La cuestión de las Malvinas (fragmento)
VICENTE D. SIERRA (1893-1982)

[...]
     La cuestión de establecer qué grupo humano fue descubridor del archipiélago llamado Malvinas (islas Falkland por los ingleses) tiene poco o nada que ver con el conflicto que sobre la pertenencia de ese grupo de islas mantienen la República Argentina y la Gran Bretaña. Lo positivo es que sólo en la segunda mitad del siglo XVIII, y tras la guerra de los siete años, el archipiélago atrajo la atención de los intereses de algunas potencias; y así, Francia fue la primera en instalarse en una de las islas, y a poco, en 1770, Gran Bretaña hizo lo mismo en la otra. Ante la protesta española, Francia reconoció el dominio de España y entregó la isla, y en 1774 Gran Bretaña abandonó las instalaciones de Puerto Egmont, no sin dejar una señal de haber estado en el lugar, y estableciendo sus derechos «SOBRE ESE LUGAR», y no sobre el archipiélago[1]. Inmediatamente a este abandono España se instaló en la isla en que lo había hecho Francia, y afirmó su soberanía sobre la totalidad del archipiélago. La cuestión quedó en ese momento prácticamente concluida; y tanto es así que en la convención que, con motivo del incidente sobre Nootka Sound, el 25 de octubre de 1790, firmaron España y Gran Bretaña, por el artículo IV, título 3°, se estableció:

     «...por lo que hace a las costas tanto orientales y occidentales de la América Meridional Y A LAS ISLAS ADYACENTES, que los súbditos respectivos no formarán en lo venidero ningún establecimiento en las partes de estas costas situadas al sur de las partes de las mismas costas y de las islas adyacentes ya ocupadas por España»; admitiéndose, simplemente, el derecho a navegar con fines de pesca, y «desembarcar en las costas o islas así situadas para los objetos de su pesca, y de levantar cabañas y otras obras temporales que sirvan solamente a estos objetos...».

     Este tratado reiteró el principio del utis possidetis, aceptando para su fijación la garantía del status quo, de manera que Gran Bretaña admitió que la ocupación de facto de todo el grupo de las Malvinas lo era en el sentido legal. Julius Goebel agrega que al convenir los británicos en no establecer colonias al sur de las regiones ya ocupadas, reconocieron implícitamente la soberanía de España sobre todas las regiones ocupadas de hecho; o sea que España se aseguró la posesión, renunciando sólo al derecho exclusivo de navegación y de pesca. Las islas que rodeaban a Tierra del Fuego y las que se encontraban más al sur podían ser utilizadas por los británicos para instalaciones temporales, pero no las Malvinas, que estaban ocupadas por España. Cuando en 1806 los británicos entraron en Buenos Aires al mando del general Beresford, era gobernador español de las Malvinas Juan Crisóstomo Martínez, quien era, además, comandante de Puerto Deseado.  No existe el menor indicio de que los marinos británicos instalados en el Plata con motivo de las dos invasiones inglesas realizaran acto alguno indicativo de que consideraban británica a las islas Malvinas.
     La guerra de España contra Napoleón y el comienzo del proceso independizador que se inició en seguida en América hicieron que, si bien España había mantenido su instalación en las Malvinas, el 18 de marzo de 1811 el gobernador de Montevideo, Gaspar de Vigodet, dispusiera el abandono de aquéllas y el de su gobernador, Gerardo Bondas. Al ser conocido el hecho en la Metrópoli, las cortes instaladas en Cádiz dispusieron que, tan luego como variara la Regencia, «cuidará de la ocupación de aquellas islas en el modo y forma que estaban antes...». De hecho el archipiélago quedó abandonado hasta que, en 1820, el gobierno de Buenos Aires comisionó a David Jewitt, nacido en los Estados Unidos, donde llegó a ser comandante de marina, y que había llegado al Río de la Plata en 1815 dispuesto, como dijo, «a prestar servicios en la gran causa de la emancipación e independencia», para que pasara a las Malvinas y tomara posesión de ellas. Jewitt zarpó de Los Pozos el 20 de enero de 1820, a bordo de la fragata «Heroína», nave con la que había realizado campañas corsarias cuando pertenecía al armador Patricio Linch, y que fue luego adquirida por el Estado e incorporada a la armada de Buenos Aires. Fue éste un viaje azaroso en extremo. La nave conducía cierto número de condenados a cumplir penas en dichas islas, quienes provocaron una sublevación que pudo ser conjurada por Jewitt con la ayuda eficaz de tres oficiales argentinos: el capitán Laureano Anzoátegui y los tenientes Marcelo Vega y Luciano Castelli.

