El hombre en el caos (fragmento)
TEODORO HAECKER (1879-1945)

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     Ni la selva virgen de lujuriosa vegetación, ni el desierto estéril, ni el fondo del mar, lleno de vida exótica y abundante, ni las rocas, la nieve y el hielo de las altas montañas, ni los volcanes y los arrebatados torrentes, ni los rayos del sol, benéficos o mortales, ni las tormentas estruendosas, nada de esto es manifestación del caos de esta época. Todas estas realidades naturales no se dan fuera del orden debido, antes siguen puntualmente las leyes insertas en su ser, y se someten al orden de la Naturaleza que, según la voluntad de Dios, fue creada por el Espíritu, pero no fue dotada de espíritu, ni es propiamente creadora. Esta frase no contradice a la idea del Apóstol de que toda la creación, no sólo el hombre, espera con ansia el Advenimiento. Esta nostalgia es en la creatura tanto más fuerte cuando más «ordenada» es. El caos a que aquí nos referimos cuando hablamos del caos de esta época, afecta a las cosas sobre las cuales puede el hombre, en virtud de su libertad disponer en mayor o menor grado, para su provecho o su desgracia, y sobre las cuales dispone de un poder mayor o menor, bien para elevarlas cada vez más de condición o para dejarlas seguir su camino, bien para desencajarlas e incluso pervertir su ordenación natural. El caos de este tiempo es obra del hombre. Tal vez sólo a medias. No nos ocultemos esto. No es sólo obra de hombres, sino también obras de espíritus superiores, los demonios; es obra del tentador mismo del hombre. No queremos olvidar esto, aun cuando en estas consideraciones nuestra mirada se dirigirá sobre todo al hombre, sin cuya culpa y mal uso de la voluntad no puede realizarse ninguna obra demoníaca en este mundo, al hombre, que es el creador del caos de esta época.
     En verdad, ¡qué cruel contradicción la que aquí denuncia el lenguaje! La contradicción entre acción creadora y caos en sentido de desorden, que no se da en Dios, el único creador auténtico, pero sí en el hombre, que dentro de su condición de ser creado puede llegar a ser creador, no de un modo real, sino por una débil analogía, lo cual le confiere el poder de transformar en caos el cosmos original y despeñar el orden natural en la sima del desorden antinatural.
     El caos de este tiempo es obra del hombre; en la Naturaleza misma no se da el caos; todavía no se da: porque también es posible que se inserte en la Naturaleza misma, por haber sido el hombre erigido por el Creador en su dueño. No hay falsa modestia que pueda eximirnos de esta tarea y de esta responsabilidad. El origen del caos de este tiempo radica en la subjetivización y desorientación del entendimiento humano, la claudicación del corazón, la falsedad y superficialidad del conocimiento, la perversión y debilidad de la voluntad y, por supuesto, en primer término, en la falta de amor. Pues, en definitiva, todo se reduce a esto. «No os engañéis, hermanos míos, dice S. Juan de la Cruz, vosotros seréis juzgados según vuestro amor». Todas las faltas provienen de una falta. Incluso el pecado de Adán, nuestro pecado original, fue en principio una falta de amor.
     El caos de este tiempo comienza con el desconocimiento de lo que es la auténtica libertad. Esta época opina que la libertad se torna tanto más perfecta cuanto más se acerca a la anarquía o cuanto más poder tiene para hacer el mal, sea un individuo particular, un pueblo, una nación o un Estado. Esto es para nuestro tiempo la cumbre de la libertad. Lo cual es completamente falso. Ser libre es ser señor. Cierto, pero señor se es solamente a través del ordo y en el ordo. Libre en un sentido perfectamente trascendente es Dios, el Señor, que no puede por esencia hacer el mal. Libertad es señorío. Pero la libertad del hombre tiene un trasfondo intelectual, que es el conocimiento de la verdad, o dicho con más precisión, el conocimiento del orden verdadero. Y el orden verdadero es un orden sagrado, es jerarquía. El verdadero señorío es el señorío del «santo»,  jerarquía, algo santo: sanctus, sanctus, sanctus Dominus. En Dios se da la identidad de ambos conceptos: es santo, porque es señor, y es señor porque es santo. La verdad nos hace libres, la verdad, es decir, la revelación, justamente, de este orden ontológico, según el cual Dios es santo, el santo Señor, y todo verdadero señorío es jerarquía.
     Esta revelación del ser verdadero aclara la escalofriante paradoja, de que el más obediente de los hombres, el obediente hasta la muerte en cruz, el Hijo del Hombre sea al mismo tiempo la segunda Persona de la Santísima Trinidad, el «Señor» absoluto; aclara también la amable paradoja de que la ancilla domini, la esclava del Señor, sea al mismo tiempo y precisamente por eso la Señora creada de todas las creaturas, la más libre, la Regina coelorum; aclara también, naturalmente, la paradoja en general de que cada grado superior de santidad, es decir, de obediencia para con Dios signifique en el hombre un grado superior de libertad auténtica y de señorío.
     Donde reina este señorío sagrado y, por tanto, este género de libertad, no existe el caos en el sentido de confusión y perversión. El caos de este tiempo es consecuencia de una falsa libertad, que lleva a la anarquía y al despotismo, fenómeno que siempre la acompaña, precediéndola o sucediéndola, alternativamente. A él conduce el camino que está siguiendo nuestra época, y no lentamente, sino de modo abrupto, en proceso vertiginoso.
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* En «¿Qué es el hombre?», Ediciones Guadarrama, Madrid 1961, pp.64-67.

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