Salazar o la Dictadura de la inteligencia (fragmento)
HENRI MASSIS (1886-1970)
De la Lisboa de suntuosas
calles, de vastas explanadas donde sobre el fondo nacarado de las colinas,
nuevos barrios escalonan sus cubos monocromos; del estuario del Tajo a la blanca
Evora que entristece el insostenible brillo de su luz y de sus glorias difuntas,
pero que tras un decorado demasiado bello prosigue su labor de terriana tenaz;
de Alcobaça la real, que ante las brechas de su inmenso monasterio continúa
valorando sus vergeles, sus olivares y sus viñas, hasta Batalha la victoriosa
donde brilla siempre la lámpara de heroísmo; de Coimbra la sabia cuya historia
hecha de vida y la vida de historia, a la acrópolis de Tomar que domina uno de
los paisajes más armoniosos del mundo y alza sobre la transparencia del cielo
su Torre de los Templarios y esa Iglesia de la Orden de Cristo donde el arte
manuelino anuda sus troncos de jarcias alrededor de bahías «esculpidas por el sueño
y la nostalgia del mar»; por todas partes, de norte a sur, en todos los caminos
de Portugal, al visitar sus altos lugares y sus menores ciudades, he podido ver
estrechamente asociadas, como formando parte del mismo suelo, las obras de la
vida y las restauraciones del pasado.
Allí donde no había sino
escombros, cenizas que remover, resurgen maravillosos monumentos que hacen más
que atestar grandezas realizadas que testimonian el presente, exaltan la fe del
Estado nuevo, animan un gran pensamiento de renovación interior. Pues en los
pasajes donde esas ruinas gloriosas son piadosamente restauradas, admirables
caminos reemplazan a los barrancos de antaño, las campañas son equipadas, las
condiciones de la existencia transformadas, reanimadas. Atravesando esas ciudades,
esas aldeas devueltas a los trabajos de la vida, viendo todo lo que en menos de
diez años ha sabido lograr el Sr. Salazar, he pensado muchas veces en el
anatema que lanzaba un día: «¿Hasta qué
punto, dijo, no son responsables de
la miseria material y moral del pueblo, la ruta que no ha sido trazada, el
camino que no se ha reparado, la escuela que no se ha abierto?»[1].
Sobre el rostro de ese país que
ella ha cubierto de beneficios efectivos, reales, la dictadura del Sr. Salazar
ha puesto de nuevo la alegría de vivir.
Y sin embargo, ¿de dónde no
retornaba Portugal, cuál no había sido su naufragio, en qué estado de anarquía,
de enfermedad, de infortunio, no la había encontrado el señor Salazar cuando se
le dio el poder? ¡Ese desdichado país se había convertido en la irrisión de
Europa con su perpetua agitación revolucionaria, la miseria de su administración,
sus motines incesantes, su incapacidad para gobernarse! ¡De 1910 a 1926 no se
cuentan menos de diez y seis revoluciones y cuarenta y tres gabinetes
constituidos y derribados uno tras otro por el Parlamento y por la calle!
¡Una revolución anual, golpes de
Estado casi hebdomadarios, atentados cuotidianos, la huelga general, la guerra
civil en permanencia!
¡Desde hacía años y años se
habían habituado en Portugal a hacer la política a tiros de revólver y de
bombas! Asesinatos de jefe de Estado, substitución de regímenes, formación y
disgregación de partidos, revueltas y conspiraciones, todo traicionaba el
desorden de una nación extraviada.
Portugal sufría por esas divisiones,
pero el sufrimiento de cada portugués no era menor.
Esas crisis continuas las sufría
uno por uno; pues si la mayoría de entre ellos no comprendía gran cosa de las
teorías sociales y políticas que se disputaban el poder, cada uno sentía
cruelmente que «¡de desorden en desorden, todo se hundía... la vieja casa, el
trabajo cuotidiano, el campo, el jardín, el bosque de pinos!». Eso todos lo
veían claramente, y más aún que los bienes materiales, eran afectadas las
personas: ¿qué iba a ser de la mujer, de los hijos? No había nada que no
estuviese amenazado de perecer. De esas largas y duras pruebas iban a nacer las
causas de la salvación.