La Fragata «Heroína». Óleo de Emilio Biggieri

     El marino de la real armada inglesa James Weddell, capitán del navío «Jane», en viaje al Polo, en su obra Voyage towards the South Pole, citada por Leguizamón Pondal, refiere haber encontrado a la «Heroína» en malas condiciones de navegación y con los tripulantes atacados de escorbuto; la proveyó de víveres frescos y la remolcó hasta un anclaje seguro en las cercanías de las ruinas del Fuerte Luis. El escorbuto produjo muchas víctimas, ente ellas el segundo comandante de la nave. En Fuerte San Luis, Jewitt, vestido de gala al igual que el resto de la tripulación, izó la bandera argentina, que fue saludada por 21 cañonazos, en presencia de muchos navíos ingleses y norteamericanos. Weddell dice que el acto tuvo lugar el 20 de noviembre, pero Jewitt informó que el día 6. Cuatro días antes despachó una nota-circular a los capitanes de los navíos que se encontraban anclados en las islas, en la que decía:

     «Fragata del Estado Heroína, en Puerto Soledad, noviembre 2, 1820.
    »Señor: Tengo el honor de informarle que he llegado a este puerto, comisionado por el Supremo Gobierno de las Provincias Unidas de Sud América, para tomar posesión de las islas en nombre del país a que éstas pertenecen por ley natural.
    »Al desempeñar esta misión deseo proceder con la mayor corrección y cortesía para con todas las naciones amigas.
    »Uno de los objetos principales de mi cometido es evitar la destrucción desatentada de las fuentes de recurso, necesarias para los buques que de paso o de recalada forzosa arriban a las Islas, y hacer de modo que puedan aprovisionarse con el mínimo de gastos y molestias.
    »Dado que los propósitos de Ud. no están en pugna ni en competencia con estas instrucciones, y en la creencia de que una entrevista personal resultará de provecho para entrambos, invito a Ud. a visitarme a bordo de mi barco, donde me será grato brindarle acomodo mientras le plazca.
    »He de agradecerle, asimismo, tenga a bien, en lo que esté a su alcance, hacer extensiva esta invitación a cualesquiera otros súbditos británicos que se hallaren en esas inmediaciones.
     »Tengo el honor de suscribirme, señor, su más atento y humilde servidor».
    Firmaba Jewitt, «coronel de la Marina de las Prov. Un. de Sudamérica y comandante de la fragata Heroína».

     La información de este hecho fue conocida en Europa al ser publicada por el «Redactor de Cádiz», que la recibió en Gibraltar, tomada de «El Argos», de Buenos Aires, sin que originara ninguna reclamación británica.
     Jewitt permaneció poco tiempo en las Malvinas. El 1° de febrero de 1821 pidió su relevo y al mes siguiente fue sustituido por el capitán William Mason, quien se trasladó en la «Heroína», en un viaje desgraciado que terminó con su apresamiento por un corsario portugués.
     Como el comandante de marina general Matías Irigoyen denunciara las devastaciones que perpetraban los loberos en las costas patagónicas, el gobernador Martín Rodríguez adoptó algunas medidas. Así, el 20 de junio de 1821 partió de Buenos Aires un bergantín conduciendo al coronel Gabriel de Oyuela, designado comandante militar de Patagones, quien con fecha 9 de septiembre informó que los buques extranjeros se negaban a pagar derechos por la caza de lobos y amenazaban con sus cañones cuando querían cobrarlos. A raíz de estos hechos, la Legislatura de Buenos Aires sancionó una ley sobre caza de anfibios en la Patagonia, «e islas adyacentes». A la que siguió un decreto de 15 de enero de 1822, prohibiendo totalmente la caza de anfibios en la costa patagónica ante el peligro de la desaparición de «una de las principales riquezas del país» por el desorden con que se venía actuando.
     En 1823 era gobernador de las Malvinas Pedro Areguatí, quien notificó el decreto de 15 de enero de 1822 a los barcos extranjeros que arribaban a la isla.
[...]

* En «Historia de la Argentina, T° VIII – 1829-1840», Editorial Científica Argentina – Buenos Aires, 1ª edición, 1969, págs. 327-329.



[1] En efecto, cuando en 1774 los ingleses abandonaron las islas Saunders, ésta era denominada en los documentos ingleses «Isla de Falkland», en «singular». Al hacerse ese abandono se dejó en puerto Egmond, como fue bautizado el de la colonia británica instalada en 1770, una placa que, como ha demostrado Diego Luis Molinari, tenía una inscripción que decía: «Be it Known to all Nations the Falklands Ysland whith this Fort...» (o sea: «Sepan todas las Naciones del mundo que la isla de Falkland con este Fuerte...», lo que demuestra que no se consideraron dueños de las «islas» sino de la «isla» en singular y no en plural. Un año después de abandonar los ingleses el lugar, el capitán español Juan Pablo Callejas encontró la placa y la condujo a Buenos Aires. En 1806 la encontró en esta ciudad el general Beresford, quien la envió a Inglaterra. Ni en ese momento ni en ningún otro desde 1775, en cuyo curso el gobierno español mantuvo población y autoridad en las Malvinas, Gran Bretaña reclamó por ello. Tampoco lo hizo en 1825 al firmarse el Tratado Anglo-Argentino. Dese 1820 el gobierno de Buenos Aires mantenía autoridades en Malvinas, y cuando Gran Bretaña reconoció la Independencia de las Provincias Unidas del Río de la Plata no señaló que de ese reconocimiento estaba excluido el archipiélago Malvinas.

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