Día de Pascua (fragmento)
ROBERT HUGH BENSON (1871-1914)
Con la presente
publicación, «Decíamos Ayer...» desea a todos sus lectores amigos unas felices
y santas Pascuas de Resurrección; y ofrece nuevamente el texto completo del
libro de este autor, «La amistad de Cristo», el cual puede descargarse al pie de
la página.
No me toques, porque aún no he subido al Padre.
(Jn 20,17)
A raíz de su primer encuentro con Jesús, hubo en la vida de
María Magdalena tres momentos cruciales, tres ocasiones en las que su relación
con el Señor, su esperanza, la hizo subir hasta los cielos para luego arrojarla
al borde del infierno.
I. En la primera ocasión Cristo fue su salvador. El arte y
la literatura han reproducido la escena una y otra vez. Los invitados ocupan
sus puestos en las largas mesas dispuestas en la estancia del primer piso.
Allá, en el último lugar, con los pies aún cubiertos del polvo de los caminos,
con el cabello seco y enredado por el viento, vemos al amigo de todos en su
diván, al joven carpintero del norte. La invitación no tiene como objeto
agasajarle, sino observarle y examinarle a causa de la notoriedad que ha
alcanzado entre cierta clase de gente... Ahí están los importantes doctores de
la ley, hombres prudentes de aspecto venerable, grave y sereno, charlando
sosegadamente con unos y otros. Los sirvientes van y vienen ofreciendo las
viandas y escanciando el vino. Y entonces, entra una extraña, arrepentida pero
no perdonada, con el largo cabello extendido sobre los hombros, el vestido
azafranado en desorden y un pomo de perfume en las manos. Piensa, quizá, que es
su última oportunidad y viene exclusivamente a ver a Jesús, a mirar al que una
vez la miró amablemente, para percibir un destello de compasión en los ojos
penetrantes del Maestro. Los acontecimientos se suceden rápidamente: antes de
que lo impidan los criados, se postra a los pies del Señor y, conmovida por la
mirada divina, solloza silenciosamente. Se hace el silencio, mientras, ajena a
todo lo que no sean ellos, la mujer se inclina hasta que sus lágrimas caen
sobre los pies de Cristo. Entonces, asustada por haber humedecido aquellos pies
sagrados, los seca frenéticamente con sus largos cabellos. Después, como si tratara
de compensar el contacto con sus lágrimas, rompe el frasco y vuelca el perfume
de nardo. Allí, en los puestos de honor, surgen los comentarios.
Jesús alza la cabeza y luego, con un par de frases, da por
terminado el asunto.
«Veis a esta mujer... Ella, por lo menos, ha hecho lo que tú, mi anfitrión, dejaste de hacer... Ha amado mucho... Y por eso, sus pecados le son perdonados. Ve, hermana mía, amiga mía, y no peques más».
«Veis a esta mujer... Ella, por lo menos, ha hecho lo que tú, mi anfitrión, dejaste de hacer... Ha amado mucho... Y por eso, sus pecados le son perdonados. Ve, hermana mía, amiga mía, y no peques más».
II. Pocos meses después –meses de una vida diferente, limpia y tranquila por fin–, María Magdalena recuerda aquellos tumultuosos pensamientos, su angustia y su esperanza, mientras sigue paso a paso el tormento y la deshonra del que la perdonó y le infundió esperanza. Ha sido testigo, desde el alba, de cada detalle del drama. Ha seguido hasta las afueras a la enfurecida multitud; ha escuchado sus comentarios y oído sus carcajadas, mientras Él, su amigo, sale al atrio cubierto con el raído manto de un soldado, con el cetro en las manos heridas y, en la cabeza, el escarnio de la corona de espinas. Ha escuchado en el silencio el chasquido de los latigazos... Luego, le ha seguido de nuevo a través de las calles, fuera de las puertas y por la suave pendiente. Y por último, cuando todo ha terminado y Jesús cuelga de la cruz, desnudo, escarnecido y martirizado, y los soldados se retiran acompañados por la muchedumbre, María se abre camino hasta el pie del árbol tembloroso y, de nuevo, «hace lo que puede». Lava con sus lágrimas los pies del Maestro. Y unidas, fluyen por el suelo –en un raudal más dulce que todas las aguas del paraíso– las lágrimas de la pecadora perdonada y la sangre de su salvador.