Tal fue, dirá Maurras, la utilidad de la desgracia...[2].
No tengo que recordar aquí el
origen militar de la dictadura portuguesa, y cómo el ejército del general Gómez
da Costa debía sin disparar un tiro, operar su marcha de Braga a Lisboa y allí
en nombre del interés nacional constituir un gobierno fuerte, capaz de durar. Pero
si el orden interior estaba restablecido, la angustia financiera del Estado no
cesaba de crecer. La patria seguía en peligro. Entonces por «una especie de
instinto colectivo que se despierta en la miseria», la nación dio su confianza
al único hombre capaz de salvarla.
Mauricio Maeterlinck nos ha
contado la maravillosa historia: «Este hombre ya providencial, dice, era un
joven y modesto profesor que enseñaba economía política en la universidad de
Coimbra.
»Se lo llama, él acude llevando
sus dos valijas de estudiante y se da cuenta de la situación. Se encuentra ante
un tesoro no solamente vacío desde hace años, sino ante un tesoro negativo, un
tesoro hueco, uno de esos tesoros en que las cifras astronómicas son precedidas
por ceros de catástrofe, un abismo donde bullen deudas desesperadas sobre el
fantasma de un crédito que ya nada podía resucitar. Cualquier otro que no
hubiese sido Salazar se hubiese asustado y hubiese renunciado a poner a flote
un navío que las ratas, es decir, los parásitos apestados de todo Estado que se
hunde, abandonaban ya»[3].
Salazar estudia el angustioso
problema. Antes de comprometerse exige un derecho de control y de vetos sobre
todos los gastos públicos: era pedir plenos poderes. Se le acuerdan. Al cabo de
algunas semanas se lo regatean. «Ata sus valijas y vuelve a Coimbra donde
prosigue su curso. Pasan dos años. Todo va de mal en peor. Se lo vuelve a
llamar. Retorna a Lisboa y declara que si esta vez se lo obliga a partir, ya no
volverá. Se dan por enterados». Solo, frente a una tarea abrumadora se pone al
trabajo. Y sin empréstito, sin apelar al extranjero, sin control exterior, nada
más que con la estricta economía, la firmeza y el buen sentido, consigue en
algunos meses poner orden en las finanzas, depurar la administración,
reorganizar un estado «dislocado por veinte años de guerra civil»[4].
Así este hombre ayer
desconocido, que llegaba al poder sin intriga, ese hombre sin amigos que
favorecer, sin clientela electoral que satisfacer, sin apegos partidarios, ese
hombre libre de todo compromiso, pudo no ser sino «el frío ejecutor del interés
general», y no considerar sino la grandeza, la nobleza del deber asignado.
No hay persona que no rinda
homenaje al resultado.
«No ha mucho, patria de
revoluciones impotentes, especialista del déficit financiero, modelo de una
economía anárquica, Portugal es hoy un rincón de Europa donde no se pelea,
donde se ha tomado la costumbre de llevar cuentas exactas y de guardar
proporción entre percepciones y desembolsos, donde a despecho de medios
limitados y de circunstancias adversas, la empresa nacional se equipa y
progresa»[5].
Basta por lo demás con recorrer Portugal
para ver todo lo que ha sido hecho, todo lo que se hace de útil, y esas mejoras
materiales son por sí mismas una explicación suficiente. «El camino, el puente,
la escuela, la línea telegráfica o telefónica, el puerto, el palacio
restaurado, el monumento vetusto reparado y embellecido, la obra hidráulica
agrícola, los navíos de la flota, la iglesia de la villa pintada de blanco, las
paredes elevadas en el cementerio y hasta el camino de la humilde fuente que
tanto vale para la humilde aldea, como las grandes obras valen para la gran
ciudad, son todos beneficios ciertos, realidades tangibles que desafían la
ceguera de los incrédulos»[6].
Pero –y en opinión del mismo Sr. Salazar– nada de todo eso hubiera podido por
sí operar la transformación moral del país. Y si se necesitó la comprensión del
pueblo portugués, fueron necesarios también los principios.
¡Oh! principios muy simples: «No pedimos gran cosa, escribe el Sr.
