesos: y fue preciso que acatólicos como
Larreta o incrédulos como Roberto Giusti apreciaran y destacaran el monumento
intelectual más importante elevado en la Argentina al sacerdote católico: los
sacerdotes quedaron perfectamente inaludidos y extraños. Tendrían otras cosas
que hacer más importantes sin duda. A los sacerdotes argentinos no les da por
las bellas letras, ni por las letras a secas. No pretendemos reprender ni
siquiera juzgar a los que nos son en todo sentido superiores; anotamos como
periodistas un hecho histórico doloroso. El príncipe de las letras argentinas
prorrumpió en el grito de Saulo en el camino de Dalmacia; y la Iglesia
Argentina no lo oyó para nada, y siguió tranquilamente ocupada en hacer casas
de campo para seminaristas y templos parroquiales fatídicamente feos. Es cierto
que dicen que no es prudente especular sobre este condicional subjuntivo: lo que pudo haber sido. Pero nosotros no
podemos dejar de pensar que veinte años de ciclópea labor lugoniana, de labor
católica, han sido robados a la Patria enferma por el dominio de nuestra
miopía, de nuestra estolidez y de nuestra impericia. Y al decir nuestra
queremos decir católica. La sombra de
Lugones vaga todavía desolada por los lugares oscuros y secos; y a su paso
mueren los hombres: se levanta a su paso una legión lamentable de suicidas, que
maldicen la tierra malcristiana que les dio vida. Es como un manchón de sangre
que no se puede borrar en el frente de nuestra casa. Y la única manera de
conjurarla, de darle desagravio y de aplacar su sed infinita es hacer una
Argentina bella; es decir, nueva, poderosa y limpia.