No obstante, conserva la esperanza –contra toda esperanza–
de que la tragedia no termine trágicamente. Le ha visto en otras ocasiones en
manos de sus enemigos, y siempre consiguió librarse. Incluso ahora, mientras
ella se abraza a la cruz, no cree que sea tarde. ¡Aún no ha muerto! ¿Dónde
están aquellas legiones de ángeles que nombró alguna vez? Y sobre todo, ¿dónde está
aquel poder divino que la había confortado, un poder tan evidentemente sobrenatural
que carecía de límites? Mientras crecía el clamor de la muchedumbre, «Si eres
el hijo de Dios, baja de la cruz y te creeremos», contemplaría el silencioso
rostro atormentado que dirigía los ojos cerrados hacia el cielo. Y por encima
de todo, cuando cesara el griterío, y desde las cruces situadas a los lados
llegara la misma burlona llamada con su terrible añadido, «si eres el Cristo,
sálvate a ti mismo y a nosotros», probablemente la veríamos levantarse de un
salto, acuciada por la intensa esperanza de que quizá, por lo menos ahora, Él
contestaría. El poder divino acudiría a vengarle, incluso en la hora undécima,
y los clavos estallarían en piedras preciosas y la cruz en flores. Y Él, su
amigo, radiante otra vez, descenderá de su trono para recibir el tributo de
adoración del mundo. Nos la imaginamos en pie, mirando a María y a Juan para
hacer acopio de fuerza y, volviéndose de nuevo hacia Él, musitar en su angustia:
«Puesto que eres el Cristo, sálvate y sálvame».
...Y Jesús, dando una gran voz, entregó su espíritu.
III. Sólo le queda una cosa. Se ha ido el que la perdonó, ha
muerto su rey. Pero su amigo le ha dejado algo que le permite llorar, pues nadie
puede llorar si no conserva todavía en su interior cierta capacidad para la
alegría.
Y de nuevo, la que había amado mucho hizo lo que pudo.
Después de lavar el cuerpo con sus lágrimas y cubrirlo de ungüentos, recorre
paso a paso el silencioso huerto, y contempla la piedra que sella la oscuridad
interior, una oscuridad que, desde ahora y para siempre, hará de este huerto el
santuario de la amistad... Después, tras un día y una noche y un día, regresa
al amanecer para visitar el relicario.
El mundo le ha arrebatado todo lo que podía hacer su
felicidad. No sólo los placeres –ahora imposibles para ella–, sino la fe recién
descubierta; la esperanza y el amor también se han oscurecido, puesto que quien
los había despertado se mostró incapaz de salvarse a sí mismo. Sin embargo, el
mundo no podría arrebatarle nunca el recuerdo de una amistad siempre viva y,
tan profunda, que resultaba un tormento. Mientras exista el huerto donde yace
el cuerpo, estará contenta de vivir. Podrá venir una semana tras otra como el
que acude al mausoleo de un dios; podrá esperar el curso de las estaciones
viendo crecer la hierba alrededor del sepulcro. Es la dueña de algo mucho más
querido que todo lo que el mundo pudiera darle.
Esta mañana lo verá por última vez. Camina rápida y sigilosamente,
llevando en las manos nuevos perfumes para ungirle.
Y entonces, recibe una última y más amarga sorpresa; la
piedra está corrida y, a la pálida luz del alba, comprueba que el sepulcro
excavado en la roca está vacío.
¿Quiénes son esos ángeles que en ese momento ve a través de
sus cegadoras lágrimas de desesperación? No serán ángeles quienes la consuelen de
la pérdida del cuerpo de un amigo humano.
«Se han llevado a mi Señor, solloza, y no sé dónde lo han
puesto». De pie, tras ella, ve a un hombre y, «pensando que es el hortelano»,
se dirige desesperadamente hacia él.
«Señor, si te lo has llevado tú, dime dónde lo has puesto y
yo lo recogeré».
«María!»
«Rabboni!»
Todavía le queda una lección por aprender.
Cuando, muda de asombro y de deseo, se lanza a los pies del
Maestro para, tocándolos, asegurarse de que son los mismos que besara en casa
del fariseo y en la cruz del Calvario, de que es Él y no un fantasma, el Señor retrocede:
«No me toques porque aún no he subido al Padre».
«No me toques...». Esta amistad no es ya la que era: es
infinitamente más elevada. No es la que era, puesto que de su sagrada humanidad
han desaparecido las limitaciones que le obligaban a estar aquí y no allí;
limitaciones que le hicieron sufrir, cansarse, sentirse hambriento y llorar;
limitaciones que le granjearon el cariño de los suyos, pues les permitieron
ayudarle, consolarle y apoyarle. Aún no se había producido su entrada en la
gloria –«aún no he subido al Padre»–, la explosión de la ascensión y el
recorrido por las jerarquías angélicas hasta el momento de la coronación a la
derecha de la majestad del Altísimo, y que culminará con el envío del Espíritu
Santo y tendrá como resultado la presencia de la sagrada humanidad en cientos
de altares.
Entonces, el que conociste confinado en el tiempo y en el
espacio volverá para que puedas tocarle de nuevo. Y será tu amigo otra vez. El
creador de la naturaleza se presentará con esa misma naturaleza ahora
ilimitada. El que asumió la naturaleza humana se presentará con una naturaleza
humana. El que habló en la tierra «como quien tiene autoridad» hablará otra vez
del mismo modo. El que curó al enfermo lo curará de nuevo en la puerta llamada
Hermosa. El que venció a la muerte, vencerá la de Dorcas en Jope. El que llamó
a Pedro en Galilea llamará a Pablo en Damasco.
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* En «La
amistad de Cristo», Ediciones Logos – Argentina, 2011, pp. 142-147.
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blogdeciamosayer@gmail.com
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