Salazar: noción y sentido de la patria y
de la solidaridad nacional; familia, célula social por excelencia; autoridad y
jerarquía; valor espiritual de la vida y respeto debido a la persona humana;
obligación del trabajo: superioridad de la virtud, carácter sagrado de los
sentimientos religiosos, he ahí lo esencial para la formación mental y moral
del ciudadano del Estado nuevo». Y el Sr. Salazar agrega: «Estamos, pues, contra todos lo
internacionalismos, contra el comunismo, contra el socialismo, contra el
sindicalismo libertario, contra todo lo que disminuye, divide, disuelve la
familia; contra la lucha de clases, contra los sin patria y los sin Dios,
contra la esclavitud del trabajo, contra la concepción puramente materialista
de la vida, contra la fuerza como origen del derecho. Estamos contra todas las
grandes herejías de nuestro tiempo, tanto más cuanto que jamás hemos tenido
prueba de que existiese un solo lugar en el mundo donde la libertad de propagar
tamañas herejías hubiese sido una fuente de bien. Cuando se acuerda esa
libertad a los bárbaros de los tiempos modernos, no sirve sino para minar los
fundamentos de nuestra civilización».
El Sr. Salazar es, pues,
antiliberal, antidemócrata, antiparlamentario, en la medida en que él entiende
tener en cuenta, cosas, realidades, evidencias que manifiesta la vida social y
política de todos los tiempos. Por eso no pierde jamás una ocasión de denunciar
los mitos que se rebelan contra las necesidades vitales:
«Por entrañable que nos sea el cuidado del pueblo y por defensores que
seamos de su ascensión continua en el orden material y moral, ello no nos
obliga de ninguna manera a creer que en la masa se encuentra el origen del
poder, y que el gobierno puede ser la obra de la multitud y no de una elite a la cual incumbe el deber de dirigir la
colectividad y de sacrificarse por ella. Querer garantizar las libertades
esenciales a la vida social y a la misma dignidad humana, no implica la
obligación de considerar la libertad como el elemento sobre el cual debe
elevarse toda la construcción política. El liberalismo ha acabado por caer en
el sofisma siguiente: NO
HAY LIBERTAD CONTRA LA LIBERTAD. Pero
en armonía con la esencia del hombre y las realidades de la vida, nosotros
decimos: ÚNICAMENTE CONTRA
EL INTERÉS COMÚN LA LIBERTAD NO EXISTE».
Subordinación de todos los intereses al interés de todos, he ahí el
espíritu que inspira las reformas del nuevo régimen portugués. «En lugar de
hacer depender todo del individuo tomado en sí mismo como en régimen liberal,
nuestra organización, dice el Sr. Salazar, se funda sobre las realidades de una
sociedad nueva donde el individuo no existe sino en tanto en cuanto miembro de
grupos naturales (familias), profesionales (sindicatos y corporaciones),
territoriales (comunas), y en esta calidad ella le reconoce derechos. Dicho de
otro modo, para el Estado nuevo, no hay
derechos abstractos del hombre, hay derechos concretos de los hombres. Esos
derechos limitan los del Estado y aceptamos esa limitación. Existen pues
libertades que estimamos justas y útiles; pero precisamente porque queremos
mantenerlas, defendemos la noción de la autoridad necesaria a su salvaguardia»[7].
Tales son los principios de esa revolución en la paz que el Sr. Salazar ha
querido «nacional sin equívoco, espiritualista, sin reservas, popular sin
servilismo ni privilegios»[8]
[...]
* En «JEFES, conversaciones con
Mussolini, Salazar, Franco – La conquista de Hitler», Ed. Sol y Luna – 1939,
pp.63-70.
[1]
Cf. Oliveira Salazar, Una Revolución en
la paz – Antonio Ferro, Salazar.
[2]
«Un gran espíritu a la obra», en l’Action
française del 8 de abril de 1937.
[3] Prefacio a Una Revolución en la Paz.
[5]
Fr. Perroux: Capitalisme et Communauté de
travail, p. 106
[6]
O. Salazar, op. cit.
[7]
E. Schreiber, El Portugal de Salazar.